2 diciembre, 2024

Galería de Reinas: Amalasunta

Rebeca Calvo nos invita, en primicia, a leer su última novela

Como ya hemos indicado en otra página Rebeca es una escritora íntimamente relacionada con Valdehumada donde pasó parte de su infancia y adolescencia.

Su pasión por nuestro valle es tal que aprovecha sus obras para introducir alguna referencia a sus pueblos, ya se narrando sus costumbres y forma de vida de mediados del siglo pasado, o asignando a sus personajes nombres de los convecinos que vivieron en nuestro pueblo en aquellos años.

Pero mejor que sea ella misma quien nos haga una breve sinopsis de su producción literaria y nos presente su último libro, aún no publicado, y que nos presenta en exclusiva.

«Mi curriculo como escritora es corto, pues, aunque haya escrito desde siempre y tenga en el cajón bastantes manuscritos, sólo he podido publicar tres libros («El Fantasma del Corral de la Pacheca»; «La Gran Berengaria»; y «Las Recetas de Solita» o la comida en los Episodios Nacionales de B. Pérez Galdós). El negocio de la edición es tortuoso y hace falta moverse mucho y tener un nombre en la literatura para que se llegue a publicar un libro propio. No es mi caso, pues no he insistido ni he hecho relaciones públicas, ni marketing; sólo he escrito.

Este libro que quiero forme parte de la página web de Valdehumada es la historia de una reina ostrogoda, Amalasunta. Gran mujer, inteligente, culta que regentó Italia tras la caída del Imperio Romano de Occidente.

Tenemos una idea equivocada de los godos, creo que es debida a una mala enseñanza de la Historia. Sólo nos acordamos de las famosas listas de reyes visigodos que nos hicieron estudiar de pequeños. Así, cualquiera odia a esos señores. Pero debemos pensar que eran seres humanos como nosotros, con sus odios, amores, ambiciones…

Siempre me ha interesado la Historia (herencia paterna) y en particular las historias de las reinas, creo que se conoce poco de ellas. Por eso dentro de la colección Galería de Reinas, el segundo volumen está dedicado a la reina ostrrogoda, Amalasunta. Como siempre que puedo introduzco algún comentario sobre Humada, en este libro tampoco podía faltar mi referencia a Valdehumada, a quien llevo siempre en mi corazón.

 Rebeca C.

Creo que es de agradecer la deferencia de Rebeca para con los seguidores de esta web ofreciéndonos la posibilidad de ocupar parte de nuestro tiempo en esta época de vacaciones disfrutando de su lectura.

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ARBOL GENEALÓGICO DE AMALASUNTA

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AMALASUNTA

La fortaleza del lago

A pesar del tibio sol de la tarde, Amalasunta da un paseo solitario por la orilla. Las olas, más grandes que de costumbre, mojan los bajos de su túnica granate, pero no le importa, los pensamientos cruzados que pueblan su cabeza no quieren marcharse y ocupan toda su atención. Le gusta sentir en la cara el cecius* soplando fuerte portando aromas de su querida Rávena. ¿Habrá llegado su nota a Casiodoro? Rodeada de enemigos es incrédula al respecto, puede que el esclavo al que se la dio ya esté muerto. Le dejan andar libremente y sin escolta porque es imposible salir de la pequeña isla en la que está presa; incluso puede pasear fuera de la fortaleza en la que vive y caminar por la orilla. Las frías aguas del lago Vulsinio (actual lago de Bolsena) son la mejor barrera que frena a Amalasunta para iniciar la huida. Tan convencido está su primo de que no podrá escapar de allí que sólo la vigilan diez soldados y una cocinera. El sacerdote mandado llamar por la Reina aún tardará en llegar, pues tiene que pasar un examen de fidelidad y Teodato no está seguro de encontrar alguno en todo el reino que cumpla esas condiciones.
Oscurece, y Amalasunta entra en su prisión; una fortaleza en la isla Martana propiedad de su primo Teodato; desde su habitación aún sigue escuchando el rumor de las olas que le recuerdan su querido mar, cuando jugaba de pequeña con otras niñas en las cercanas playas del Adriático. Hasta parece sentir su aroma a salitre. Ahora, en su estancia, recostada en el lecho y con las olas de fondo se siente sola, profundamente sola; sí, sabe que es querida entre su pueblo, que los romanos también la quieren, que tiene un nutrido grupo de amigos, senadores, prefectos, gente importante apoyándola, a pesar de ser mujer y reina de los ostrogodos, pero ¡qué sola se siente! No tiene a nadie cercano de verdad, sólo le quedan Casiodoro, su hija, Matasunta, por supuesto su fiel Marcelina y ¡cómo no!, su perrita, Frida junto a los restantes perros.

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Todos los demás han muerto o no sabe de ellos; su querido hijo, Atalarico, muerto en plena juventud cuando acababa de cumplir dieciocho años; su amado padre, Teodorico; su marido, Eutarico; Boecio, su buen amigo, que pasó por el mismo trance en el que está ella ahora…Todos, han muerto.
Aunque no está segura de su futuro y puede que hasta sea liberada, pues no sabe qué decisión tomará Teodato, vive su prisión con incertidumbre; en cambio Boecio supo casi desde el principio que sería condenado a muerte, como así fue. Qué valor el de su amigo, estar condenado a muerte y pasar el tiempo que le quedaba escribiendo un libro, su mejor obra, la mejor obra filosófica de la época “La Consolación de la Filosofía”. Con qué cariño relee las letras que le regaló el propio Severino Boecio cuando fue a visitarlo a la cárcel de Pavía; ¡cuánto intercedió ante su padre para que le perdonara la vida a su amigo y compañero de fructíferas charlas!. Los tres, Amalasunta, Aurelio Casiodoro y Severino Boecio, compañeros de estudios los dos primeros y todos amigos, se reunían casi a diario para comentar y discutir sobre cualquier cosa, daba igual si el tema era una decisión real, un decreto sobre el senado antiguo o el de su padre, una disputa cristológica…, hasta sobre temas culinarios discutían, todo por el afán de aprender unos de otros, pues los tres eran conocidos entre ostrogodos y romanos como grandes eruditos. ¡Cuánto debió sufrir Boecio! Cómo le dolió su muerte a Amalasunta, impotente y frustrada al no conseguir que su padre cambiara de opinión. Ni siquiera el recuerdo de la famosa laudatio* sobre Teodorico pronunciada por Boecio al comienzo de su reinado le hizo cambiar de idea.
De magister officiorum a morir apaleado en Pavía, el trece de octubre del año 525, previo encarcelamiento esperando la decisión senatorial. En realidad Teodorico ya había tomado la decisión de ajusticiarlo, debía dar ejemplo a su pueblo y forzó al Senado de Roma para que dictase la sentencia de muerte.
– Nadie, por muy alto que esté, debe ser sospechoso de traición.

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– Pero padre, sabes que no se ha hecho una verdadera indagación de los hechos; que todo son conjeturas, pues el favor de Boecio a Justiniano no está probado. Fuiste vos quien lo mandó a Constantinopla… En cuanto a las otras acusaciones de mago y sacrílego, sabes muy bien que son calumnias, conozco muy bien a Severino y sé que son mentiras. Si se ha acercado a la cultura pagana o a ritos mágicos es sólo por estudio, no por creencia.
– Amalasunta, déjalo, no quiero entablar una discusión contigo, aunque dialécticamente vencieras, sabes que el poder lo ejerzo yo.
Es todo cuestión de poder.
Con tanto como amaba a su padre, en aquellos momentos le hubiera abofeteado como a un esclavo pillado en falta. Hubo un antes y un después en el afecto que sentía por su padre, ya nunca fue igual, una especie de frío había entrado por sus venas recorriéndo todo su cuerpo y los abrazos de Teodorico nunca le supieron tan cálidos.
Cuando a Amalasunta le tocó ser reina, una de las primeras cosas que hizo fue restituir bienes y honores a la familia de Boecio; consolar a Rusticiana, la viuda obligada a vagar por las calles en busca de un mendrugo para poder comer, pues NADA le dejaron. Era costumbre desposeer de bienes a la familia del condenado, cuanto más si lo era por traición. También restituyó los bienes de la esposa de Símaco, suegro del filósofo mandado también ejecutar por Teodorico.
Cómo se acuerda de su amigo; tumbada en el lecho de su prisión que para una prisionera es hasta lujoso, se acuerda del amigo, del filósofo y de la víctima. Como ella, víctima de un error propio, de un error al haber unido en el poder al resentido de su primo; víctima de unas leyes que le impiden ejercer el poder por el único y pequeño detalle de ser mujer. Ella sabe que está mejor preparada para ejercer el poder real que la mayoría de hombres

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de su alrededor, pero en el mundo godo es impensable que una mujer sea reina titular, siempre será consorte. Aunque lo sea de un mal rey.
Se le pasó por las mientes, cuando todavía vivían su marido y su padre, proponer cambiar la ley, igualar mujer y hombre en el trono, pero ni pudo empezar a desarrollar la idea frente a su padre, éste le soltó un exabrupto y dio por zanjada la cuestión. Su marido, Eutarico, en cambio, era más proclive, pero murió pronto sin ni siquiera poder reinar. La dichosa ley sálica de Clodoveo era una de las muchas razones por las que siempre le tuvo manía, la otra…, la otra era de carácter sentimental, Clodoveo fue el asesino de su gran amor de adolescencia, Máximo.
En su habitación de la fortaleza Martana le da tiempo para pensar en todo, los pensamientos se suceden cómo relámpagos en plena tormenta. Apenas ha cenado. ¡Con lo que le ha gustado siempre comer!, pero el viento le ha quitado el apetito y esta noche sopla más fuerte que de costumbre.
Es la segunda noche que pasa prisionera en la fortaleza de su primo en el lago Vulsinio y comienza a darse verdadera cuenta de la magnitud de los hechos recientes, siente una punzada lacerante en el pecho que casi le impide respirar.
Aún resuenan en su cabeza las zancadas de los soldados que fueron a prenderla haciendo ese ruido característico con sus botas sobre el mármol del palacio real. Se arrepiente de no haber estado prevenida, de no haber escuchado las voces que le aconsejaban contra su primo, pero ya es tarde para arrepentimientos. Iban armados con sus grandes lanzas y las espadas desenvainadas para repeler una posible defensa; pero estaba sola, únicamente acompañada por Frida y su querida Marcelina, que es más que su madre para la Reina; pues, excepto parirla, siempre ha estado junto a ella en todos los instantes de su vida, en los buenos y en los malos. Sus consejos siempre fueron puros, desinteresados y casi siempre acertados. Luchadora como el dios Marte a pesar de su pequeña talla latina, a los ojos de Amalasunta es la persona que está más alta en su consideración.

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Cuando los soldados obligaron a la Reina a vestirse para llevarla prisionera, Marcela quiso acompañarla pero, a petición de su niña, como siempre la llamaba, se quedó para cuidar a su perrita Frida y a Matasunta, la única de la familia que todavía quedaba con vida.
Ahora está apesadumbrada de no tenerla a su lado, de no poder sentir el consuelo de sus charlas y cotilleos; sólo el pensamiento de que cuidará de su hija mejor que el más fiero gladiador la consuela de su soledad; por supuesto la pequeña Frida y los demás perros estarán bien en manos del ama.
Muchas veces jugaba con Marcelina a leerse la mente, una pensaba en una flor y la otra debía adivinarla en tres intentos; los días que se les daba bien lograron acertar casi siempre a la primera al menos cinco flores distintas. Otras veces eran animales, números o nombres de personas lo que se debía adivinar; de las dos, era Marcelina quien demostraba más poder adivinatorio.
En su segunda noche de prisión, sobre el lecho, Amalasunta hace ejercicios telepáticos con su ama, intenta por todos los medios trasmitirle un mensaje:”llama a Justiniano”, “llama al emperador”. Es su única manera de poder comunicarse con el exterior, lo hace sobre todo para tranquilizarse, para poder entrar en el sueño que le aislará durante unas horas de la terrible realidad en la que vive.
No es que desconfíe de Casiodoro, a pesar de su amistad con Cipriano sabe que la quiere de verdad, pero el poder del emperador bizantino es más efectivo y si se enterara de que Teodato ha encarcelado a Amala caería como un trueno sobre la codiciosa cabeza de su primo. “Marcela, llama a Justiniano”, “llámale”, sigue con su cantinela.
Qué larga se hace la noche cuando no se puede dormir.
No debo dejarme llevar por las preocupaciones ni por los malos pensamientos-se dice a sí misma para animarse-. A pesar de todo, mi pueblo me quiere y hará algo para sacarme de este terror. Qué

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tonta fui al elegir a Teodato, creí que había olvidado, que no era vengativo, que compartir el trono habría cubierto su ambición. No debo desesperarme, Marcela, Matasunta, Casiodoro, Totila, Wulfredo… no estarán quietos, seguro que están preparando mi liberación de alguna forma.
Amalasunta está en lo cierto y el gran grupo de amigos y partidarios que tiene, una vez en conocimiento de la fortaleza en la que está presa, se han movilizado para reunir el número suficiente de soldados y acudir en su ayuda. Pero la empresa no es fácil, Teodato se ha atrevido a dar un paso definitivo y tiene que llegar hasta las últimas consecuencias. Ella lo sabe y espera con la angustia de la incertidumbre, esa incertidumbre que anida en nuestro ánimo cuando esperamos la posibilidad de una mala noticia; espera que en cualquier momento la ejecuten, sabe que es un rehén peligroso. Lo que le extraña es que no lo hayan hecho ya y ese pequeño resquicio en su duda, es lo que le hace concebir alguna esperanza.
Los minutos se deslizan despacio durante la triste noche, la anhelada luz matinal no acaba de explosionar, no sabe cuánto le queda a la noche pero para ella es demasiado. Ya ha aprendido que el día amanece cuando los primeros rayos del sol entran por el alto ventanuco situado a la derecha de su cama, y lo mira fijamente, hipnotizada, esperando ver la más mínima claridad. Cuando se pasa una mala noche, ya por problemas, por dolencias o por cualquier otro motivo y llega el día, ¡cuánta alegría!; es una tontería porque los problemas siguen ahí, pero el día hace que nos enfrentemos a ellos de otra forma, con más energía, los problemas parecen empequeñecer con el sol aunque sean los mismos. Esto le pasa a Amalasunta, la noche le hace temer cosas que de día se ve con fuerzas para afrontarlas, por eso es tan importante que duerma, pero no lo consigue. Cualquier ruido que llega desde el exterior la sobrecoge, nota cómo se apodera el miedo de ella, empequeñeciéndole como un ovillo entre la ropa de la cama para pasar desapercibida. Cada tres horas cambia la guardia de la

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fortaleza y el estruendo de las pisadas de los soldados sobre el pavimento retumba en el corazón de la Reina dejándolo dolorido durante un rato. Se levanta y da paseos alrededor de su habitación, se arrodilla bajo el ventanuco y reza desesperadamente para que el sueño inunde sus sentidos, para que los anestesie, para que pueda adormecerse aunque sea sólo un rato. Tiene la tentación de rezar el credo arriano, pero se detiene, es católica y se pregunta si convencida, “Creo que hay un solo Dios Padre y en su Hijo unigénito…”. No tiene ganas de entablar una de tantas discusiones religiosas consigo misma y se acuesta sobre el lecho, cansada, pero sin sueño. Sólo le queda una última baza para poder dormir, a la que recurre con frecuencia cuando está desvelada con ese zumbido en la cabeza que machaconamente le hace obsesionarse. Se mete en la cama, se tapa bien hasta la barbilla y se sube lentamente la túnica de dormir que la llega hasta los pies.
Comienza por los pezones, retorciéndolos con firmeza hasta notar cómo se endurecen, después, mientras sigue con la mano izquierda tocándose los pezones, con la derecha baja hasta la entrepierna abierta esperando las maniobras que tan bien conoce, sobre todo desde que quedó viuda. Ninguno de sus múltiples esclavos le hizo surgir el deseo. Se acaricia con la mano el vello rojo como su pelo, el sólo contacto con sus rizos la eriza el pelo de la nuca, poco a poco introduce un dedo hasta alcanzar esa zona que lamía con pasión su marido. De pronto cruza su pensamiento la tosca y bisoja cara de Teodato y, rápida como un relámpago, escucha el ruido de las armas cuando fueron a prenderla. Tiene que hacer un gran esfuerzo para concentrarse y volver a las placenteras sensaciones onanísticas, quién sabe si por la última vez. Pasan por su mente los dos hombres que ha amado, de entre todos no olvida a Máximo que murió en la batalla de Vouillé; a pesar de ser romano luchó junto a su padre. Pero Amalasunta nunca pone cara al hombre que piensa la va a penetrar cuando se masturba, prefiere imaginar sólo un cuerpo con un buen miembro enhiesto que se

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introduce en sus entrañas en el mismo instante del clímax. Cuando termina, se relaja y se adormece pensando en qué hubiera pasado si Máximo no hubiera muerto en Vouillè.
Duerme poco pero al menos ha descansado algo; en tensión pero descansada. En el ventanuco ya es de día y espera que la cocinera le traiga el almuerzo. Sofía es griega y, a pesar de haber sido puesta por Teodato para vigilarla, ha simpatizado en seguida con Amalasunta, hablan las dos en griego, cosa que parece unirlas aunque se conozcan desde hace tan sólo unas horas. Sofía procura cocinar platos sabrosos que supone gustan a la Reina; esta mañana le trae higos rellenos con frutos secos machacados, leche agria al estilo oriental endulzada con miel, y mojama del Tirreno, de las lejanas tierras de su añorado mar.
A pesar del poco apetito que tiene sabe que Sofía se esfuerza en servirla bien, con agrado y se come todo; en cierto modo ella también está prisionera en la isla sin poder salir ni si quiera a comprar víveres. No se sabe por cuánto tiempo la vida de las dos mujeres discurrirá paralela, pero ambas intuyen que la de Amalasunta pende de un hilo, o puede que de una cuerda, la incertidumbre corroe a la Reina por dentro. Todavía es pronto pero cuando haya necesidad de alimento, serán los soldados quienes vayan a tierra firme y compren en el cercano mercado de Valentano, o en la feria que el pueblo de Volsinii celebra cada lunes.
La isla Martana no es demasiado grande, aunque sí lo suficiente para albergar además de la fortaleza en la que está prisionera la Reina una pequeña iglesia y unas pocas casas y huertos de campesinos que se han marchado por orden de Teodato mientras su prima permanezca presa en la fortaleza. Toda precaución es poca, Teodato se sabe en falta y tiene miedo. Nunca ha sobresalido por su valentía, de lo contrario se hubiera enfrentado a su prima abiertamente, sin tapujos. Pero no, con alevosía ha estudiado primero el momento en el que Amalasunta estuviera

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indefensa para entrar en el palacio y llevarla prisionera a su fortaleza del lago; y sabiendo que su prima estaba sola con los gardingos, mandó a prenderla con un batallón de soldados fieles a él.
Una vez tomado el ientaculum*, la Reina, que quiere mantener en lo que pueda sus costumbres, se acerca a la cocina y pide a Sofía que le caliente agua para el baño. Contrariamente a los usos de su pueblo, ella se baña a diario; sólo cuando surge algún imprevisto o si está visitando a sus tropas o haciendo un viaje largo es cuando perdona el baño. Además de por otros motivos ha sido criticada entre algunos ostrogodos por “esa costumbre romana de bañarse”, hasta en eso se ha romanizado, no le basta con hablar latín, comer frecuentemente a la romana, escribir poemas en latín, leer a Cicerón, Tito Livio, o a cualquier otro escritorzucho latino; no le basta con haber sido amiga de Boecio, serlo del Senador Casiodoro…No, encima tiene que bañarse a diario. Una buena y honesta mujer goda no debe bañarse nada más que después del parto y de la menstruación, si quiere. Los hombres, en cambio, sólo se bañarán el día de la boda y si se han manchado excesivamente de sangre y barro tras la batalla.
Como es fácil observar, Amalasunta despierta amores y odios tanto entre su pueblo godo como entre los latinos; no es una mujer que pase desapercibida. Ya desde pequeña destacó, en el palacio de su padre Teodorico, ante el maestro que iba a enseñar a los pequeños de la Corte. Inmediatamente se dio cuenta el maestro de la inteligencia, la curiosidad intelectual y la gran capacidad de estudio de la `pequeña Amalasunta.
– Es excepcional, majestad –dijo el maestro a su madre, Audofleda-, la princesa está capacitada para todo lo que se proponga, incluso alcanzar la cima del poder. Sé que nunca podrá reinar por ella misma, las leyes lo impiden, pero sería una

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magnífica reina. En mis largos años de enseñanza nunca he tenido un alumno tan aventajado como vuestra hija.
– Lo que tiene que ser ante todo es piadosa y obedecer a su marido.
– Lo comprendo, majestad, pero si casa con un necio… Su esposo deberá ser hombre instruido y…
– Con que respete su credo…– cortó secamente Audefleda al maestro-, y ahora, puedes retirarte.
Audofleda nunca valoró la capacidad intelectual de su hija, para ella carecía de importancia el saber, pues el conocimiento sólo estaba reservado a cuatro estrafalarios; incluso en los hombres valoraba más la fuerza física que la destreza intelectual. Para ella lo importante en una mujer siempre fue la devoción religiosa y la obediencia al hombre, padre, marido o hermano. La mujer debe estar protegida por un hombre y sometida a él, lo que los romanos llaman estar tutelada, pobre de la viuda que no quiera volver a casar o ingresar en un convento.
Como princesa franca, pues Audofleda es hija de Childerico I, rey de los francos salios y de Basina de Turingia, tuvo acceso a un nivel de educación superior a sus coetáneos, hombres y mujeres, pero Audofleda lo usó para volcarse en su lucha contra la herejía arriana. Era lo único que le molestaba de su esposo, que permaneciera arriano a pesar de sus muchos intentos para convertirle a la fe verdadera del catolicismo.
Por eso cuando el maestro de Amalasunta alabó su inteligencia, Audofleda no pudo reprimir un rechazo instintivo que le hizo sentir culpable; a los hijos hay que quererlos, como así nos enseña nuestro señor Jesucristo, pues también son prójimo, pero algunos son más difíciles de querer que otros. Ese sentimiento de culpa por querer menos a su propia hija, sangre de su sangre, que a sus hijastras Ostrogota y Tiudigota, hijas de un primer matrimonio de Teodorico, lo pretendía expiar rezando constantemente en la

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capilla de palacio, o en cualquier iglesia de Rávena, aunque siempre prefirió la pequeña capilla del baptisterio neoniano. Allí se encontraba sola frente a sí misma y podía pensar en los sinsabores de la vida; bien es cierto que ella no se podía quejar, pues tuvo suerte de haber nacido princesa y ser la esposa de un gran hombre que además era rey, aun así ya se sabe que el ser humano nunca está feliz del todo y a Audofleda le atormentaba más de lo que hubiera querido la mala relación con su hija. A veces se sentaba en la parte más oscura de los ocho lados que tiene el baptisterio (uno para cada día de la semana y el octavo para conmemorar la Resurrección) y se quedaba traspuesta mirando la imponente figura de San Juan bautizando a Jesús.
Siempre acababan surgiendo excusas para el desamor hacia su hija; por ejemplo recordaba cómo de pequeña Amalasunta, cuando caía enferma, sólo quería que su padre le contase alguna historia sobre batallas en las que él hubiera intervenido, aunque no fueran muy fiables, le consolaba la voz de su padre y se creía a salvo de la enfermedad simplemente escuchando bajo las mantas cualquier historia que él le contaba, eso a su madre le dolía; también estaba el tema de la edad, sus hijastras eran de su misma edad y las consideraba como hermanas. En cambio, frente a Amalasunta sentía una especie de responsabilidad que le pesaba en el ánimo, quizás fuera porque la veía demasiado parecida a su padre, con la misma firmeza de carácter y la misma curiosidad intelectual de Teodorico. Entre los dos se entendían a la perfección, a veces hasta sin palabras se comunicaban padre e hija, cosa muy molesta para Audofleda, que notaba cómo nacía en su pecho un calor precursor de la rabia y representante de los celos.

Piensa Amala, como así la llamaba a veces su padre, en muchas cosas. El baño es buen momento para dejar libre el pensamiento, que fluyan incoherentes las ideas, los recuerdos, los miedos…

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Recuerda a su madre y le duele haberse dado cuenta del desamor que siempre la tuvo, haber sentido que sólo la quiso casi por obligación (aunque siempre sea preferible saber y conocer la verdad; cuando las emociones y sentimientos están por medio es casi mejor permanecer en la ignorancia). Con el amor tan grande que siempre sintió hacia Audofleda, a veces le parecía que le iba a estallar el pecho de cariño cuando miraba cómo su madre, sentada junto al ventanal de su pequeña y coqueta habitación de labores, bordaba primorosamente o cómo se cepillaba la larga y negra cabellera antes de meterse en la cama; casi todas las noches, Amalasunta brujuleaba a su alrededor para asistir al ritual del cepillado. Cuando su madre terminaba, se peleaba con la esclava para limpiar el cepillo o el peine que había usado. El ritual seguía con los rezos ante el crucifijo que había junto a la pequeña ventana de la habitación; las tres, arrodilladas, daban gracias a Dios por haber llegado al final del día y rogaban que la noche fuera plácida y el nuevo día sin sobresaltos. La esclava quitaba el brasero de mango largo que calentaba el lecho y Audofleda, tras despedirse de su hija, se metía en la cama. Amala marchaba a su habitación contenta por haber participado junto a su madre en los ritos que más parecían gustarle a Audofleda, el cuidado del pelo y los rezos. Para Amalasunta su madre fue el referente a imitar en casi todo; por eso le acompañaba a menudo a rezar; por eso no dudó en bautizarse como católica aunque no comprendiera muy bien eso de que el Padre y el Hijo sean una misma persona. El arrianismo, demasiado arraigado en su corazón, luchaba por permanecer en su espíritu.
Las discusiones religiosas fueron frecuentes en la juventud de la princesa goda; sus amigos Boecio y Casiodoro eran los otros integrantes del polémico y discutidor trío de estudiosos que pasaban juntos la mayor parte del tiempo. Qué alegría siente al recordar esas veraniegas tardes sentados en los jardines de la casa de Casiodoro, charlando de cualquier cosa, arreglando la situación política del momento, o intentando dilucidar cómo el

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Padre y el Hijo pueden ser el mismo dios. De pronto se sobresalta Amalasunta al percibir un aroma familiar y antiguo; es el olor dulce de las higueras y alhelíes del jardín de Casiodoro. Tan intensamente está imbuida en su recuerdo que hasta el olor parece materializarse junto a ella.
Pero no, la realidad es bien distinta, ya no son los tiempos del aprendizaje, aunque es cierto que nunca se termina de aprender, decía su padre ansioso como estaba siempre de cosas nuevas. El rey analfabeto, siempre quiso aprender. Ahora tocan tiempos de brumas, hierro y frío.
– Gracias, Sofía, ha sido un baño reconfortante, me ha terminado de quitar los restos del cansancio que tenía por no haber dormido bien. ¿Le has echado alguna hierba especial? Olía muy bien.
– No señora, sólo lleva un poco de agua de rosas que he hervido para estas ocasiones o para que se lave las manos durante la comida. Aquí al lado, en una de las casas de los labradores, hay un jardín con muchas rosas y aunque ahora no sea todavía tiempo de flores, hay un rosal que se ha adelantado y está plagado de rosas blancas. ¿Le pongo el ungüento en el pelo?
Amalasunta duda un momento y se queda pensativa, ¿merece la pena cuidarse el pelo en esas circunstancias? Realmente no tiene ganas de estar un rato con ese mejunje en la cabeza para que el pelo esté más limpio y suave. Pero como tantas veces en su vida, a pesar de su carácter, dice y hace lo contrario de lo que piensa, quiere y siente, sólo a nivel intelectual ha sido casi siempre fiel a sí misma.
– Sí, pónmelo Sofía, me sentaré en este taburete para estar a tu alcance –lo dice porque sabe el trabajo que ha tenido su cocinera-ama de compañía y cuidadora para mezclar despacio la ceniza de madera de haya con grasa de cabra.

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– Los galos, aunque un poco brutos, en algunas cosas acertaron, este ungüento es mejor que el jabón egipcio hecho a base de agua, aceite y grasa; deja el pelo mucho más sedoso. Y vos tenéis un pelo precioso, no sólo por el maravilloso color rojizo.
Es cierto, Amalasunta, como buen ejemplo de la dinastía amala, oriunda de las lejanas tierras del norte, luce una larga y ondulada cabellera pelirroja, herencia paterna y que en privado lleva suelta llegándole hasta la cintura. De su madre ha heredado la palidez de la piel, el fino óvalo de la cara y la esbeltez del talle que, junto a la elevada altura para ser una mujer, le hace parecer como salida de cualquier página de una saga nórdica. Ella ha aportado a la herencia de sus progenitores una seriedad acogedora en el trato, pasión por todo lo que le rodea, incluido el sexo contrario, gran fuerza de voluntad para el trabajo y carácter firme, configurando una personalidad sugerente y atractiva que no deja indiferente a quien la trata. Por algo su nombre significa “la fuerte Amala”.
Acostumbrada a una intensa actividad (con lo que también hace honor al significado de su dinastía, pues Amal quiere decir laborioso), no sabe cómo emplear el mucho tiempo libre del que goza en su encierro del lago Vulsinio, sobre todo por la incertidumbre de su destino que merma su característica capacidad de concentración. Pero intenta sobreponerse a la congoja agarrada al pecho con la fuerza de una zarpa y pide a sus carceleros, por medio de Sofía, que le dejen escribir; en caso afirmativo tendrán que proporcionarle algún pergamino, plumas y tinta. Por su parte Amalasunta se compromete a no intentar mandar mensajes al exterior y dejar libertad para que se lea lo escrito si es que hay alguien que sepa hacerlo. Como privilegio le han dejado tener en su encierro el libro de su amigo Boecio, pues estaba en sus manos cuando fue hecha prisionera. Se lo sabe casi de memoria, “Quien con ánimo sereno sabe poner el destino

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implacable bajo sus pies y mira impasible la mudable fortuna, permanecerá inmóvil ante la furia amenazadora del Océano…”
Teodato, aunque gran estudioso de Platón, se extrañó que no quisiera llevarse las Sagradas Páginas y prefiriera un libro profano de un filósofo para estar en la fortaleza de la isla Martana. No sabía que su prima encontraba más consuelo en las palabras de Boecio que en los escritos religiosos, fueran arrianos o no. Para ella la Filosofía estaba por encima de la religión, pero eso sólo lo sabía su querida Marcelina.
La Filosofía fue siempre el gran consuelo de la Reina que lee a los grandes griegos en su propio idioma ya que habla y escribe correctamente latín, griego, godo y franco.
Se siente orgullosa de poseer una vasta biblioteca. En sus dependencias del Palacio Real de Ravena, construido por su padre, tiene acumulados centenares de rollos, muchos de ellos originales, como los de su amigo Boecio; del matemático Marino de Nápoles, o de su otro amigo Casiodoro; de Porfirio de Tiro, filósofo griego discípulo de Plotino; y del filósofo Damascio, último integrante de la Academia de Atenas, al que invitó a vivir en Ravena cuando en el año 529, mal año aquel, el emperador Justiniano ordenó clausurar dicha Academia. También tiene escritos jurídicos, otros sobre medicina y varias versiones de las Sagradas Páginas, entre ellas la llamada Biblia de Ulfilas, obispo arriano que tradujo al godo el texto sagrado…
La Escuela de Atenas fue una escuela filosófica fundada por Platón sobre el año 388 antes de Cristo en los jardines de Academo; olivar sagrado dedicado a la diosa de la sabiduría, Atenea, a las afueras de la ciudad de Atenas. La finalidad de la Academia era profundizar y estudiar el conocimiento, también fue donde se desarrolló todo el trabajo matemático de la época. En su entrada se podía leer “Aquí no entra nadie que no sepa Geometría”. Durante novecientos años la Escuela de Atenas fue el foco del saber en occidente, manteniendo viva la llama del conocimiento y curiosidad intelectual. Fue el Alma Mater de

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numerosos filósofos y científicos, siendo el más conocido Aristóteles. Dicha escuela pasó por varias épocas, desde la Antigua con discípulos directos de Platón, la Academia Media representada por Arcesilao de Pitana y la Academia Nueva representada por Carnéades, hasta Damascio estudioso de las obras de Platón y Aristóteles, que fue el último filósofo de la Academia.
El emperador Justiniano para conseguir la hegemonía en su imperio anuló todo pensamiento contrario al suyo y supuso que la Filosofía griega era su gran enemiga, ya que hacía pensar. En el año 529 promulgó un edicto por el que se proscribieron el paganismo, el judaísmo, numerosas sectas y se prohibió la enseñanza de la Filosofía griega, ordenando cerrar la Academia de Atenas.
Así empezaron los Tiempos Oscuros dominados por la religión.

Amalasunta es católica por educación y por agradar a su madre a quien adoraba pero en su pensamiento y corazón piensa como su arriano padre y ni siquiera eso, ella tiene sus ideas al respecto de la religión que sólo sus dos grandes amigos conocen.
Hasta que llegue o no la orden de permitirle escribir, la Reina pasea por la pequeña isla convertida en cárcel; le acompaña Sofía que no siempre fue cocinera y tiene una conversación amena. Suben por el camino bordeado de romero hacia la pequeña iglesia que hay en la cumbre del promontorio central de la isla Martana. Amalasunta quiere ver la iglesia por dentro; de origen arriano ahora está dedicada al culto católico, por lo que hay un mosaico encima de la puerta de entrada que representa al Padre y al Hijo en distintas alturas, ya que aún no ha sido sustituido por el Pantocrátor que quiere poner el sacerdote encargado de la iglesia.
Hace viento y las dos mujeres aprietan el paso hacia la cumbre. Qué pena -piensa Amala-, en qué circunstancias terribles estoy conociendo esta pequeña isla; seguro que está preciosa en verano,

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quién sabe si llegaré a conocerla en esa época, pueda oler el aroma de sus flores y recrearme con la belleza del paisaje.
Llevan consigo la llave proporcionada por un soldado y abren la puerta de la iglesia; les recibe el gélido aliento de los templos cerrados, pero al menos están al abrigaño del viento que la primavera aún no ha calmado, a pesar de estar a mediados de abril.
– Me recuerda a la pequeña iglesia de mi pueblo, toda dorada.
– ¿De qué pueblo eres, Sofía? No sé nada de ti. Sólo que eres griega, nada más.
– Nací y me crié en un pequeño pueblo cercano a Plakias, en la isla de Creta. Pero la vida da muchas vueltas…
– Cuéntame, Sofía, cuéntame algo de tu vida, ¿cómo has terminado en esta otra isla tan alejada de Creta?
La cocinera es parlanchina y no hay que forzarla mucho para que se suelte a hablar. De pequeña correteaba por los campos de su aldea y, al igual que todas las niñas de su edad, ayudaba a labrar la tierra, cuidar el rebaño de ovejas familiar y a las labores de la casa. Es la tercera de cinco hermanos, tres hombres y dos mujeres. Como se llevan poco tiempo entre ellos jugaban a menudo juntos a cualquier cosa, pero lo que más le entretenía era bajar a la cercana y pequeña ciudad de Plakias y bañarse en las cálidas aguas del Egeo. Sofía siempre estaba dispuesta a acompañar a su madre al mercado para vender las famosas hortalizas de su huerta. Tras la venta paseaban un poco por la ciudad y retornaban a su aldea. Cuando tuvo edad bajaba sola a vender lo que su madre le ponía en un serón.
Un día de los que se le dio bien la venta, a buen precio y rápidamente, y ya enfilaba el camino de su pueblo de vuelta a su casa, contenta, pensando en lo guapo que era el vendedor de vinos, compañero de mercado, se fijó en un gran barco que maniobraba en el puerto y del cual desembarcaban unos soldados. Sofía vio de lejos el brillo de sus cascos y de sus armas bajando del vistoso

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barco que acababa de atracar. Curiosa, volvió a la ciudad y se dirigió al puerto para poder ver en primera fila el acontecimiento. El pequeño puerto de Plakias sólo era frecuentado por barcos de pescadores y apenas de vez en cuando por algún carguero. No le dio tiempo a llegar al puerto; los soldados que había visto de lejos estaban capturando a los jóvenes que tenían a mano; los varones serían entrenados como soldados de Bizancio y las niñas vendidas como esclavas a cualquier noble bizantino o incluso para la Corte.
Ariadna, la emperatriz bizantina de entonces, mujer intuitiva y gran conocedora de los hombres, vio con temor que el ardor de su esposo por ella ya no era el de los comienzos de su relación. No pretendía que le amase como el primer día, sabía Ariadna que eso es casi imposible, pero también sabía que si el viejo Zenón tenía a mano novedades sexuales no querría buscar más lejos, y a ella no le importaba compartir a su esposo con cualquier esclava. Así le tenía entretenido. Pero los soldados bizantinos también se dedicaban a raptar jóvenes de ambos sexos y venderlos por su cuenta a nobles o a generales para sacarse un sobre sueldo. La carne joven producía buenos dividendos. Serían destinados a esclavos, gladiadores o soldados para engrosar las filas de los ejércitos.
Cuando Sofía quiso darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor ya estaba en una de las bodegas habilitadas en la panza del barco junto a otras cuatro adolescentes de Plakias. Se sentía tan asustada que ni siquiera pudo llorar; pensaba sobre todo en su madre esperando su regreso, sentada en la puerta de la casa mirando al horizonte, con esa resignación que le caracterizaba ante uno de los frecuentes dramas de su vida. Una arruga más sería para ella el rapto de su hija, en eso quedaría su desaparición, en una gran arruga añadida a las muchas otras que surcaban su cara. Cuando se mirase en el arroyo que había detrás de la huerta se tocaría la nueva arruga y con un suspiro pronunciaría su nombre, Sofía. Menos mal que le quedaba su hermana Aspasia para

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consolarla y acompañarla; los hermanos seguro que estarían en otras cosas. Dentro de la bodega del barco Sofía quería seguir imaginando las arrugas de su madre, pero estaba tan cansada de forzar el pensamiento para no derrumbarse que se desplomó dormida sobre la paja.
– Tardé en darme cuenta de lo que pasaba, era demasiado joven y constantemente protegida por mi familia. El tiempo que estuvimos en el barco siempre será un enigma. Los mareos, las vomitonas, las llantinas y los miedos de las cinco jóvenes que estábamos en el mismo compartimento nos impidió darnos cuenta del tiempo que permanecimos en aquel barco.
Una luz cegadora abrasó los negros ojos de las jóvenes cuando las sacaron a trompicones de las entrañas de la nave. Uno de los soldados de brillante casco las condujo, en una pequeña barca, a la orilla de una playa parecida a la de Plakias. Sofía pensó si todo habría sido un mal sueño y volvía de nuevo a su casa, pero no, el rudo hablar del soldado, que parecía eternamente enfadado, la devolvió a la temida realidad del rapto. Fueron conducidas a un palacete rodeado de bellos jardines y, tras una breve charla con un gigante de pelo negro, llevadas ante una mujer.
Era Aurelia, la cuidadora de las esclavas sexuales del amo.
– Como comprenderás, mi Reina, estábamos todas aterradas. Arrancadas de nuestras familias que estábamos seguras no veríamos nunca más. NUNCA MÁS. NUNCA MÁS. No son sólo palabras, describen una situación a la que es difícil adaptarse. Estábamos muertas para nuestras familias.
Menos mal que Aurelia era una buena persona y nos hizo la estancia en la casa del senador menos mala de lo que podría haber sido.
Amalasunta escucha la historia con tanta atención que se ha olvidado por completo de su gran problema, por llamarlo así, pues ella sabe y nosotros también, que su situación es verdaderamente trágica. Pero el ser humano ante las situaciones dramáticas que

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nos depara la vida procura evadirse para no sufrir demasiado, aunque no haga nada para ello y sólo el pensamiento sea el que se ponga en marcha. En este caso, Amalasunta, se ha metido literalmente en la piel de la cocinera griega que su primo la ha asignado en su forzoso encierro. Siente el mismo desamparo que Sofía sintió cuando fue raptada y vendida a aquel senador del que la cocinera nunca supo el nombre, pues siempre se le llamaba Senador, por su profesión o puede que fuera su nombre. ¿Sería Casiodoro, que se hacía siempre llamar Senador? Todos sus escritos estaban firmados por Casiodoro Senator. Si sale del atolladero en el que se encuentra, hará averiguaciones al respecto.
Una vez instaladas todas las jóvenes en sus aposentos, consistentes en dos grandes habitaciones, una de ellas con una piscina a modo de bañera siempre a punto y otra con divanes y camas para descansar, se relajaron un poco y se durmieron. A la derecha de las camas había un gran ventanal que daba al magnífico y cuidado jardín que personalmente mimaba el senador ayudado por un hábil jardinero, a veces también Sofía se ofrecía para cortar alguna flor, podar los naranjos o cavar para plantar alguna especie nueva. Siempre le gustó la azada y en su pueblo era ella quien se encargaba de cuidar el huerto familiar.
Con tal brusquedad comenzó una nueva etapa en la vida de las cinco jóvenes.
Demetria y Sofía tuvieron más suerte que las demás pues fueron destinadas una a la cocina y otra como cuidadora de las hijas pequeñas del senador. Las otras tres participaban, a su pesar, de las grandes comidas y fiestas que se daban en la casa.
– Yo fui la destinada a cuidar de dos preciosas niñas que tenía el senador. Su madre bien poco se preocupaba de ellas, sólo de vez en cuando aparecía en las estancias infantiles y preguntaba protocolariamente por los avances de sus hijas. Desde el principio le tuve especial manía a esa mujer tan altanera, distante y poco afectuosa con sus hijas. Pero nunca se debe juzgar a nadie, eso

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ahora lo sé porque soy perra vieja. Más tarde me enteré que la Senadora, como así la llamábamos, vivía con un miedo atroz a quedarse sin hijos. Había tenido once hijos que fueron muriendo por diversas razones y sólo le quedaban esas dos niñas con las que no quería encariñarse demasiado para no sentir su pérdida, pues estaba segura que también morirían.
Cuando fui vendida al que sería mi marido y marché de la casa del senador, Livia y Daría, ya se habían convertido en dos preciosas adolescentes que gozaban de buena salud.
Para poder hacerse cargo de las niñas, a Sofía se la obligó a aprender a leer y escribir en griego, y por supuesto en latín, también tuvo que estudiar matemáticas, leer filosofía y aprenderse la Eneida y la historia de Roma haciendo hincapié en la época republicana,
– La mejor época de Roma, según el senador- dice Sofía, impostando la voz, tratando que parezca masculina.
Conoció a través de los clásicos romanos, y en especial de Marco Tulio Cicerón, su país, Grecia. Supo que había sido la cuna del saber occidental, leyó a Homero, a los trágicos griegos (Sófocles era su favorito), a Aristófanes. Plutarco le enseñó cuán grande había sido Alejandro Magno. Aprendió a amar el conocimiento y ese amor fue el que transmitió a Livia y Daría. Por supuesto las niñas tenían un maestro que vivía también en el palacio, pero su madre quería que la cuidadora también fuera instruida.
Sofía se veía a sí misma como un Virgilio cualquiera protegido por Cayo Cilnio Mecenas, pero a ella le faltaba no sólo más cultura sino inspiración para escribir. De todas formas comenzó a estar conforme con su vida; su querida aldea junto a Plakias no se le iba de la mente aunque cada vez aparecía en su memoria más desdibujada y lejana. Se imaginaba a su madre tal y como la dejó, sin esa arruga que seguro le habría salido por su ausencia.

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Persona inquieta, además de la jardinería le tomó gusto a los fogones y peroles, motivo por el que pasaba mucho tiempo ayudando a Demetria como pinche de cocina. Con el tiempo le sería muy útil todo lo que aprendió en casa del senador.
Supo que el palacio del senador se encontraba en el norte de Sicilia y que la alta y lejana montaña de nieves casi perennes era un volcán llamado Etna. Por esa zona estuvo también su compatriota Esquilo y cuando lo supo se le puso la piel como carne de gallina, con el vello erizado como cuando conoció a Gualterio, su futuro marido.

La convivencia entre godos y latinos no fue tan mala como pudiera parecer a primera vista, pues los primeros no eran tan brutos como se nos ha hecho creer, ni los segundos tan arrogantes como pretendían los primeros. De hecho los dos pueblos acabaron fusionándose, pero eso sería más tarde.
Ya se sabe que la historia está escrita por los vencedores, en este caso los bizantinos. Así vemos cómo el historiador Procopio de Cesarea, que a pesar de ser bastante objetivo no pudo resistirse a colgar los carteles de brutos a unos y arrogantes a los latinos, aunque algo de verdad sí hubiera en ambos casos.
Tampoco hay que olvidar que eran tiempos convulsos de muchos cambios, no sólo políticos sino también religiosos, se estaban perfilando los pilares del catolicismo que ganó la partida al arrianismo, la religión de los godos y de los demás pueblos bárbaros cristianizados.
Un ejemplo de convivencia fue la voluntaria colaboración del pueblo latino con los ostrogodos de Teodorico el Grande cuando estos acudieron a la llanura de Vouillé, en ayuda de los visigodos que estaban sufriendo una gran derrota infringida por los francos de Clodoveo I.
Hubo un antes y un después de Vouillé para los visigodos; en dicha batalla murió su rey Alarico II y tuvieron que replegarse hacia Hispania, cambiar la capital de Tolosa primero a Barcelona y

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después a Toledo, quedándose sólo con una pequeña franja entre los Pirineos y la costa Azul.
También hubo un antes y un después de Vouillé para las dos mujeres de la isla Martana. Amalasunta perdió a su querido Máximo, su gran amor romano, mal visto por la corte goda. Pero quién sabe, puede que su padre hubiera accedido y se habrían podido casar.
A Sofía también le influyó dicha batalla ya que hubo un grupo de visigodos que, tras la derrota, en vez de dirigirse a Hispania, como hizo la mayoría, se unieron a los ostrogodos de Teodorico y se marcharon a vivir con éstos a Italia. Al fin y al cabo, todos eran godos. Entre este grupo estaba Gualterio, que decidió bajar al sur de la península Itálica en busca de trabajo como soldado de algún ricachón que quisiera protección.
La casualidad hizo que le contratara el senador para el que trabajaba Sofía, y en la alegre tierra siciliana surgió el amor.
– La primera vez que lo vi -contaba Sofía- y me miró con sus dulces ojazos azules como el cielo en verano, me corrió un cosquilleo por todo el cuerpo… y, tonta de mí, no supe articular palabra. Asustada, corrí para esconderme de mi propia vergüenza. Era muy guapo –seguía recordando-, de anchas espaldas y largo pelo rubio. Un verdadero godo. Y tan alto que yo le llegaba por el pecho.
Cuando Gualterio hubo ahorrado el suficiente dinero para poder comprar a Sofía, lo hizo y en vez de mantenerla como esclava se casó con ella.
Estuvieron un tiempo más en Sicilia y después marcharon hacia tierras del norte donde se establecieron. Decidieron vivir en Breguzzo, pueblo alpino en el que también vivían familiares de Gualterio, allí pusieron un negocio de comidas que prosperó rápido gracias a las habilidades culinarias de Sofía.

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– Los mejores años de mi vida los pasé en esa aldea entre montañas ¡quién me lo iba a decir!, yo, que soy de mar, viviendo entre esas montañas tan altas, y tan frías, casi siempre nevadas, pero fui feliz criando a mis dos hijos. Ahora ellos tienen su propia familia y viven aún más al norte, en las lejanas y frías tierras de Scania. Iba a marcharme con ellos pero mis cansados huesos protestaron y me tuve que quedar. Más tarde pasé al servicio de vuestro primo como cocinera –se quedó pensativa-, sólo he visto a mis hijos una vez desde que marcharon con sus mujeres a comenzar sus vidas. No han salido guerreros como su padre y huyen de los constantes enfrentamientos unas veces contra los bizantinos, otras contra los latinos, o en guerras fratricidas.
No puede seguir con su relato; aunque ya lejana la muerte de su marido le sigue doliendo sobremanera en el centro del pecho, sobre todo si rememora el trance. Por ese lado está tranquila, sus hijos no son guerreros, prefieren el comercio a las armas. En algo se tenían que parecer a ella.
– Tranquila –consuela Amalasunta a Sofía-, yo también perdí a mi gran amor, Máximo. Quiso acompañar a mi padre para ganarse su favor y una francisca* le abrió la cabeza en dos. Teníamos intención de casarnos aunque fuera tarea difícil porque él era romano y no sé si sabes que una princesa goda de sangre amala sólo se puede casar con un noble godo y mejor si es de sangre amala. Por supuesto si no hubiera quien reuniese esos requisitos se buscaría simplemente entre nobles godos. Antes los matrimonios mixtos estaban prohibidos, hasta que yo derogué la prohibición.
– Cuando me dijeron que tenía que venir a la Martana de cocinera para la Reina, me advirtieron contra ti. Teodato dijo que hacéis magia, que sois medio bruja. Tenía mucho miedo y en cambio aquí estoy, cobijada entre vuestros brazos y consolada por la gran

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Amalasunta. Cuánto te tiene que envidiar vuestro primo para calumniaros así.
– Soy una mujer como todas, con los mismos sentimientos, los mismos miedos, las mismas emociones…, sólo que he tenido la suerte de nacer de padres nobles y no tengo que trabajar de sol a sol escardando, ni limpiando cochiqueras o cuidando los rebaños. He podido estudiar, instruirme, cosa muy importante para mí. Pero en cuanto al casamiento, también las nobles somos moneda de cambio para nuestros padres como parte de pactos, acuerdos, treguas, y pobre de nosotras como no tengamos hijos varones. Mira lo que me ha pasado a mí, cuando mi querido hijo Atalarico murió, me vi obligada a asociarme en el trono. La ley impide que reine sola. Mala elección hice. Pensé que mi primo sería más noble ya que por él también corre la sangre de los Amalos.
De pronto sintió un gran pesar y un atroz arrepentimiento, le recordó al miedo que sentía de pequeña cuando se tiraban al mar desde una gran roca que había al final de la playa. Al principio, delante de sus amigas se hacía siempre la valiente y se ofrecía a ser la primera pero, conforme iba trepando por la gran roca para el salto ya estaba arrepentida; su cuerpo se negaba a seguir subiendo, así que ella lo obligaba con disimulo para que nadie se diera cuenta del temblor de sus piernas. Una vez arriba, sobre la gran roca, con la roja cabellera enmarañada por el viento, miraba abajo y veía la espuma de las olas romper contra la mole de piedra. Era el momento álgido, el miedo era ya pánico, ya no podía volverse, su orgullo se lo impedía, ¿qué dirían sus amigas? Así que sin pensarlo más se tiraba con la mano apretándose la nariz para que no se le metiera mucho agua.
Ya en el agua, entre la cascada de burbujas formadas por su cuerpo y viendo que seguía viva y entera, se juraba a sí misma no volver a tirarse desde la gran roca. No merecía la pena pasar

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tanto miedo para dejar boquiabiertas a sus amigas, aunque sabía que lo volvería a hacer para presumir de valiente, era más grande su vanidad o su inconsciencia que su miedo.
Tampoco ha merecido la pena asociarse con su primo. Debería haber elegido a un buen y fiel noble godo con el que se hubiera podido casar. ¡Qué tonta ha sido!
– Vamos a echar una ojeada por la iglesia. Mira -observó Amala curiosa-, parece que han dejado un sarcófago bajo el ara ¿De quién será?
– No tengo ni idea; mira, mi Reina, en esta habitación hay un armario, pero está vacío. Antes debían guardar los hábitos religiosos.
– Sí, eso parece. Pero volvamos a la fortaleza, el frío de la iglesia se nota demasiado en los huesos.
Bajan por el lado contrario a la subida, el viento ha amainado y un poco de sol quiere acompañar a las dos mujeres que caminan muy juntas para darse abrigo, aunque los grandes nubarrones que aparecen por el norte parecen que ganarán la batalla a los tibios y titubeantes rayos de sol. Callan y piensan. Amalasunta observa el paisaje, quiere memorizarlo, ¿para qué? ¿Para describírselo a Matasunta? ¿A Marcelina? No. Quiere memorizarlo por costumbre, está habituada a estudiar y retener en su gran memoria cuanto lee o ve. Cree que el paisaje de la isla plasmado en sus retinas será el último que vea, aún así sigue haciendo el ejercicio. No sabe qué habrá tras la muerte ¿más muerte? Después de muchos razonamientos y charlas con sus amigos Boecio y Casiodoro, Amalasunta se ha hecho sus composiciones y ha llegado a la conclusión de que cuando morimos no vamos a lugar alguno sino que volvemos a la naturaleza. No recordamos ni vemos ni sentimos, hay simplemente la nada, consoladora a veces y en otros momentos aterradora. Como es lógico, son pensamientos que no exterioriza, ni sus más allegados saben cómo piensa al respecto de la muerte y la vida eterna. Cuando estaba casada con Eutarico quiso alguna vez sacar el tema para ver qué pensaba su marido,

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pero no era muy propicio a las discusiones filosófico-religiosas y se escabullía con besos. Eutarico tenía dos formas de eludir conversaciones; mediante el sexo o diciendo que estaba muy cansado y se mareaba si hablaba demasiado e incluso si escuchaba demasiado.
Era una pena que no le gustase discutir sobre cualquier tema, cosa que le apasionaba a ella. Eutarico fue más un hombre de armas que de palabras. Allá en Hispania, en su Amaya Patricia natal se hizo hombre trotando por las peñas y practicando la guerra en los cercanos campamentos romanos de Segisama Iulia y Albacastro. A base de ejercicio llegó a tener esas espaldas tan anchas sobre las que le gustaba recostarse a Amalasunta; se sentía segura junto a aquel hombretón tímido que la miraba con arrobo. Más alto que la mayoría de los godos, y mucho más que los latinos, llevaba siempre el cabello recogido en una rubia coleta, idea de su esposa que quería verle bien los azules y expresivos ojos y los hoyuelos que se le formaban en la cara cuando reía. Sí, era un buen ejemplar godo del oeste, es decir visigodo.
– Háblame de Hispania –preguntaba Amalasunta, curiosa y relajada tras una sesión de sexo.
– No sé qué decirte, es muy variada. Amaya Patricia, donde yo nací y me crié hasta los dieciocho años, es un lugar bonito, con altas peñas que forman un valle donde nace un pequeño río, el Áutruca (actual Odra), que en verano se llena de renacuajos. Mi familia, harta de guerras a pesar de su estirpe guerrera, llegó a Amaya Patricia buscando un lugar tranquilo. Se hablaba de antiguas batallas entre cántabros y romanos, pero fueron otros tiempos. Había pocos godos en esa zona ya que casi todos prefirieron quedarse en el este de Hispania, pero mi familia y varias familias más siguieron hacia el norte y llegaron a Amaya, les gustó y se quedaron. Mi madre, embarazada de mí, agradeció a mi padre, el

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noble Vitericus, que no siguiéramos buscando. Al poco de llegar nací yo y cuando tuve la edad de andar y correr aprendí a caerme y levantarme entre los riscos serenos de la gran peña. Había un grupo de niños de parecida edad que siempre jugábamos juntos. Nos hicimos amigos de unos soldados romanos del vecino campamento de Segisama Iulia, el pueblo de los canteros. Estos soldados nos enseñaron técnicas de lucha y a pesar de ser romanos nos llevábamos bien con ellos. No tenían el orgullo de su raza, sabían que la Roma de siempre llegaba a su fin. Estamos en el fin de una época. Se consideraban, ante todo, hispanos. Nos contaban historias de los tiempos de Pompeyo el Grande y del emperador Octavio Augusto que fue a Segisama Iulia con varias legiones para luchar contra los cántabros que no querían someterse al poder de Roma. Otras veces subíamos a lo alto de la gran peña y andurreábamos entre las ruinas celtas y cántabras de los antiguos moradores; nos imaginábamos enzarzados entre cántabros y romanos, luchando a brazo partido, unos a favor de Roma y otros del pueblo cántabro, cogíamos palos a modo de espadas y comenzaba la lucha. Ya sabes que esas guerras las ganó Roma, pero nosotros ignorábamos la Historia y unas veces ganaba un grupo y otras veces otro. A veces bajábamos de la peña llenos de moratones que tratábamos de esconder sin éxito a nuestras madres También nos poníamos al abrigaño para protegernos del viento y contar historias de batallas. Éramos un grupo de niños muy bien avenidos. A veces caminábamos hasta reventar, llevábamos un poco de tocino y pan y llegábamos hasta el Pisoraca (el río Pisuerga), pero eso era en verano; salíamos al alba, con nuestras talegas llenas de comida a la espalda y cuando el sol acababa de salir y estaba sobre el pico de la peña de Albacastro sabíamos que faltaba poco; los árboles que anunciaban la proximidad del río nos daban la señal para salir corriendo a ver

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quién era el primero en bañarse en las frescas aguas del Pisoraca.
– Cuéntame alguna otra historia .pedía zalamera Amalasunta.
– En otro momento, ahora quiero mirar tu hermoso cuerpo y deleitarme en él Mira, toca, estoy preparado para un nuevo asalto. Te mataré de placer.
Sería otro día cuando le contase historias sobre Pompeyo el Grande, el emperador Octavio Augusto o simplemente algunas batallas.
Eutarico acercó sus labios a los de su mujer y lentamente comenzó a lamerlos y saborearlos, retiró el rojo cabello que tapaba parte del rostro de Amala y la miró con pasión; ella se dejó caer sobre las blancas pieles que cubrían el lecho y cerró los ojos esperando las caricias que tan bien le proporcionaba Eutarico; éste sabía cómo convencerla para iniciar esos juegos que les gustaban tanto a los dos hasta llegar al clímax sexual. Mientras se acariciaban el uno al otro se cuchicheaban al oído historias inventadas, jugaban a ser otra persona, dos desconocidos que coincidían en un mercado y se gustaban; dos parientes que se reencontraban y, a escondidas de los demás, se besaban apasionadamente; otras veces jugaban a esconderse en un pajar para guarecerse de la lluvia; siempre había un juego que se susurraban al oído mientras sus manos revoloteaban por el cuerpo del otro. A Amala le excitaban las palabras, para ella el deseo nacía primero en la mente para trasladarse, después, al cuerpo. Tuvo suerte con Eutarico; supo seguirla en sus juegos eróticos sin escandalizarse por muy subidos de tono que parecieran.
Pena que muriera en la plenitud.
Los visigodos no llegaron de golpe a tierras hispanas, sino que llegaron en oleadas sucesivas a través de los Pirineos.
La familia de Flavio Eutarico Cillica era de noble sangre Amala, y entre sus antepasados se podían contar al menos dos reyes: Hermaricus y Unimundo.

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Ya se sabe que la corona entre los godos no se heredaba, sino que el rey era elegido por el consejo de nobles, ya fuera por sus dotes guerreras, por su habilidad política, por su gran personalidad o por cualquier otro motivo que le confiriera la categoría de ser Primun inter Pares. A pesar de ello el pertenecer a una familia noble en la que hubiera reyes en su árbol genealógico hacía que se tuvieran muchas posibilidades de ser elegido rey, como en el caso de Teodorico el Grande, o en el de Atalarico. Pero la Fortuna no acompañó durante mucho tiempo a Eutarico Cillica, cuando parecía que estaba todo encarrilado; cuando el Senado le admitió con la aprobación del emperador bizantino Justino y llevaba tres años siendo senador; cuando su vida familiar era plena con una esposa a la que adoraba y dos hijos que parecían asegurar la estirpe…, entonces murió en el 522, con cuarenta y dos años.
– ¿Honrarás la memoria de tu marido enterrándole con pompas católicas? –Audofleda seguía en su línea respecto a su hija-, espero que no harás caso a tu padre que sigue empeñado en no desechar la herejía arriana.
– Madre, Eutarico era arriano convencido, respetaré sus convicciones.
Ese fue todo el apoyo que recibió Amalasunta de su madre, cada vez más consumida según ella por la cabezonería de su esposo al no querer abandonar el arrianismo. Pero, según la esclava de confianza de Audofleda, estaba comida por un fuego interno que la torturaba y le llevaba a odiar su entorno; de ahí tantos rezos expiatorios, tantos mea culpa y tantas limosnas en nombre de Dios. Se la veía vagar por el inmenso Palacio Real como si no viera a nadie, con los ojos perdidos, a oscuras junto a la Columna del Abrazo (por tener un brazo pintado rodeando la columna) del primer piso, tapada con una cortina. Así horas y horas, sin hacer absolutamente nada.
Amalasunta se refugió en la compañía de sus amigos, Boecio y Casiodoro, y en la de sus hijos Matasunta y Atalarico. Gracias a ellos pudo salir del marasmo que le produjo la muerte de su

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marido. Los hijos, sobre todo si son pequeños, proporcionan fuerza ante una pérdida tan grande. Amalasunta decidió no derrumbarse y ayudar a su viejo padre en el ejercicio del poder para entregárselo a su hijo cuando estuviera preparado para ello.
Ahora, en la fortaleza de la isla Martana, le parece que todo aquel dolor de la muerte de su marido aún no se ha ido; cree encontrarlo agazapado en un rincón del pecho oprimiéndola y esperando salir al exterior rasgándole la carne. Quiere chillar, pero se contiene, no quiere que piensen que es por estar prisionera.
Es distinto del recuerdo, también doloroso, que su gran y primer amor Máximo la dejó. Era todavía una cría de trece años con todas las hormonas en efervescencia cuando su padre le dijo que Máximo había muerto en la batalla de Vouillé; creyó que moriría tras él. Fue la primera vez que tuvo esa sensación de ahogo de la que tanto hablaba su madre, no podía respirar, parecía que el aire no quería entrar en los pulmones hasta que alguien le daba unos golpes en la espalda y el azul de la cara desaparecía. También comenzó a notar dolor inaguantable en la nuca, dolor físico en el pecho y estómago, insomnio… Fueron semanas en las que Amala iba arrastrándose por el palacio igual que un fantasma. Ella misma se dio cuenta de que empezaba a parecerse demasiado a Audofleda y se asustó. Amaba mucho a su madre a pesar de conocer sus manías y defectos, pero no quería ser una segunda Audofleda, ella era distinta y así lo notaba. A pesar de ello le era imposible cambiar, salir de ese marasmo que la inmovilizaba; el nudo que sentía no le dejaba pasar la comida y apenas probaba bocado, adelgazó mucho hasta el punto de alarmar no sólo a Teodorico sino también a su madre que dejó un poco de lado los rezos para atender a su hija empeñada en ir al lugar de la batalla para buscar los restos de Máximo.

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– Tiene que comer algo y pasear por la playa –decía Teodorico a su mujer-, a ti te encargo encarecidamente que lo consigas.
– Me la puedo llevar a la iglesia de…
– No, nada de rezos, y menos entre el penetrante olor de los cirios. Haz lo que te he dicho, mujer. Cuando se reponga un poco que conozca a otro chico para que se le quite el latino de la cabeza.
– ¿Le buscamos un marido?
– Hablo de enamoriscamientos; ya habrá tiempo de maridos.
Muy a regañadientes Audofleda se encargó de ir con su hija a pasear por la orilla del mar; ella hubiera preferido pedir a Dios su curación en San Apolinar, en el Baptisterio, o en cualquiera otra iglesia, pero el arriano de su marido… ¡más que arriano parecía ateo!, se comportaba como si sólo importase lo que ocurre aquí en la Tierra. ¡Cuánto sufría Audofleda con su marido! Cómo envidiaba a su cuñada, Clotilde que convirtió al catolicismo a Clodoveo convenciéndole para que se bautizara junto a tres mil súbditos francos en la Navidad de 496.
Los pocos kilómetros que separan Ravena del Adriático los hacían madre e hija acompañadas por el primo Teodato en un buen y lujoso carro mullido para no sentir el traqueteo y no hacerse daño en los huesos. Llegaban a la orilla del mar y elegían destino, playa de San Apolinar hacia la desembocadura del Rubicón o hasta el valle del Comaquio o bien, si hacía bueno y el mar estaba tranquilo, daban un paseo en barca por todo el litoral.
Amalasunta casi siempre elegía marchar en dirección al Rubicón, aunque estuviera más lejos, ella no perdía la esperanza de llegar un día y traspasarlo, como Julio César, aunque fuera en sentido contrario.
Le gustaban estos paseos a la princesa goda, sobre todo porque iba con su madre a quien adoraba, aunque tuviera que aguantar a su primo que no la dejaba ni a sol ni a sombra y le pedía, una y otra

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vez, que le contara historias sobre Julio César, uno de sus personajes preferidos. Con trece años no es fácil captar el desamor materno; la mayoría de los hijos achaca ese desapego a la forma de ser de la madre, está cansada, no se encuentra bien, está triste, tiene muchas preocupaciones…, pero nunca piensa el hijo mi madre no me quiere. De eso se da cuenta cuando es mayor y tiene, a su vez, hijos.
Todo se le viene a la memoria en estos días aciagos, lo recuerda sin reproches, sin ira, con la tranquila frialdad que da el paso del tiempo. Sabe que no se puede quejar, a pesar de haberlo hecho muchas veces.
Ha tenido mucha suerte en su vida, aunque sólo sea por el hecho de haber nacido princesa. Pero también está agradecida por haber conocido el amor; por haber querido y haberse sentido querida; agradecida por haber sentido curiosidad intelectual y haber tenido acceso al aprendizaje. Siente gratitud por no ser ciega y poder ver los colores, por mirar el sol cuando nace y cuando tramonta, por poder ver el mar tranquilo y embravecido, así como el esplendoroso cielo, plagado de estrellas tratando inútilmente de contarlas en esas embriagadoras noches veraniegas. Está agradecida por haber tenido y mantener todavía amigos que le han escuchado, consolado y querido desinteresadamente, al menos cree que ha sido así; amigos que la han animado en momentos de flaqueza; que han comido, bebido y charlado con ella en esas inolvidables cenas en los jardines de Casiodoro o en los del palacio. Agradece a la vida además de poder ver, poder sentir el aroma de las flores, de la hierba recién cortada, el aroma fuerte de la savia de los pinos, el salitre del mar, todos los perfumes que nos rodean sin que nos demos cuenta, hasta el olor a cuadra le agrada. El único olor que le disgusta es el de las multitudes, por eso se pertrecha de un pañuelo mojado en esencia de flores cuando tiene que asistir a una reunión cortesana con sus nobles godos. El aroma a humanidad llega a ser irrespirable.

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Hasta en las terribles circunstancias en las que está, agradece poder charlar en griego con Sofía, que le dejen salir a pasear por la isla, confía en que le vayan a traer pergaminos y le dejen escribir. Cualquier recuerdo que se le venga a la cabeza quiere plasmarlo para que, al menos, su hija sepa cómo piensa su madre, cuáles son sus anhelos, cómo ha sido su vida, que sepa la verdad, su verdad por ella misma. Por supuesto Matasunta sabe casi todo de la vida de su madre, han tenido una buena relación y Amalasunta ha ejercido de transmisora de las costumbres y chascarrillos familiares y propios. Ha querido mucho a sus dos hijos, pero ha visto a Matasunta más desvalida por ser la pequeña de los dos, por ser mujer, por ser menos arisca que Atalarico…, quien sabe. El hecho es que madre e hija han estado muy unidas hasta el momento en que los soldados de Teodato la sorprendieron en su palacio y la llevaron presa a la isla Martana.
No puede remediar comparar los paseos con sus hijos por la playa de San Apolinar con los que daba con su madre cuando tuvo mal de amores. Recordaba la expresión de cansada en el rostro de Audofleda que le confería un rictus extraño, de impaciencia, con ganas de terminar el paseo. Ella, en cambio, jugaba con sus hijos a cualquier cosa sin importarle si se ensuciaban o no, a veces regresaban los tres medio mojados y llenos de arena por todas partes pero con una enorme sonrisa de satisfacción.
Tenía un poco de obsesión con no parecerse a su madre.
Procuraba no gritarles ni reñirles cuando se portaban mal o desobedecían. Siempre razonaba, nunca gritaba. Y cuando razonaba utilizaba el latín o el griego, así, poco a poco iban aprendiendo.
Esa fue otra de las quejas constantes de la nobleza goda, “educa a sus hijos como a romanos” y ellos querían que al menos Atalarico fuera el paradigma de hombre ostrogodo. También a su padre le acusaban de estar demasiado romanizado,

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latinizado, pero al gran Teodorico nadie se atrevió a echárselo en cara. La defensa que hacía Amalasunta ante esas acusaciones era siempre la misma, no pasa nada por saber demasiado, un rey tiene que saber cuánto más, mejor.
Aunque no sirvió de nada y acabaron quitándole a Atalarico para hacer de él un verdadero godo.
Fue el principio del fin.
Bajan deprisa de la iglesia, agarradas para protegerse de la fina lluvia que ha comenzado a caer. Por fin los nubarrones se han instalado sobre el lago formando una gran cúpula gris oscura que ha oscurecido el paisaje tornándolo plomizo y difuminando la línea del horizonte, por lo que apenas de distingue el cielo de las también grises aguas del lago.
Llegan a la fortaleza con las capas empapadas, menos mal que el hipocausto* está encendido así como la gran chimenea de la sala de armas donde se convive aunque ella procura estar en su habitación y en la cocina, con Sofía. No le molestan los soldados que prefieren el calor del gran salón a estar en la planta baja de la gran mole que es la torre de la fortaleza, ellos también se calientan al abrigo de la chimenea.
Amala agradece la compañía de una mujer, es mucho más consoladora, parece que las mujeres saben escuchar mejor; con los soldados apenas cruza alguna palabra de cortesía y poco más, no tiene nada en común con ellos.
Es la hora del almuerzo y mientras Sofía lo prepara Amala va a su estancia para cambiarse de ropa. Además del libro de Boecio, también le han dejado llevar dos mudas de ropa interior y otro vestido, lo que indica una estancia larga y tranquilizadora para la Reina, su primo no la quiere ver muerta demasiado pronto. Confía en aclarar este punto lo antes posible.

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Antes de subir a su estancia se quita la capa granate oscura y la pone sobre la parte del suelo por la que pasa el tiro del hipocausto para secarla, se quita las botas y se calienta los pies también sobre el suelo caliente. Es un gran invento esto del hipocausto, piensa la Reina, los romanos han sido un gran pueblo, no sé cómo han llegado a la situación actual; sí, por la corrupción tan grande, la ambición de unos pocos sin importarle que el pueblo se muera de hambre y por la apatía del resto que no ha movido un dedo para evitar los desmanes. Si logro salir viva de aquí y puedo seguir reinando prometo no caer en los mismos errores. A mí sí me importa la gente, sin distinción de razas ni religiones; si logro salir viva…
Esa frase ya no le abandona durante todo el día, “si logro salir viva”, le martillea el cerebro como si estuviera febril. Me volveré loca si sigo con este caos de emociones, recuerdos, pensamientos y miedos.
Pero no puede controlar el caos, siempre fue disciplinada y voluntariosa y si se propone doblegar un pensamiento o un deseo lo consigue. Aunque nunca se ha encontrado en la situación actual, por otra parte ¿qué conseguiría con ello? Si de verdad va a morir prefiere revivir sus recuerdos y si logra salir viva ya retomará su disciplina otra vez.
La voz de Sofía preguntándole si quiere comer en la habitación o si prefiere salir a comer la saca de sus pensamientos.
– Bajaré para comer, así me distraigo un poco.
– He preparado una buena comida, espero que te guste, reina del pueblo ostrogodo.
– Una reina en pésimas circunstancias, Sofía, sonríe Amala.
La cocinera quiere servirle la comida en la sala de armas pero Amalasunta prefiere comer con ella en la cocina.

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– Se está más caliente, la cocina es más acogedora que el gran salón, los soldados pueden comer ahí, yo prefiero comer contigo.
Ruborizada, Sofía sirve la sopa en unos cuencos de madera de boj, está muy caliente y entona el cuerpo de las dos mujeres. Tras la sopa toman un sabroso guiso de ganso de los que se crían libres en el patio de la fortaleza, cuyo alcaide, en la época en la que está presa Amalasunta, ha sido destinado a Castrum Cryptarum, uno de los pueblos ribereños del lago.
Muy de mañana Sofía sale al cobertizo que hay junto a la pared norte y deja en libertad gallinas, cabras y una vaca; las ocas y los gansos pueden entrar y salir del cobertizo por una trampilla que permanece siempre abierta, aunque frecuentemente están en el patio picoteando y sólo entran en el cobertizo para guarecerse del frío de la noche.
Al estar en una pequeña isla en medio de un lago, la fortaleza no está rodeada del foso característico de estos edificios, ni tampoco posee gruesas murallas de piedra, sino que sus muros son una doble empalizada de madera a la que se adhieren en su interior varias estancias, un cobertizo para los animales, otro cobertizo para guardar aperos, la entrada de una lóbrega bodega, la casa de los siervos que ahora está vacía pues se han marchado junto al alcaide, la casa del barquero que también está vacía y la gran leñera en la que además hay paja. En medio del patio rodeado por la empalizada se yergue la pesada mole de piedra de dos pisos que sirve de refugio en caso de ataque, pero también es la vivienda del alcaide con su familia y de Teodato, duque de Tuscia, cuando pasa temporadas en la región. Tiene varias fortalezas más diseminadas por los pueblos de la comarca pero la de la isla Martana es una de sus preferidas.

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Corre el año 535 y los primeros castillos o fortalezas medievales como los conocemos hoy aún tardarán dos siglos en construirse. Ya sabemos que son tiempos de cambios y transformaciones; una forma de pensar, sentir, vivir, de amar y hasta de morir está dejando paso a otra de costumbres muy distintas. Por lo tanto también se está transformando la manera de construir; el pueblo godo ha tenido una forma de vida seminómada hasta que se estableció en las actuales Italia y España. Antes vivían en poblados formados por chozas que abandonaban para trasladarse a otro lugar. Cuando se asentaron por fin en las dos penínsulas y se hicieron agricultores, asimilaron parte de la cultura romana adaptándola a sus costumbres. Los godos admiraban la demostración de fuerza y todo lo que recordara a ella, por lo que comenzaron a sustituir fortalezas de madera por mazacotes de piedra hasta llegar a los castillos y fortalezas medievales, como los conocemos nosotros. Pequeños burgos dentro de altas murallas donde convivían los nobles dueños del castillo, con toda una población que los servía y que, a su vez, era protegida por los soldados pertenecientes al ejército del noble, que también vivían en el castillo.
Los ostrogodos dejaron pocas edificaciones que se conserven. Se dedicaron (sobre todo Teodorico el Grande y Amalasunta) a restaurar acueductos, anfiteatros, vías, calzadas…, y todo tipo de construcciones romanas, gracias a lo cual muchas han llegado hasta nuestros días. Sí hay que destacar el gran mausoleo de Teodorico el Grande, el Baptisterio arriano y la iglesia de San Apolinar Nuevo. Todos en Rávena, capital ostrogoda.
En cuanto a los visigodos, al permanecer más tiempo en España que los ostrogodos en Italia, sí dejaron más vestigios, como son S. Juan de Baños y la iglesia rupestre de Olleros de Pisuerga, en Palencia, así como la cripta de S. Antolín de la catedral de Palencia; S. Pedro de la Nave, en Zamora; y Sta. Comba de Bande, en la provincia de Orense.

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Teodato iba a menudo a su fortaleza del lago Vulsinio, que había construido con mentalidad mixta, torre goda de piedra cercada con empalizada de madera, al estilo romano. No era el único castillo que poseía el duque de Tuscia, hombre acaudalado al que le gustaba atesorar muchas propiedades. Actitud demasiado frecuente en muchos seres humanos.
Una especie de prurito patrimonial parecía haberle atacado ya desde su juventud que le hizo ser amonestado por Teodorico y más tarde por Amalasunta. El duque de Tuscia, no contento con los bienes propios, constreñía a los dueños de las propiedades colindantes para que le cedieran parte de ellas o si no, se las quitaba a la fuerza. Motivo por el que fue acusado y condenado por Teodorico de “alienarum rerum turpis ambitio”.
Cuando Amalasunta tuvo poder por ser la regente de su hijo, se enfrentó a su primo y le ordenó que parara en la rapiña obligándole a devolver parte de lo adquirido ilegalmente.
Desde aquel día la Reina supo que tenía un enemigo más.
El ruido de las barcas al atracar en el pequeño puerto de la isla saca a Amalasunta de la somnolienta modorra; el monótono trajín de Sofía arreglando la cocina y preparando la siguiente comida relaja a la Reina hasta tal punto que apenas atiende a la conversación y sus contestaciones se han vuelto maquinales. Terminada la comida las dos mujeres charlan animadamente mientras Sofía recoge la vasa y la friega en un caldero con arena y otro con agua; junto a la iglesia hay un pequeño hueco en la tierra de donde se saca la arena para limpiar los pocos cacharros de cocina de uso diario. Amala ha perdido el hilo de la conversación y comienza a dar cabezazos, quiere ir a su habitación pero se está

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tan caliente en la cocina que no acaba de arrancar.
Un ruido de barcas en el pequeño embarcadero de la isla hace que las dos mujeres salgan a enterarse de lo que ocurre.
Dos grandes barcazas acaban de atracar trayendo fruta, verdura fresca y legumbres para unos días más y nuevos soldados de refuerzo ¿pensará mi primo que diez son pocos y ya los he envenenado? Pero no son soldados de refuerzo, sino de reemplazo. Se sorprende que los diez soldados sean sustituidos por otros diez nuevos que llegan. Mi primo está nervioso y no sabe lo que hace, no se debe fiar de nadie.
Efectivamente, los soldados que la llevaron a la isla montan en las grandes barcazas a la vez que otros, con caras de despistados, bajan a tierra firme mirándolo todo con curiosidad.
Entre los nuevos soldados, recién llegados, se destaca una capa marrón negruzca cuyo dueño es el sacerdote pedido por Amalasunta para poder tener consuelo espiritual, aunque ya sabemos que ella prefiere algún escrito filosófico y por supuesto poder hablar con Boecio, cosa del todo imposible pues hace ya diez años que ha sido ejecutado por orden de su padre, el gran Teodorico. Los hombres grandes también se equivocan.
Agradece tener alguien con quien poder contrastar opiniones, alguien que no se pliegue a su voluntad, Sofía no puede entrar en esa categoría, con sólo dos días de conversación con su Reina, pues es ya “su” Reina, está totalmente rendida a su voluntad.
La reverencia que los nuevos soldados y el sacerdote hacen a Amala, le produce un cosquilleo de placer en el estómago. No está todo perdido, si fuera así estos soldados ni me mirarían a la cara, saben que las tornas pueden cambiar, que la diosa Fortuna puede

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hacer girar la rueda y volver a tener yo el poder, o al menos perderlo Teodato.
Se inclina ante la comitiva y sonríe.
– Majestad –se adelanta el hombre de la capa marrón-, soy el sacerdote que habéis pedido. Me llamo Félix; vuestro primo el rey Teodato me ha ordenado que venga para ofreceros consuelo espiritual.
– Acomódate en un aposento del segundo piso, elige el que quieras menos en el que veas ropa sobre una banqueta, en ése no, es el mío. Me alegro mucho de que hayas podido venir.
– También creo que has pedido algo para escribir –alargó un buen rollo de pergamino y varias plumas-, la tinta tendremos que fabricarla nosotros.
– No te preocupes, en la isla hay suficientes gallarones* para hacerla.
Toma con verdadera unción el rollo de pergamino, lo huele con los ojos cerrados, una sensación placentera llena su cuerpo, como siempre le ocurre ante un pergamino en blanco; coge con su otra mano las plumas y sube a su habitación.

Teodora

Los negros ojos de la augusta emperatriz de Bizancio parecen perderse entre las flores que adornan el peristilo cercano al pabellón administrativo, también llamado edificio Dafne. Ha terminado su labor de gobierno y le gusta descansar antes de la cena. En Constantinopla la primavera llega antes que en el lago Vulsinio y los jardines están cuajados de rosas, lilas, peonías y multitud de hierbas aromáticas que al atardecer desprenden un aroma embriagador. Teodora está pensativa, no ha dicho nada,

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nadie sabe que está preocupada; sólo su fiel Eudoxia ha adivinado el motivo que atormenta a la bella emperatriz.
Teodora tiene celos.
Está en la plenitud de su belleza a la que ha sacado partido desde muy joven, sobre todo a sus ojos, esos ojos negros, infinitos, a los que mima con cariño porque sabe que son su mejor arma. Todas las mañanas, después del baño en agua de rosas, Eudoxia peina su ondulada y negra cabellera trescientas veces, para que siempre esté brillante. De tez morena, no usa polvos para emblanquecerla, prefiere su color de piel natural nutrida con aceite de argán. Largas caravanas de mulos llegan a Bizancio directamente desde Esauria, en el norte de África, cargados con las duras semillas de argán. Una vez en palacio varias mujeres especializadas en la fabricación del preciado aceite comprueban que las semillas hayan sido recolectadas directamente de los árboles y no sean producto de la digestión de las cabras, éstas tienen un olor característico a cabra que las inutilizan para fines cosméticos. Después, parten los huesos sacando las tres semillas propiamente dichas que suelen tener cada hueso. Tras machacar las semillas, forman una bola con el aceite espeso que sale de la molienda y, por último, van apretando poco a poco las bolas para extraer las gotas de un aceite claro, dorado, sin apenas olor y que es el producto definitivo para la belleza de la Emperatriz. A veces añaden pétalos de rosas, esencia de canela o semillas de clavo para que tenga un poco de perfume.
Una vez que el aceite de argán ha penetrado en todo su cuerpo y rostro, se aplica con una pequeña brocha sobre los párpados superiores una fina capa de kajal y con un palito de ébano se hace la raya por dentro del párpado inferior con kohl, así realza sus ojos y su mirada parece más soñadora. Teodora sabe que es primordial tener buen aspecto; ha comprobado que se hace más caso a las personas bien arregladas, lo aprendió siendo muy niña en los alrededores del hipódromo por cuyos subterráneos

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deambulaba junto a su hermana mayor Komito. Más tarde lo corroboró cuando ayudaba a su hermana a poner y retirar la silla en su espectáculo de contorsionista.
Cuando Teodora considera que está bien arreglada come algo de fruta y se enfunda la túnica que le tiene preparada Eudoxia y que previamente ella ha elegido. Como toda persona que ha pasado de niña apuros económicos, a Teodora le gusta adornarse con buenas y llamativas joyas, regalo no sólo de su marido, sino también de embajadores, nobles y ricos comerciantes que piden su intercesión ante el emperador.
No saben que casi siempre quien toma las decisiones es ella, Teodora, emperatriz de Bizancio y antigua prostituta en Constantinopla; la Augusta, como a ella le gusta ser llamada.
Arranca varias flores del peristilo y forma un ramo para dárselo a Justiniano cuando le vea en la cena. Es lo único que le regala a su marido, flores; flores y su cuerpo, perfecto, elástico, sensual, de treinta y cuatro sabios años que hace enloquecer a Justiniano. Ni todas las joyas del mundo valen lo suficiente para igualar el cuerpo de Teodora, aunque ella sabe muy bien que su preciado valor no es su cuerpo sino su mente, utiliza al primero para conseguir algo cuando la segunda falla.
Pero Teodora, la mujer con más poder de todo el Imperio Romano, está intranquila, se dirige al comedor privado del edificio Sygma, donde se hallan también los dormitorios imperiales, con esa preocupación que desde hace tiempo no se le quita de la cabeza ni del pecho. Ella es quien más trabaja, quien impulsa leyes que plasma posteriormente Justiniano, tiene su propio sello imperial, su propia corte, tiene su funcionarios particulares, sus escribas, pero el emperador es él. Y como tal puede pedir el divorcio y casarse con otra mujer, por ejemplo Amalasunta.

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A primera vista parece un disparate, no se conocen, sólo se escriben desde hace tiempo contándose problemas de sus respectivos reinos, preocupaciones personales o cosas nímias del día a día; pero pensándolo bien hay más afinidad entre el emperador y la reina goda que cosas que los separen, ambos son instruidos y hablan correctamente el latín y griego cultos (Amala, además habla dos lenguas más, el godo y el franco), desde pequeños han leído a grandes filósofos… , Amalasunta ha pedido protección a Bizancio y Justiniano está deseoso de proporcionársela; dicen que es muy guapa, alta, de larga cabellera roja, como Antonina la mejor amiga de Teodora. Le han llegado rumores de sus ojos penetrantes, soñadores de un azul profundo y tez de nácar, para colmo también se rumorea que la reina goda es inteligente y buena gobernadora. Lo que más le duele a Teodora es que Amalasunta sea de sangre real, con antepasados reyes, que sea princesa goda hija del gran Teodorico y de una princesa franca. Ella puede competir con la goda en casi todo, incluso es emperatriz consorte de un gran imperio, toma decisiones importantes (como en los recientes disturbios entre Verdes y Azúles, en los que gracias a Teodora su esposo se pudo mantener en el trono; Justiniano ante el cariz que tomaron los acontecimientos quería huir. Fue el coraje de Teodora el que arregló la situación llamando al mejor general del momento: Belisario), en cambio la goda es sólo reina de los ostrogodos, federados del imperio y consentidos por Bizancio. Eso será hasta que yo quiera -piensa temerosa Teodora llegando ya al comedor donde su marido la espera-. Pero no eres de sangre real, le dice una vocecita en su cabeza, ella tiene mejor genealogía que tú, aunque tú tengas más joyas, más dinero y tu poder sea más extenso.
– Las he cogido para ti. Estás siempre en mis pensamientos y espero que yo también esté en los tuyos.

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– Sabes que sí, Teodorina mía, desde que te conocí en aquella fiesta junto a Antonina y te vi al día siguiente, hilando con tu rueca, nunca he estado con otra mujer. Sólo tú eres la reina de mi cuerpo.
– ¿Y de tu mente? –preguntó suspicaz.
– Por supuesto. Pero ¿a qué viene este improvisado interrogatorio? ¿He dado muestras de abandono o indiferencia para contigo?
– No, tonto, simplemente me gusta que de vez en cuando me digas cuánto me quieres. Tengo ya treinta y cuatro años puede que no me encuentres tan deseable como antes.
– Termina pronto los dátiles. Quiero demostrarte cuanto te deseo. No sé si podré aguantarme o te arrancaré de tu triclinio y te arrastraré hasta la cama, te vas a mear de gusto.
Cuando Justiniano se excitaba le gustaba utilizar un lenguaje barriobajero que también compartía su mujer. Escuchar palabras vulgares y expresiones sólo usadas en la intimidad del lecho excitaba a ambos cónyuges. En su juventud Justiniano fue muy mujeriego, todas las mujeres eran pocas para satisfacer su apetito sexual, pero a sus cincuenta y dos años el sexo había pasado a un segundo plano siendo sustituido por las preocupaciones del imperio, además la religión católica le prohibía cometer adulterio; una ley promulgada por él mismo (pero promovida por Teodora, como la mayoría) penaba el adulterio.
Teodora nunca fue una católica convencida, a pesar de favorecer y ayudar a la Iglesia Católica reconstruyendo una de las iglesias más hermosas del mundo, Santa Sofía, ayudando a diversas comunidades religiosas y mandando construir iglesias y monasterios por todo el imperio.
Su alma pagana y su experiencia adquirida en los burdeles de Bizancio, cuando joven, consiguieron que la emperatriz supiera utilizar su cuerpo de forma magistral.

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Sólo su amiga de siempre, Antonina, esposa del general Belisario, podía hacerle sombra en el plano sexual. Así, pues, Justiniano estaba bien servido y nunca necesitó de otra mujer para calmar sus ya esporádicos ardores.
– Basta ya, Teodorina, me vas a destrozar. No soy Hércules, ni tengo la décima parte de su fuerza física. Por esta semana y me atrevería a decir que por este mes ya voy bien servido.
– Soy una loba, una leona, una perra y necesito más, más, mucho más.
En realidad Teodora no se refería a sus necesidades sexuales, era su inseguridad la que hablaba, necesitaba reforzar su poder, no sólo como emperatriz, sino como mujer en el corazón de su marido.
Amaslasunta se había cruzado en su camino y para la emperatriz de Bizancio se terminó la tranquilidad.
Y Amalasunta sin saberlo.

El Sueño de Amalasunta

“Eleva tu espíritu,
que no se hunda en la tierra tu inteligencia con el peso de la materia,
que no quede por debajo de tu cuerpo,
mientras él camina erguido”.
No hace falta que Amala consulte el libro de Boecio, lo ha releído tantas veces que se lo sabe de memoria y plasma en el que ella quiere escribir las últimas palabras del último verso de la Consolación de la Filosofía. ¡Qué agradecida le está, cuánto consuelo encuentra en su lectura!.
La luz que entra por el ventanuco de su habitación es insuficiente para poder escribir bien, por lo que decide bajar a la gran sala de armas donde hacen la vida los soldados-carceleros. Coloca la pequeña mesa rectangular, auxiliar de la grande, junto a un

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ventanal frente a la chimenea permanentemente encendida, y comienza a escribir.
En ese momento los soldados se calientan junto a la enorme chimenea del salón, callan ante la presencia de su Reina, pues así la consideran aunque sean visigodos.
Aunque esté prisionera.
No es la primera vez, ni será la última, que un rey preso recobre la libertad y vuelva a ocupar el trono. Por lo que es mejor no malquistarse con ninguno de los dos, ni con Teodato, ni con su prima. No están muy bien enterados de los motivos por los que Teodato ha encerrado a su prima, lo poco que saben es lo que les han dicho los soldados ostrogodos que los han conducido a la isla, pero no se fían mucho de dichos soldados por ser fieles a Teodato, de todas formas sus sentimientos están divididos; lo han hablado mucho entre ellos paseando por la orilla del lago, unas veces piensan que Teodato ha hecho bien en recluir a su prima en la isla, al fin y al cabo es una mujer, circunstancia que la incapacita para reinar; en cambio, otras veces, creen que Amalasunta tiene razón cuando quiere que todos los godos aprendan a leer y escribir. Aunque, bien mirado, ¿para qué sirve? Si casi nadie necesita ni siquiera rubricar documento alguno y si hiciera falta para eso están los escribas que redactan de maravilla y con poner tan sólo una cruz debajo del nombre es más que suficiente. Aprender a leer y escribir quita demasiado tiempo, tan necesario para practicar el arte de la lucha con la espada, la lanza, el hacha y el arco sobre el caballo, cosas útiles de verdad. Pero –tercia otro soldado- si no se sabe leer ni escribir, ¿cómo sabremos lo que pone en un documento? ¿Y las leyes? ¿Expresan de verdad lo que se nos dice? Tenemos que fiarnos a ciegas, aunque sean mentira. Creo que es una forma de estar vendido en manos de los que sí saben al menos leer, es como un ciego que no ve y se tiene que fiar de lo que se le dice. Callan otra vez dejándose salpicar los pies por

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las pequeñas olas de la orilla, rumian los soldados la última frase de su camarada sin saber muy bien cómo digerirla.
Félix, el sacerdote enviado por su primo, ha recolectado y machacado varios gallarones para hacer la tinta negra a la que ha añadido unas gotas de vino agrio como fijación, la pone en un recipiente de cerámica y se la entrega a la Reina. Para hacer la recolecta de gallarones ha tenido que pedir prestado el bote atracado en el pequeño puerto natural que hay en la parte noroeste de la isla e ir hasta la isla de al lado llamada Bisentina, un poco mayor que la Martana, donde hay un bosque de grandes robles que le han proporcionado los gallarones. Le acompañó un soldado, por motivos de seguridad, no sólo del sacerdote sino para tener la certeza de que no se comunicara con el exterior, es decir seguridad para Teodato.
Amalasunta le hace una pequeña reverencia a modo de agradecimiento por haberle traído los útiles de escritura que le permitirán plasmar algún pensamiento o escribir una historia. Es entonces cuando se fija en el sacerdote y le parece que ve a Máximo, su gran primer amor. Está casi segura de que sería muy parecido a Félix si siguiera viviendo si aquél hacha francisca no le hubiera partido la cabeza en dos. El mismo pelo ondulado, negro de joven y ya plateado, los mismos ojos negros, las mismas espaldas. Qué extraña es la vida –piensa la Reina-, la imagen de Máximo muriendo me ha estado atormentando durante muchos años, aunque no haya presenciado su muerte sí he visto visiones como relámpagos de Máximo con la francisca clavada en la cabeza, tambaleándose hasta caer desangrado sobre su propio charco de sangre. Y ahora que soy yo quien tiene la espada pendiendo sobre mi cabeza, Máximo viene a verme en forma de sacerdote católico. ¿Será una señal de que pronto me reuniré con él? ¿Qué pasa cuando morimos?, interiormente creo que no pasa nada, volvemos simplemente a la tierra y nada más. Puede que me equivoque y sí veamos a nuestros seres queridos, no lo creo pero ¡quién sabe!

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Como es lógico Amala sólo ha hablado del tema con sus amigos del alma, Boecio y Casiodoro. Con nadie más se ha atrevido a expresar sus pensamientos religiosos, que no son ni arrianos, sino ateos y producirían gran escándalo. Está tentada de comenzar una discusión religiosa con Félix, el sacerdote que le ha enviado su primo, sólo por el gusto de provocarle, pero son tantas sus ganas de comenzar a escribir que lo pospone para otro momento, si lo hay.
Toma en sus manos el cuenco con la tinta, afila bien la pluma de ganso, desenrolla el pergamino, se sienta en una silla frente a la mesita auxiliar y comienza a escribir,
“Tengo una ilusión, no sé qué pasará con mi vida, me es igual, tengo una gran ilusión. A primera vista parece fácil de conseguir pero cuando se intenta la cosa se complica. Exponerlo es bien sencillo, consiste en aunar mis dos culturas, fusionar la cultura latina con la goda. Tomar lo mejor de cada una y si puede ser también añadir algo de las culturas griega y bizantina.
Una verdadera mezcla.
A mi esposo, Eutarico, no le gustaban las mezclas, decía que las ovejas tenían que estar con ovejas, las vacas con las de su especie, y los hombres con los de su misma raza, educación, religión y cultura. No le gustaban las mezclas que consideraba como experimentos peligrosos o, al menos, arriesgados. Decía que “los experimentos con agua del Pisoraca”.
En cambio a mí me parecen enriquecedoras, creo que de la mezcla de personas sale una nueva raza reforzada, sin taras, más inteligente, con mayor facilidad para adaptarse a cualquier circunstancia. La Naturaleza es sabia y nos enseña casi todo lo importante, podemos comprobar que ante cualquier temporal de nieve, viento o lluvia, sobrevive mejor el frágil junco, la insignificante hierba que el árbol más alto y fuerte, pues éste no se aviene a las circunstancias sino que ofrece resistencia a las inclemencias y acaba partiéndose porque no se adapta. Si un ejército sólo tuviera armas de una clase, perdería todas las

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batallas; es necesario que haya caballería e infantería con muchas clases de armas estratégicamente dispuestas. Si desde pequeños vivimos todos mezclados no nos extrañarían las diferencias. Ya estaríamos acostumbrados.
Qué felices seríamos todos, si en vez de buscar la confrontación buscáramos la afinidad, al fin y al cabo somos sólo personas. Al fusionar las costumbres de uno y otro pueblo acabarían mezclándose de tal forma que no se podría distinguir a qué pueblo se pertenece. Para llegar a esta situación lo primero es mezclarse las personas, propiciar los matrimonios mixtos que estaban prohibidos, así los hijos y nietos de estos matrimonios verán como normales costumbres propias de cada uno de sus progenitores.
Que ambos pueblos frecuenten tanto las iglesias arrianas como las católicas y no permanezcan separados como apestados.
Ya he comenzado esta futura unidad derogando algunas leyes de mi padre que considero injustas, como por ejemplo la ley que prohíbe a los latinos tener cuchillos y sólo permite a los godos la tenencia de armas. ¿Cómo pueden comer sin cortar los alimentos? Los godos nos hemos educado, ya no somos aquellos gautas que salimos de Götaland, ni siquiera los mismos que vivimos junto al Ponto Euxino, ni aquellos godos bajo el gobierno de nuestro primer rey, Athanerik.
Por ese motivo ordené derogar la ley que prohibía los matrimonios mixtos, entre godo y latina, o entre goda y judío, de ahora en adelante podrán contraer matrimonio quien quiera y sea libre para hacerlo.
Otro sueño que tengo es que mi pueblo no sea analfabeto, que aprenda a leer, a escribir y entienda lo que lea. La figura del escribano debe desaparecer o quedar circunscrita a la Corte. Todos los Godos, al menos los del Este, tienen que valerse por sí mismos para escribir, leer y entender cualquier documento.

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Se debe construir una gran escuela para instruir y formar maestros que viajen por todo el reino y enseñen a los niños pequeños al menos los conocimientos básicos de las letras y de las ciencias. He observado que los niños pequeños son como esponjas, todo lo absorben y lo aprenden enseguida. Esa gran escuela estará en Rávena o Roma, o puede que en las dos ciudades; será la Escuela Mater de la que salgan riadas de maestros, incluso también hacia Hispania, para enseñar a los visigodos”.
Tengo que pensar bien cómo estructurar la Escuela Mater –deja de escribir mientras echa arena sobre la tinta para que seque, y se queda pensativa mirando por el gran ventanal con la vista vaga, hacia el horizonte, donde está el pueblo de Visentium-, me cuesta concentrarme pero al menos he arrancado. Continuaré después.
Las últimas luces del día reflejadas sobre el lago transforman sus aguas en una gran superficie dorada y plateada por la que parece poderse andar. Los pescadores vuelven con la pesca hacia el puerto de Visentium, donde multitud de personas esperan para comprar pescado, recién capturado; esa jornada ha sido buena para la pesca de lucios y anguilas; pero en el lago también hay truchas y otros peces de agua dulce.
– Antes que anochezca del todo voy a dar un paseo por la orilla, ¿vienes Sofía?
– Bien quisiera ir con vos, pero estoy limpiando la verdura que han traído fresca y quiero hacerla para la cena, también he matado cinco pollos para guisarlos a la griega.
– ¿Puedo ir yo? – Intervino Félix, el sacerdote.
– Si quieres, no seré yo quien te lo impida. Tendremos que abrigarnos un poco, esta refrescando un poco. Y cojamos también una antorcha por si oscurece del todo.
Salen los dos embozados con sus respectivas capas y bajan hasta la orilla del lago.

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– Vamos a dar un paseo por la orilla, quiero ver la vida que hay en los pueblos, parecen tan cercanos que hasta se puede escuchar el murmullo de la gente cuando el viento es propicio.
Félix asiente y comienzan la marcha en silencio, ninguno se atreve a romperlo. Las primeras estrellas aparecen en el inmenso cielo que ya es cobalto intenso, como los ojos de la Reina. Ha sido un día frío pero luminoso, típico de primavera, con la característica bruma matinal que se forma en el lago para luego desaparecer dejando paso a un cielo azul claro.
Aún se aprecian resquicios de ese cielo; son jirones más claros entremezclados con el cobalto cada vez más oscuro y con alguna franja rojiza creando un aspecto irreal.
Se sientan sobre una gran piedra volcánica de las muchas que hay en la isla, pues todo el lago es de origen volcánico, así como la cercana cadena colinar formada por los montes Volsinos.
Amala mira con una mezcla de tristeza y curiosidad las luces que salen del interior de las casas de Castrum Cryptarum, la antigua Tiro de los etruscos, el pueblo que está frente a ellos. Piensa en la gente que habita sus casas, unos estarán preparando el condumio para cenar, otros dando de comer a sus animales, ordeñando el ganado, otros estarán ya acostados y puede que amándose o quién sabe si peleándose. Pero todos están viviendo. Ella también vive, por ahora. Se acuerda de su querida Marce y vuelve a su machacona plegaria: “Marce, llama a Justiniano, llámale, por favor”.
¿Qué estarán haciendo los suyos? Quiere pensar que están todos bien y se imagina a su hija, Matasunta, jugando con Fryda y con los otros perros y a Marcelina riñendo a Matasunta para que se siente a la mesa que, como siempre, será abundante y sabrosa.
La voz del religioso le saca de su ensimismamiento.

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– Señora, cuando quieras seguimos el paseo, nos enfriaremos si nos quedamos más tiempo aquí sentados. La verdad es que la vista es muy bonita, pero está muy oscurecido.
– Tienes razón, ya daremos la vuelta a la isla completa en otro momento, si se puede. ¿Has visitado la pequeña iglesia que hay en la isla? –Pregunta Amalasunta para desechar el miedo que le produce la idea de si tendrá o no otro momento de volver a la pequeña iglesia de la isla.
– Pues no, aún no me ha dado tiempo, aunque conocí al sacerdote que oficiaba los servicios religiosos, vivía en la isla Bisentina donde también se ocupaba de la iglesia que hay allí. Era muy mayor y enfermó, así que se fue a su pueblo natal para morir. Creo que las dos iglesias están vacantes esperando que algún otro párroco quiera hacerse cargo de ellas. Yo lo estoy pensando y puede que le pida a nuestro obispo Cerbonio que me deje ser el sacerdote de las islas. Veremos qué dice.
– Ya llegamos, a ver qué nos ha hecho Sofía para cenar, es una gran cocinera. En eso no me puedo quejar, mi primo no parece que quiera matarme de hambre y esperemos que de ninguna otra cosa.
Dejan las capas en sus respectivas habitaciones y bajan a cenar a la cocina, junto a Sofía. El sacerdote prefiere unirse a las mujeres que comer con la soldadesca, además de la conversación, que promete ser más amena, está el asunto del frío húmedo que se respira en toda la isla incluido el interior de la fortaleza. Aunque en el espacioso salón además del hipocausto haya una gran chimenea constantemente avivada caldeando la estancia, la cocina es más reducida y como el hogar está también siempre encendido el calor es mayor.
Sofía sirve un gran plato que pone en medio de la mesa para que puedan acceder todos los comensales que en la cocina son tres. Lleva otros dos grandes y humeantes platos para los soldados. Son

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coles y puerros cocidos rehogados con piñones y ajos.
Somos como una gran familia –piensa Amala mientras toma con su mano derecha una porción de la mezcla de verduras y se lo lleva a la boca-, podría vivir así mucho tiempo. Arreglaría la iglesia y construiría una casa junto a ella para que el sacerdote encargado de la misma pudiera vivir, si quisiera, así no tendría que desplazarse hasta la otra isla, -sigue Amalasunta dándole vueltas a la historia, siempre le han gustado las elucubraciones acerca de personas, edificaciones o situaciones. Sabe que lo que piensa o sueña es difícil realizarlo, es solamente eso, un juego; pero le gusta ése juego que se apodera de ella en numerosas ocasiones-. También mandaría agrandar y adecentar el pequeño puerto de la isla y pondría, al menos, una embarcación que realizara el trayecto hasta la costa para no estar tan aislados. Quién sabe, puede que sí haya una barca y mi primo la haya quitado para evitar tentaciones. Como es lógico enviaría a por Matasunta, Marce y los perros.
– Esta realmente delicioso, Sofía. Nunca me ha parecido tan sabrosa la col.
– Sí, está muy buena –dice también el sacerdote que come a dos carrillos.
– Recuerdo que cuando fui madre de Atalarico y de Matasunta, me daban mucha col para comer porque dicen que ayuda a tener más leche.
– Eso he oído –contesta Sofía que no para en la banqueta, levantándose constantemente para comprobar cómo va el guiso que servirá después y atendiendo otra cazuela que hay en una trébede junto al puchero del guiso.
– El pan también está muy bueno.
– Es de farro –aclara Sofía. Sí, ya sé que ahora se estila más el de otro cereal, como la cebada o el trigo, pero a mí el farro me gusta mucho.
– ¿Lo has hecho hoy? –pregunta la Reina conociendo ya la respuesta, pero quiere hacer sentir bien a la cocinera por su esfuerzo. Es bueno alabar el trabajo bien hecho aunque sea la

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obligación de cada cual. Lo fácil es decir lo que se hace mal y a la Reina no le gusta lo fácil.
Cuando el plato central está vacío Sofía lo retira y trae en su lugar un cuenco grande con el guiso de pollo al estilo griego. Reparte los cuencos y las cucharas de madera y deja junto al cuenco del guiso una cuchara grande, que aún se sigue llamando con el nombre latino de lígula*, para que cada cual se sirva lo que guste. Como es lógico los soldados también tienen la misma comida.
– Está buenísimo, Sofía, te doy la enhorabuena. No sé si mi primo quiere que esté tan bien alimentada, no es propio de una prisionera.
– Mucha gracias, lo hago muy gustosa. Ya que debemos estar en esta fortaleza, al menos que tengamos buena comida.
– La salsa está deliciosa.
– La he hecho con leche agria, muy usada allá por mi tierra.
El sacerdote calla y asiente con la cabeza, parece que sea la primera vez que come caliente.
– Señora, antes en el paseo me has preguntado si conocía la iglesia de la isla. Y no, no la conozco, pero me gustaría hacerlo. He oído rumores de que están escondidos los restos de una joven mártir muerta hace muchos años. Estaba sepultada en el vecino pueblo de Castrum Cryptarum, pero ante el miedo de que se perdiera su cuerpo durante todas las invasiones sufridas, creo que la escondieron en esta isla.
– Somos todo oídos, ¿verdad, Sofía? Queremos escuchar todo lo concerniente a esa joven mártir.
– Eso será después del dulce que he hecho para terminar la comida y acompañar al vino sin aguar.

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Toman un nuevo dulce que ni Amala ni Félix habían probado anteriormente, pencas de acelgas fritas rehogadas con miel y canela, ¡hasta canela había en la cocina! Se sorprenden gratamente con su sabor y comienzan con el vino y la charla. Momento que aprovecha Sofía para recoger la mesa y fregar los cacharros; primero los mete en un balde con arena y después en otro con agua.
– He escuchado –comienza el sacerdote-, que allá cerca del año doscientos, siendo emperador Settimino Severo, vivía en el pueblo de Tiro una jovencita de once años llamada Cristina. Tan hermosa era que su padre, un oficial del emperador llamado Urbano, no la dejaba salir de la torre en la que vivía, ni siquiera aunque fuera acompañada de muchas sirvientas. Y eso que no sabía todavía que era cristiana. Cuando lo supo la obligó a renunciar a su fe, primero por las buenas y no lo consiguió. Así que la flageló y después la entregó a las autoridades que la torturaron y encarcelaron en una lóbrega mazmorra para que meditara y se decidiera a la renuncia. Ella seguía firme en sus creencias, triste pero firme; un día acudieron a la mazmorra tres ángeles para consolarla y cuidarla.
Sofía, enganchada ya por la historia de la santa, deja los cacharros y suspira. Ya los terminaré de fregar mañana, yo no tengo ángeles que me ayuden. Siga, siga ya me callo.
– Pero ella no renuncia a su fe –sigue Félix dándose importancia-, por lo que es conducida al suplicio final. Le atan una gran piedra al cuello y la tiran a las aguas del lago. Pero la piedra, sostenida por los ángeles, flotó hasta la orilla donde llegó Cristina sana y con su fe intacta. Al poco, el padre muere y es de nuevo apresada y torturada, siempre sin obtener el resultado deseado, hasta que un día la matan con una lanza.

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– Pobrecilla –comentan ambas mujeres, solidarizándose con la niña-, cuanto sufrimiento.
– En su pueblo empezaron a venerarla, pues decían que una vieja recobró la vista cuando se lo pidió a la virgen mártir Cristina. Por eso guardaron sus restos en una cripta, sin enterrarla bajo tierra, y cuando los hérulos de Odoacro ocuparon las tierras del Imperio, trasladaron sus huesos aquí a la isla Martana. Lo lógico es que estén en la pequeña iglesia.
– Qué historia tan interesante –comenta Amala que piensa en su hija Matasunta, aunque sea seis años mayor de los que tendría Cristina al morir, piensa en ella. ¿Cómo estará? ¡Marce, ponte en contacto con Justiniano, sé buena y recibe mi pensamiento!
Quedan los tres un rato pensando cada cual en sus cosas hasta que el murmullo de la charla de los soldados los saca de su ensimismamiento. El vino y la buena comida propicia alegres conversaciones y si es junto a un buen fuego o sentado en el suelo de un buen hipocausto se asemeja un poco a la felicidad.
Todas las mañanas, de madrugada, antes de comenzar con los quehaceres diarios, Sofía acarrea la leña que considera suficiente para encender el fuego que alimenta el hipocausto. En el suelo de una pequeña estancia, situada junto a la gran sala de la chimenea, hay un hueco rectangular de un metro por un metro y medio de tamaño, más o menos. Dicho hueco está cerrado por una trampilla que se abre para poder atizar el hipocausto, y del que parte el tiro de la chimenea que recorre, como si fueran varios túneles, el suelo de la gran sala de armas y las estancias de dormir. En la pared de una de las habitaciones del segundo piso hay una chapa para poder abrir o cerrar el tiro de la chimenea; de ésta forma, cuando desde la estancia contigua se enciende la leña del hipocausto, y mientras se está atizando, el tiro debe permanecer abierto para que el fuego arda bien. Una vez terminada de quemar toda la leña, o la paja, se empuja la chapa de la pared (llamada

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tiro) un poco hacia adentro para cerrarla, también se cierra la trampilla del suelo de la pequeña habitación contigua para que el calor se quede en los túneles del suelo y paredes, entre las dos chapas.
A los soldados que están en la fortaleza Martana, vigilando a la Reina, les gusta atizar el hipocausto pues les recuerda a los de sus lejanos pueblos, por ello han eximido a la cocinera del acarreo de leña, encendido y vigilancia del fuego. De esta forma se entretienen por las mañanas durante dos o tres horas y como son un poco exagerados echando tanta leña hay partes del suelo de la gran sala que están muy calientes.
Cuando la conversación en la cocina languidece, Amala se traslada a su mesita junto al gran ventanal de la sala de la chimenea y saca sus bártulos para escribir otro poco. Está demasiado espabilada para poder dormir, tiene miedo a la noche e intentará aprovechar al máximo las horas nocturnas para concentrarse en su escritura.
Los soldados se van a acostar, menos los dos que hacen guardia; también se van a acostar Sofía, que está derrengada y piensa caer en el catre como un plomo y Félix, el sacerdote, dice también estar muy cansado.
Bajo la luz de una antorcha, en silencio, queda pensativa Amalasunta. ¿Qué ha hecho mal? ¿En qué se ha equivocado? En querer la unificación de los dos pueblos no, desde luego. Cuando se siente algo muy dentro del corazón y se persiste en dicho sentimiento hay que intentar realizarlo, con seguridad se está en el buen camino. Amala siempre sintió una necesidad imperiosa de realizar su sueño unificador que ya había manifestado a la muerte de su padre, cuando accedió al trono como madre y regente del rey, su hijo, Atalarico.
Entonces envió unas misivas en ese sentido, aunque para que se tomaran más en cuenta, las envió en nombre de Atalarico, el rey. Una se la envió a Justino, el entonces emperador de Bizancio; otra

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al Senado de Roma, remachando la ascendencia Amala de Atalarico e intentando reanudar buenas relaciones con el Senado, para lo cual envió al conde Sigismero con el deber de prestar juramento al Senado “porque queremos mantener inviolablemente aquello que prometemos con público empeño”. Tras la muerte de Boecio y Símaco dichas relaciones se habían enfriado bastante.
Envió otra carta al pueblo Romano prometiendo respetar la Justicia y tener la misma clemencia para godos y romanos. Otra fue para diversos romanos asignados a la península Itálica y a Dalmacia solicitando el pleno consenso entre los dos pueblos; envió una carta para diversos godos asignados a la península Itálica, a quienes el pequeño rey se presenta como heredero del viejo rey Teodorico. Otra misiva fue enviada a Liberio, prefecto del pretorio en las Galias, ofreciéndole consuelo por la muerte de su abuelo (no hay que olvidar que las cartas se enviaron en nombre de Atalarico), pues era gran amigo de éste. Y por último envió otras cartas al gobernador, a la corte de Ravena y a todos los provinciales asignados a las Galias, con la recomendación de que “los godos ofrezcan juramento a los romanos y éstos confirmen con juramentos a los godos de ser, todos juntos, devotos de nuestro reino”.
Todos parecían contentos.
“Debí haber huido cuando Ubaldo, Gumersindo y Teodomiro, se rebelaron contra mi poder por ser mujer, e intentaron sublevar a sus soldados contra mí. Cualquiera de ellos quería ser el rey de los ostrogodos; debí haber escapado a Bizancio y dejar que se masacraran entre ellos. Entonces fue cuando comenzaron a ser más frecuentes las epístolas entre Justiniano y yo, a pesar de que entre el pueblo ya se murmuraba…, siempre se ha murmurado la existencia de negociaciones entre el emperador y yo. Pero el pueblo murmura sin fundamento, sólo por el placer de cuchichear

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de cualquiera y ¿quién mejor que su reina para hacerlo? Los vecinos están demasiado vistos y criticados.
Todos esperaban, tanto en Roma como en Ravena, que al quedarme viuda, volviera rápidamente a elegir esposo para que me ayudara a gobernar. “No puede hacerlo ella sola, ¡es una mujer!” se escuchaba en cada esquina de cada calle de cada ciudad. “Es demasiada responsabilidad sobre sus espaldas, necesita a su lado un rey que tome las riendas y, llegado el caso, tenga mano dura”, escuchaban mis espías diseminados por todo el reino. Por ellos, precisamente, me enteré de la conspiración de Teodomiro, Ubaldo y Gumersindo, tres de los más importantes “pares” de los ostrogodos que se preparaban para derrocarme y con seguridad matarme.
No tuve más remedio, no me dejaron otra alternativa que adelantarme y demostrar mano dura mandándolos decapitar, yo hubiera querido hacerlo a plena luz del día y en medio de la gran plaza de Teodorico, pero mis consejeros dijeron que era mejor enviarlos a una misión y que allí murieran; de manera que los mandé a los Alpes con el pretexto de que los francos estaban a punto de invadirnos. Con la muerte de los tres “pares” se terminó la conjura y demostré que no me importaba ejecutar con tal de mantener al pueblo ostrogodo unido. Así lo expresé en el discurso que, a modo de explicación, no de excusa, dirigí desde las gradas del Palacio Real, a mi gente.
Ahora sólo recuerdo retazos.
“Los godos somos un gran pueblo, hemos conquistado muchos territorios gracias a nuestra unidad. Hasta con los godos que se han asentado más al oeste estamos en buenas relaciones considerándonos un solo pueblo. Cuando éstos han querido escindirse del pueblo godo de Teodorico se equivocaron y esa equivocación la han pagado en sus carnes, han sido derrotados y se han visto en la necesidad de reducir su reino.

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A los godos no nos importa dónde estemos, qué territorio hayamos conquistado o en qué país nos hayamos establecido. Lo importante, lo primordial, no es la tierra sino el pueblo; no es la casa sino las personas que conforman el hogar, esa es la idiosincrasia o esencia del pueblo godo. Podemos cambiar de lugar, de dinastía, de actividad, nos podremos convertir en sedentarios, pero siempre seremos el pueblo godo. De forma que cuando en el seno de nuestro pueblo surge un ánimo diluyente, alguien que quiere dividirnos, debe ser eliminado, aunque haya demostrado coraje en la batalla, debe ser apartado del pueblo. Porque una cosa es asimilación de costumbres beneficiosas y otra bien distinta es división pura y dura.
Pensad, para terminar, que quienes os gobiernan lo hacemos siempre en nombre del pueblo godo, somos reyes de los godos, no de Hispania, Galia, Dalmacia, o de cualquier otro territorio, sino simple y llanamente reyes de los godos, allá donde estemos.
¡Viva el Pueblo Godo! ¡Vivan los Godos del Este!”.
Se fija Amalasunta en la historiada clepsidra sujeta por una especie de argolla a uno de los grisáceos muros de la estancia, a la derecha de la gran chimenea que aún permanece encendida. El agua de la clepsidra ha llegado casi a la mitad de su capacidad, quiere decir que ha transcurrido un poco menos de tiempo del que queda para que amanezca. Cada noche, cuando por fin la oscuridad se hace negra, un soldado, o ahora el sacerdote, revisa que tenga suficiente agua el reloj y lo pone en la posición adecuada para comenzar a contar las horas de oscuridad. Cuando el agua torna a su fin significa que la noche está a punto de terminar y que por el este comienza a clarear el cielo; con las últimas gotas de la clepsidra aparecen los primeros rayos de sol. En los días nublados o lluviosos, sobre todo si son invernales, hay que llenar con un poco más de agua la clepsidra debido a que la oscuridad es mayor y las noches más largas. Es frecuente que en plazas y junto a los muros de iglesias, palacios, fortalezas y casas señoriales haya un reloj de

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pie para el día, ya que funciona con sol, y dentro de la casa una clepsidra para la noche. En la fortaleza del lago el reloj de pie está en un extremo de la plaza de armas.
Amala decide recoger su pergamino y marchar a dormir pero, de pronto, un dolor entre el estómago y el pecho, que reconoce perfectamente por no ser la primera vez en padecerlo, hace que se quede parada junto a la chimenea para ver si se le pasa. Es la ansiedad concentrada, como si fuera una piedra ardiente oprimiéndola bajo el esternón y que achaca a su incertidumbre. Estaba distraída escribiendo, sin acordarse de que está presa, pero en sólo un segundo ha vuelto a la realidad y ha comenzado el dolor que, finalmente, le hace desenrollar otra vez el pergamino y desplegar sus aperos de escritura para seguir plasmando sueños, inquietudes, recuerdos…
“Creo recordar que no mencioné en aquel discurso la mano firme con la que actué pues lo dejé bien claro con la decapitación de los conjurados. Mi mano fue firme pero mis emociones se desbordaron en la soledad de mi estancia recordando las tres cabezas de los conjurados que fueron traídas a mi presencia; la expresión inánime de sus acuosos ojos abiertos, indicando sorpresa o terror, no lo supe distinguir bien, me impresionó sobremanera. Sólo quise mirar lo imprescindible para cerciórame que fueran ellos. Di las gracias a sus ejecutores, también les di unos sólidos de oro, recién acuñados en nuestras cecas de Ravena y de Roma con la efigie de Atalarico y en el reverso las inscripciones de costumbre: “Felix Ravenna” e “Invicta Roma”. Cuando estuve sola me eché sobre el lecho y por fin el llanto pudo aflorar; estuve toda la noche llorando sin poder parar. Esa parte del ejercicio del poder no la quería, no me gustaba, es más, me repelía, nunca he sido amiga de la violencia, sé que la mayoría de las veces todo se puede arreglar transigiendo, dialogando. Pero el poder es así y hay que aceptarlo entero, no se puede apartar lo que no gusta; el poder tiene esas dos vertientes, por un lado

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puede ser excelso, pero por otro destroza y envilece el alma de quien lo ejerce, no para conseguirlo (es otra historia), sino simplemente para usarlo y administrarlo. El poder se va apoderando de la persona y la ofusca, la trastorna, la obnubila haciendo que cambien sus valores, la envanece de tal forma que acaba sintiéndose portadora de la verdad absoluta, terreno peligroso ese de la verdad absoluta. Sabemos que, de existir, sólo un Ser podría ser portador de la verdad absoluta.
Es muy difícil dejar el poder cuando ya se ostenta y se ha probado su dulzor. A pesar de ello yo pensé en abandonar el poder y huir a Bizancio, no con el tesoro de los godos, como mis enemigos han dicho. No me hacía falta, tan sólo lo suficiente para el sustento del viaje y mantenerme los primeros días en la capital del Imperio. Tengo recursos para ganar mi oro sin tener que robarlo a mi pueblo. Además estoy segura de que Justiniano me habría ayudado económicamente, a pesar de Teodora y a pesar de lo tacaño que pueda ser a veces.
No, a mí no me ha podido la ambición sino el afán de proteger a los míos y el miedo a terminar como mi tía Amalafrida, la hermana de mi padre, torturada antes de ser asesinada por carecer de poder.
El poder es un arma de dos filos, por un lado protege pero por otro es objeto de codicia; yo sólo pensé que siendo reina me protegería de otras conspiraciones pues tenía mecanismos de defensa para ello. Debí haber escapado, no pensé que el daño vendría precisamente de quien favorecí uniéndolo al trono.
Pero fui tonta y no huí, a pesar de haber ordenado que un barco me esperara en Epidamno, la primera ciudad bizantina en la que ya me protegía el emperador.
Pero no hui…”
Ya seguiré en otro momento y añade esa coletilla que desde el comienzo de su encierro usa hasta la saciedad, “si es que ese otro momento llega para mí”. Enciende un hachón nuevo y sube a su

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estancia para intentar dormir algo o al menos descansar
Amalasunta no huyó porque se creyó a salvo tras la muerte de los tres jefes que conspiraban contra ella, creyó que con la muerte de Ubaldo, Teodomiro y Gumersindo se terminarían las conjuras de los disidentes. No pensó que su primo fuera el cuarto conjurado, sobre todo porque acababa de ser unido al trono para cogobernar juntos.
Cuando su hijo Atalarico mostró los primeros síntomas de su enfermedad mortal, los consejeros de Amalasunta, con Casiodoro a la cabeza, le aconsejaron que ante un posible desenlace fatal de la enfermedad del pequeño rey (como así ocurrió), se casara con un noble godo o uniera a su primo, también de la dinastía Amala, al trono. Un cambio de leyes para que las mujeres pudieran gobernar solas era impensable entre el pueblo godo.
Amala no quería volver a casarse (el asunto de Justiniano era otra historia, si el emperador le pedía en matrimonio, debía doblegarse y aceptarle. Pero todo eran conjeturas y habladurías), por lo que eligió a su primo para unirlo al trono y correinar juntos.

Tusciae Rex

Es fácil tomar la decisión acertada a posteriori, cuando ha pasado tiempo desde que han ocurrido los hechos por los que más tarde nos arrepentimos. En el momento de la disyuntiva lo hacemos pensando que elegimos la mejor opción, será más tarde cuando confirmemos la bondad de nuestra elección o nos rasguemos las vestiduras por haber sido tan tontos de haber hecho aquello que ahora aparece ante nuestros ojos como claramente erróneo.

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Desde que Amalasunta está presa en la fortaleza Martana, no hace más que reprocharse el haber elegido la opción equivocada. Recuerda que allá, muy en el fondo a la izquierda de su corazón, una vocecita le advertía contra su primo y le decía que no era de fiar, que huyese tal y como había pensado en un principio o bien se casase con un noble godo que estuviera a su altura intelectual y con el que pudiera conversar de cualquier tema en las largas noches de invierno. Pero tanto su razón como los consejeros que le ayudaban a tomar decisiones de gobierno, inclinaron la balanza a favor de la opción segunda, unir a su primo como corregente.
Incluso algún consejero insinuó a Teodato que pidiera la nulidad de su matrimonio con Ermenfrida para casar con Amalasunta. Mas se quedó únicamente en eso, en una leve insinuación que cuando la Reina tuvo conocimiento de ésa supuesta solución, rechazó de plano; el sólo pensamiento de consumar el matrimonio con su primo le produjo un asco infinito. Por un momento cruzó por su pensamiento la cara de Teodato sobre la suya mirándola con sus ojos bizcos, besuqueándola, palpándola los senos e intentando penetrarla con la torpeza que le caracteriza en todos sus actos, y le entraron ganas de vomitar. No, no la obligarían a casar con Teodato, no valía tanto el trono como para aguantar eso. A pesar de ser una mujer bastante sosa, la esposa de su primo parecía quererlo, o por lo menos aguantarlo. No sería ella quien se interpusiera entre los dos y mucho menos obligar a su primo a anular o ignorar su matrimonio
Repulsión es el adjetivo que mejor caracteriza lo que siempre ha sentido Amala por su primo.

Sin embargo, años después, comenzaría a circular una versión opuesta a la realidad, cuyo responsable fue Gregorio, obispo de Tours e historiador de la iglesia de los francos y de Auvernia. En su “Historia Francorum” arremete contra Amalasunta como si

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tuviera algo personal contra ella, cosa del todo imposible pues el obispo nació tres años después de morir Amalasunta.
Esa aparente escrupulosidad con la que narra sus crónicas desaparece respecto a ciertos personajes y momentos.
Uno de ellos es la reina Goda.
Es cierto que cuando se refiere a hechos acontecidos antes de que empezara a narrar su Historia Francorum escribe de oídas, pero también es cierto que hace más caso de algunas historias que de otras, sin contrastar las fuentes. De todas formas lo verdaderamente importante para el obispo de Tours era la fe, el dogma católico y desde el punto de vista religioso narra los hechos anteriores y contemporáneos suyos. Así vemos que se empecina en describir a Amalasunta y a su madre Audofleda como arrianas recalcitrantes, cuando es sabido que eran católicas; Amala por amor a su madre y ésta por ser princesa merovingia de rito católico amiga de Clotilde, responsable de la conversión al rito católico de su marido Clodoveo I y de tres mil francos más, un veinticinco de diciembre del año 496
El rito católico estaba en expansión entre los francos en detrimento del rito arriano. Quienes siguieron siendo arrianos convencidos fueron el padre de Amala, Teodorico el Grande, y Eutarico Cillica, su esposo; sin embargo Gregorio de Tours nada peyorativo escribe de ellos; en este caso achaca a las mujeres la poca influencia intencionada que ejercieron sobre sus esposos para que éstos abandonaran la herejía arriana y se convirtieran al catolicismo que desde el concilio de Nicea era la doctrina dominante.
El obispo de Tours sigue fabulando contra Amala para desprestigiar su imagen y el recuerdo que pueda tener de ella la Historia utilizando el principio tan usado de “calumnia que algo queda”. Y como lo escrito por el obispo franco ha sido uno de los pilares en los que se han sustentado muchos de los historiadores para describir y referir hechos y personas de la Europa del siglo

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VI, las mentiras del obispo han ido pasando de generación en generación dando por buena la información de Gregorio, hasta llegar a nuestros días, en los que, tímidamente, se está poniendo en duda parte de la Historia Francorum.
Además de considerar a Amalasunta arriana, que para el de Tours es algo gravísimo, también propagó otra serie de mentiras, como el matrimonio de Amala con un esclavo llamado Traguilla, al que su madre Audofleda mandó asesinar cuando se enteró de que se habían casado en secreto. A pesar de ser falso, este dato se puede todavía encontrar en alguna enciclopedia actual.
Otro tanto ocurre con su primo al que se describe como rey de los ostrogodos por su “matrimonio” con la reina Amalasunta, y se suele añadir “a pesar de estar casado”, dando a entender que su prima le obligó a contraer matrimonio con ella para poder seguir reinando en la península Itálica. Esta versión semioficial deja en muy mal lugar a Amala, pues no sólo aparece como ambiciosa sino como irreverente que desprecia las leyes al obligar a su primo a ser bígamo.
No se puede saber si Gregorio de Tours tenía conocimiento de la frecuente figura de la corregencia, ya conocida y practicada en el antiguo Egipto, suponemos que sí pero no quiso hacerse eco de la misma en este caso concreto y prefirió hacer bígamo a Teodato e irreverente con la ley a Amalasunta.
Otra cosa que el obispo franco no perdonó a Amala fue el apoyo que proporcionó a los visigodos de Hispania contra los francos a los que él defendía a ultranza por ser también él franco. Pero lo que de verdad le molestaba al de Tours era la retahíla de alabanzas tanto personales como intelectuales que escuchaba a la gente del pueblo y las que leyó en escritos contemporáneos de la Reina, sobre todo a Casiodoro. Los adjetivos más usados junto al nombre de Amalasunta eran buena, inteligente, culta, muy guapa, deseable, buena gobernante… Para él, religioso medieval al uso, una mujer no debía destacar, debía ser sumisa, estar a lo que se le

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ordenara, aunque fuera noble, a la sombra de un hombre que la guiase. Para él los varones son de superior inteligencia; las mujeres son tentadoras ya que a través del sexo consiguen cuanto se proponen, esa es su única habilidad. Era frecuente escuchar en las iglesias y conventos medievales arengas contra el pecado de la carne y, por ende, contra la mujer como incitadora del pecado que más atormentaba a monjes y religiosos de la época.
Gregorio de Tours no iba a ser menos.

Teodato no perdonó ni una sola de las consideradas por él afrentas recibidas por parte de Teodorico o de su hija. Puntilloso al máximo iba echando en un saco imaginario los resentimientos siempre presentes en su alma. Era un saco que sólo se llenaba y nunca vaciaba. Y cuando un resentido detenta el poder, ya sea mucho o poco, lo utiliza para su venganza personal. Ya desde pequeño, cuando correteaba por el palacio de su tío Teodorico y éste le reprendía por algo, comenzó a llenar su saco. Ni siquiera su madre Amalafrida podía llamarle la atención y reconvenirle cuando hacía algo indebido, se lo tomaba muy a mal.
Como es fácil suponer, en ese saco imaginario de afrentas había muchas de su prima Amalasunta. Cinco años mayor que él y conviviendo en el mismo palacio de Rávena ella lo mangoneaba como si fuera su hermana mayor; sin saber que su primo estaba enamorado de ella casi desde que tuvo uso de razón.
Por las noches la espiaba cuando Amala estaba en la habitación de su madre viendo cómo la esclava cepillaba el cabello a Audofleda y cómo después rezaban madre e hija. La misma esclava acompañaba a la princesa hasta su dormitorio, calentaba la cama con la tumbilla y la peinaba un poco el largo y rojizo cabello. Después, su prima se metía corriendo, de un salto, en la cama y se tapaba hasta los ojos, sin sospechar que la mayoría de las veces su primo

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Teo entraba sigilosamente en su dormitorio y se quedaba mirándola hasta escuchar el sonido regular de la respiración de Amalasunta, indicando que dormía.
Después de esas aventuras nocturnas, Teodato, se iba a dormir tranquilo. Nunca se atrevió a hacerse notar por miedo a las reprimendas que tan mal llevó siempre. Como era pequeño y pocos le hacían caso en el palacio de su tío en Rávena, donde vivía grandes temporadas con su madre Amalafrida y su hermana pequeña Amalaberga, se acostumbró a mimetizarse con el mobiliario y entre las grandes columnas del palacio. Andaba, silencioso, como un gato, apareciendo de pronto junto a cualquiera dándole un susto de muerte, cosa que alegraba al niño.
Muchas mañanas, cuando su prima ya se había levantado, vestido y salido de su habitación, entraba Teodato y se metía en la cama para soñar y respirar el aroma dejado por Amala. A veces se quedaba dormido y así le encontraba la sirvienta que iba a arreglar la habitación y hacer la cama.
Nadie se percató de la obsesión que el niño sentía por su prima.
Fue el primero que se dio cuenta de la pasión surgida entre Amala y Máximo, no le pasaron desapercibidas las ardientes miradas con que su prima obsequiaba al latino. Alguna vez los sorprendió besándose en la oscuridad del jardín palaciego o apoyados contra alguna de las grandes columnas que circundaban el grandioso atrio del palacio. Se arrepentía enormemente de ser tan joven, quería poder estar en el lugar de Máximo al que odiaba con todas sus fuerzas. El romano, con su sola presencia, era capaz de llenar el saco de los rencores aunque no le hubiera hecho nada. Uno de los días más felices de su vida fue cuando llegó la noticia de la muerte de Máximo en la batalla de Vouillé. Antes de alegrarse quiso cerciorarse, pero cuando vio a su prima vagar por el palacio como un fantasma supo que era verdad y una risa nerviosa comenzó a

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llenarle el pecho obligándole a expulsarla. Un rival menos.
Entonces ideó hacerse el imprescindible, buscaba a su prima para que le explicara los textos de Platón, del que se haría un estudioso o le contara historias de la Roma republicana, sobre todo de Julio César, o cómo murió Boecio, al que también comenzó a admirar. Sabía lo aplicada y amante del estudio que siempre fue su prima y con su afán imitatorio Teodato comenzó a interesarse por los estudios, en especial por la Filosofía y la Historia, quería ser tan culto como su Amalasunta.
– Anda, Amala, cuéntame cómo se fundó Cartago, así cuando vuelva junto
a mi padre, a su palacio cartaginés, podré presumir delante suya, aunque sé que no valora mucho los conocimientos, pero…
– Si ya te lo contado muchas veces, Teo, qué pesado eres.
– Ya sé que me lo has contado pero no me acuerdo muy bien, te prometo
que esta será la última vez. Anda. Sé buena.
Y Amala se sentaba, con paciencia, sobre el suelo caliente del hipocausto de la sala familiar palaciega. Su primo, muy callado, sentado junto a ella y reposando la cabeza sobre las piernas de la princesa goda la escuchaba embelesado.
– Como ya te he dicho más de tres veces, cuenta la leyenda que Cartago fue fundada por la princesa Dido, hermana de Pigmalión, rey de Tiro, hombre ambicioso que codiciaba el tesoro de Siqueo, esposo de Dido. Como hermano mayor y rey la obligó a que le revelase el lugar donde guardaba su cuñado el tesoro que poseía. Pero Dido, que no tenía un pelo de tonta, engañó a su hermano y le indicó otro lugar; mientras, ella desenterró el tesoro y huyó con unos servidores y un séquito de doncellas.
– ¿Qué pasó con Siqueo? ¿Por qué no huyó con ella?

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– Sabes muy bien Teo –éste lo sabía perfectamente- que a Siqueo lo mató Pigmalión antes de ir a por el tesoro que, por supuesto, no encontró. Haz el favor de no interrumpirme más o no te contaré ninguna otra historia.
– Me callaré, no te preocupes, sigue por favor, por favor.
– Dido embarcó y llegó al norte de África hasta la región habitada por una tribu de libios cuyo rey era Jarbas al que pidió hospitalidad y un trozo de tierra para poder asentarse con su séquito. El rey contestó que le daría tanta tierra como ella pudiera abarcar en una piel de toro; pero ya sabemos que Dido era muy lista y con la piel de toro hizo finísimas tiras con las que pudo abarcar un extenso perímetro dentro del cual hizo erigir una fortaleza a la que llamó Birsa y más tarde se llamó Cartago.
– ¿Qué pasó después?
– Conoces la historia mejor que yo, Teo, otro día continuamos con los amores de Dido y Eneas, hoy estoy cansada.
– Gracias, prima, me gusta mucho cómo cuentas las historias.
Teodato abrazó a su prima, restregó su cabeza en un gesto cariñoso y se marchó a la sala de estudio para llegar a ser tan instruido como ella. Teodorico el Grande, a pesar de ser casi analfabeto tenía mucha curiosidad por el aprendizaje y obligaba a todos los niños que vivieran en su palacio a aprender, al menos, lo más rudimentario de la enseñanza. Por eso cuando construyó su gran palacio cuyas obras revisaba personalmente, se cercioró de que hubiera una buena biblioteca y junto a ella una gran sala de estudio para poder estudiar con tranquilidad y otra sala para recibir enseñanza. Siempre había en palacio dos maestros, al menos, para poder atender la demanda escolástica. A pesar de sus muchas actividades, Teodorico estuvo constantemente pendiente del aprendizaje infantil; prefería maestros griegos pues tenían fama de ser los más instruidos y los mejores enseñantes.

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En su encierro del lago Vulsinio, la todavía reina recuerda a su primo de pequeño frecuentemente pegado a ella y parecía que queriéndola. ¿Qué es lo que ha cambiado entre los dos? ¿Es sólo cuestión de poder? ¿A qué obedece este encierro? Amalasunta cree que ha sido el miedo el motor incitador de la actuación de su primo, por mucho que le dé vueltas no acierta a comprender los motivos por los que la ha encerrado en la fortaleza Martana.
Pero ¿miedo a qué?
Al unirlo al trono y hacerlo rey de los ostrogodos le ha regalado la más alta posición que se puede tener en un reino, en el caso del reino ostrogodo sólo debe dar explicaciones al Imperio y a su emperador, Justiniano. Si algo perturba el ánimo de Teodato, que mire hacia Bizancio, pues es de donde puede venir el peligro, no de Amalasunta que con la muerte de los tres nobles godos ha superado con creces sus acciones violentas. Está muy arrepentida de haberlos mandado ejecutar, no porque le remuerda la conciencia, es la Reina y por lo tanto dueña de las vidas de sus súbditos, es por sus familias, por sus esposas que han quedado indefensas.
En el siglo VI las ejecuciones ordenadas por el rey o por la autoridad eclesiástica del lugar, no se consideraban ni delitos ni pecados sino el ejercicio normal del cargo que ostentaban. Los primeros por ser considerados descendientes del rey David y de Jesucristo, y los segundos por ser los representantes de la verdadera fe, del vicario de Cristo que a su vez es el representante de Dios en la Tierra y poseedores de la verdad absoluta.
No, el arrepentimiento de la Reina viene del daño causado a las familias de los tres ejecutados. La figura masculina es fundamental en la sociedad goda y si desaparece el padre, el hermano o el hijo mayor, la mujer tiene que volver a casarse si está en la edad o debe profesar en un convento; si permanece sola será objeto de murmuraciones. Piensa, Amala, en la desventura de las esposas de los “pares”  godos, obligadas a contraer nuevo

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matrimonio para poder sacar a sus hijos adelante, pues los tres tenían descendencia
Por muchas razones hubiera sido mejor haber embarcado desde Rávena hasta Epidamno y Bizancio y haber pedido el amparo del emperador. Pero no lo hizo y ahora está presa de su primo en la fortaleza del lago Vulsinio..
Puede que el miedo de su primo hacia ella se base en que sea él quien tuviera intenciones espurias. Aún a su encierro del lago le han llegado noticias de los desmanes que Teodato lleva a cabo entre ostrogodos y latinos, rapiñando todo lo que puede e impartiendo injusticia en los tribunales.
Pero no se siente de corcho como cuando murieron sus seres queridos, ahora se nota dolorida, con esa sensación física de opresión en el pecho tan habitual en los últimos tiempos de su vida. Se lo merece, piensa mirando las tranquilas aguas del lago, se lo merece por haber bajado la guardia y no haberse dado cuenta de que tenía el enemigo junto a ella, precisamente a quien ha encumbrado. Podía haber elegido el matrimonio con un noble en lugar de unir al trono al ambicioso y cobarde de su primo. Se lo merece por haber sabido y, a pesar de ello, permanecer inmóvil en una especie de limbo en el que se sucedieron los acontecimientos fatales que la han llevado a su situación actual. Amalasunta sabe que su dolor se agudizará sin dar lugar a que se cronifique, y espera, espera como un castigo las consecuencias de su anterior inmovilismo producto de autoexcusas.

El rey de bisoja mirada, “el Bisojo”, como es vulgarmente apodado, es una persona resentida, así lo manifiesta en el ejercicio de su autoridad, pero además se ha rodeado de una corte de hambrientos de poder y avarientos de dinero que lo aconsejan conforme a sus propios intereses, sin importarles las necesidades del pueblo godo. Sólo han tenido una preocupación desde que Teodato ha subido al trono, preocupación compartida por el rey,

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que el emperador no se entere de nada de lo que suceda en el reino ostrogodo.
Por ese motivo cuando el senador Alejandro llegó a la península Itálica, junto a los obispos Demetrio de Filipo e Ipacio de Éfeso, embajadores enviados por Justiniano desde Bizancio, el flamante rey ostrogodo intentó distraerles con un programa apretado de actividades. A los obispos los envió a Roma para que participaran y discutieran cuestiones teológicas en la curia romana; al embajador Alejandro, lo acompañó a Rávena para que se entrevistara con Amalasunta, verdadero motivo del viaje, pues Justiniano estaba preocupado por la tardanza de la Reina en llegar a tierras del Imperio. Oficialmente el motivo de la entrevista era “la cuestión de Lilibeum” (actual Marsala) y otros asuntos. El Lilibeum era un problema que venía coleando desde el gobierno de Teodorico pero que le estalló a Amalasunta cuando era la Reina, como tutora de su hijo.
Aunque había perdido parte de su antiguo esplendor (“splendidissima civitas”, la llamaba Cicerón cuándo fue cuestor en Sicilia) como ciudad más importante de Sicilia, Lilibeum seguía siendo una de las ciudades claves de la isla por su situación estratégica y ser la ciudad más cercana a las costa africanas.
Cuando Amalafrida, hermana de Teodorico, se casó, el rey godo le entregó a su hermana, como dote, la ciudad de Lilibeum. Al enviudar y volver a casar con Trasamundo, rey de los vándalos, la ciudad pasó a ser gobernada por el segundo marido de Amalafrida. Al morir primero Trasamundo, y después ser asesinada Amalafrida, la ciudad debía ser restituida a la corona goda, pero los vándalos no quisieron devolver tan importante ciudad ya que su gran flota tenía como centro el puerto de Lilibeum.
Por otro lado a Bizancio, como a todo gran imperio, le llegó la hora de la expansión conquistando territorio tras territorio, país tras país; primero marchó contra el enemigo más débil, el pueblo

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vándalo, que demostraba ya su rotunda decadencia bajo el gobierno de su rey Gelimer. Los vándalos aún conservaban el sur de Hispania, el norte de África con capital en Cartago y algunas ciudades en Sicilia, entre ellas Lilibeum, de la que no se querían deshacer a pesar de pertenecer a los godos, en concreto a Atalarico, el pequeño rey hijo de Amala.
Ante esa situación, la reina goda decidió ayudar indirectamente a Bizancio, permitiendo que el general bizantino Belisario y su flota se guarecieran en puertos sicilianos como paso previo a la invasión contra los vándalos de África y, posteriormente, del sur de Hispania.
Tras la derrota de los vándalos, los bizantinos atracaron su flota en Lilibeum quedándose en lugar de los vándalos, cosa que no gustó nada en la corte goda de Rávena considerándolo como un abuso contra el rey niño, Atalarico.
Gran diplomática, Amalasunta, no quiso nunca enfrentarse al Imperio Romano de Oriente del que dependía su reino. Nunca se sabe si alguna vez se decidiría a viajar hasta Constantinopla en busca de refugio, si fuera otra vez necesario. Pero aprovechaba sin dudar un segundo cualquier minucia para hacer frente a Bizancio, aunque fuera en pequeñas cosas. Por eso acogió a diez desertores hunos huidos del campo vandálico que se refugiaron en Campania. Se puso de acuerdo con Uliano, gobernador godo de Nápoles (la antigua Parténope), para esconderlos y más tarde los alistó en su ejército que luchaba contra los gépidos, en el frente balcánico, cerca de Sirmium.
Eran mercenarios contratados por los vándalos, por lo tanto al perder la guerra contra Belisario se rescindió el contrato quedando libres para alistarse en otro ejército. Pero los bizantinos opinaban de distinta manera considerándolos prisioneros de guerra, igual que otros vándalos, por lo que reclamó su entrega insistentemente ante la corte de Rávena, sin obtener resultado alguno.

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Por último, Amala tuvo que escuchar otra queja de los labios del embajador Alejandro: en la campaña de godos contra gépidos, persiguiendo los primeros la retaguardia gépida, entraron en territorio bizantino llegando hasta la ciudad de Graciana, atacando a sus habitantes. Lo que fue considerado por Justiniano una violación injustificada, y con razón.
Tras la exposición de todos estos pequeños conflictos, Alejandro pasó al tema principal, al que verdaderamente le había llevado a Rávena, el retraso del viaje de Amala a Epidamno y le entregó una carta de Justiniano con todos los temas ya expuestos por el embajador, incluida la inquietud del emperador por la seguridad de la Reina.
Con sus profundos ojos azules miró detenidamente al embajador y, sonriéndolo, le invitó a pasar unos días de descanso en la corte goda de Rávena, habilitando la estancia destinada a los huéspedes importantes.
– Espero que estés cómodo, te hará bien estar unos días de asueto. Así podré
preparar tranquilamente la contestación al emperador.
A pesar de estar acostumbrado al lujo de la corte bizantina, Alejandro se sorprendió gratamente con la acogedora decoración de la habitación y la serenidad que en ella se podía respirar, pero lo que más llamó su atención fue el gran mosaico que decoraba el muro frente a la cama; se trata de una gran cenefa de mosaicos pegada a la pared encima de un arcón en el que se guarda la ropa de la cama. Es un esmerado mosaico característico del arte godo representando la llegada de Teodorico a Rávena que ocupa una banda cercana a los dos metros de ancho y que va de lado a lado de la pared. Es de los pocos mosaicos con motivos civiles que hay en el palacio Real de Rávena; casi todos los mosaicos, y son muchos, son de carácter religioso como el gran mural de la entrada representando a los apóstoles.

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En casi todas las estancias palaciegas hay algún motivo grande o pequeño, a modo de cuadro, hecho con pequeños mosaicos característicos de la época. También los suelos de la mayoría de habitaciones están decorados con mosaicos; como el dormitorio de Amalasunta, en cuyo piso aparecen dibujadas las nueve musas. Ella ha puesto el lecho de forma que a los lados del mismo estén Clío, musa de la Historia y Euterpe, musa de la Música, así lo primero que hace al despertar es saludar a sus dos musas preferidas.
Cuánto añora su habitación con sus queridos muebles de nogal, oscuros, sobrios pero confortables. No se puede quejar de la habitación que tiene en la fortaleza Martana, pero añora despertarse en su cama, saludar a sus musas, asomarse al balcón que hay a la derecha y ver a lo lejos el mar, tan azul, tan tranquilo como está siempre el Adriático, tan ensoñador…Y qué bonito es su gran armario, con su ropa bien ordenada y dos grandes cajones, abajo, en los que guarda la ropa de la cama. A la izquierda, el tocador con los afeites que usa para acicalarse, su gran peine de plata, y a la derecha el bonito espejo en el que tantas veces se ha mirado y se ha gustado. Siente especial cariño por ese espejo con la trasera adornada de mosaicos azules y dorados como si fueran olas marinas; fue un regalo de su medio hermana Tiudigota cuando Amala cumplió once años y comenzó a menstruar.
– Ya eres toda una mocita casadera – se presentó con el regalo en la habitación
de su hermanita.
– Aún me queda mucho para casarme, antes debo aprender muchas cosas- contestó Amala muy seria, para parecer más mayor-. Además, pensándolo bien, no quiero casarme, te obligan a hacerlo con hombres que no conoces y son muy viejos.
– Tonta pero luego te gusta, yo tampoco quería casarme con Alarico II, pero cuando lo conocí, acabé enamorándome de él.

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– Y ¿para qué sirve el matrimonio? –Preguntó Amala, ignorante en ese tema.
– Pues para muchas cosas -contestó su hermanastra, mayor que Amala-. Si logras vivir sin la familia de tu esposo y tienes casa propia, eres la dueña de tu casa y puedes mandar en los esclavos. Si hay una suegra por medio…, es otro asunto. Claro, depende de cómo sea, yo he tenido suerte con mi suegra Ragnagilda, no interfiere en nuestras vidas…
– Pero, para algo más servirá el matrimonio, digo yo, porque para ser dueña de una casa…Ya no soy tan pequeña Tiudigota, he escuchado conversaciones y algo me imagino, pero quiero que alguien de confianza me lo diga y no me mientas, sabes que te lo noto en seguida.
– Sé a lo que te refieres Amala –Tiudigota baja la voz y cierra bien la puerta de la habitación para contestar-. Ahora todavía eres muy joven, aunque hayas empezado a menstruar. Ya verás cómo a partir de ahora te cambiará el cuerpo, te crecerán los pechos y te gustará tocarlos, aún más, que un joven guapo te los toque –no me interrumpas-. También ensancharán tus caderas, tomando las formas de mujer. Y empezarás a notar como un cosquilleo entre las piernas, en tu sexo, que se cubrirá de vello, en tu caso rojizo porque eres pelirroja, yo como soy morena, lo tengo negro.
– ¡Negro! –se admira la niña-, ¡a ver, enséñamelo!
– No seas tonta, Amala, es igual que el tuyo pero con vello.
– Sólo quiero saber cómo será el mío cuando crezca.
– Si nos ve alguien, ¿qué creerá? Va a pensar lo que no es.
– Mira, Tiudigota, cierro la puerta con el pestillo, ya no puede entrar nadie –y de un brinco se acercó a la bonita puerta de nogal para echar el pestillo.
– Bueno, pero sólo un poco y a modo didáctico, como te guasta decir a ti.

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Su hermanastra se subió la túnica y se bajó, un poco, los pantalones blancos y estrechos al estilo godo que llevaba debajo descubriendo un pubis poblado con el vello negro, rizado, característico de las partes sexuales.
Amalasunta, con sus once años recién cumplidos se maravilló del pubis de su hermana, tan poblado, tan negro, tan rizado. ¡Ella quería tenerlo igual!, ¡quería tenerlo ya!, sin esperar, ¡ahora!, que le creciera el vello de un día para otro.
– Tendrás que esperar un poco, hermana, al menos unos meses. Pero no te impacientes, que todo llega. De todas formas con esto de enseñarnos nuestras partes pudendas se me ha olvidado que el motivo de venir a tu habitación es el regalo de tu cumpleaños, mira, este espejo que mi suegra me regaló hace tiempo, perteneció a Gala Placidia.
– Gracias hermana. ¡De Gala Placidia! Siempre me ha gustado visitar su mausoleo y rezar por su alma.
Se fundieron en un abrazo maternal del que estaba tan necesitada la princesa goda; tenía más confianza con Tiudigota que con su madre, Audofleda sólo le hablaba de rezos y demonios.
Cuando se quedó sola aún estaba sorprendida por el pubis de su hermana, era el primero que veía perteneciente a una mujer mayor y, como una autómata, cogió el espejo de Gala Placidia que acababa de regalarle su hermana y se observó con detenimiento su pelona entrepierna. Inmediatamente notó cómo la envidia entraba en su cuerpo.
Aunque fueran medio hermanas y se llevaran ocho o nueve años Tiudigota y Amalasunta estaban muy unidas, sobre todo cuando la reina visigoda enviudó de Alarico II y volvió a vivir en la corte ostrogoda de su padre, en Rávena.

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Su otra hermanastra, Ostrogota un poco mayor que Tiudigota, tuvo menos relación con Amala por vivir al sur de la Galia al estar casada desde muy joven con Segismundo, rey burgundio.
Recuerda cada minuto de su infancia; ya se ha convertido en una vieja que se acuerda más de su niñez que de lo pasado el día anterior. Estoy vieja y cansada, piensa Amala, que esa noche finalmente no ha podido dormir y se la ha pasado pensando y rememorando caóticamente momentos de su vida, sin conexión entre ellos. Ya queda poco para que comience a clarear, siempre lo hace por la derecha del ventanal que da al lago, el agua de la clepsidra está a punto de terminarse y su espíritu, que ha estado en su palacio de Rávena, donde casi siempre ha sido feliz, regresa a la triste realidad de la isla Martana.
Amala sigue sin saber la respuesta que se hizo al comenzar la noche. ¿Qué pasó entre ella y su primo para llegar a la fortaleza del lago en calidad de prisionera? ¿En qué momento se rompieron los afectos? Seguramente nunca los hubo o puede que fueran más débiles que la ambición y con seguridad mucho más que el miedo. Por miedo se hacen cosas que sin él sería impensable llevarlas a cabo.
Cuando Boecio fue encarcelado y sentenciado a muerte, Amala quiso despedirse de su gran amigo y lo visitó en la cárcel. Ante la sorpresa de la entonces princesa, Boecio estaba tranquilo, sereno, a ella le pareció que hasta un poco contento.
– Es que no tengo miedo, Amala, no tengo miedo a morir ni he tenido miedo a la sentencia, ni al juicio, no tengo miedo porque siempre he actuado bien, conforme a las reglas sociales y a las leyes por las que nos regimos. Cuando una persona no siente miedo, pero de verdad, de verdad, no para aparentar frente a los demás, bien, cuando una persona no siente miedo, obra conforme a las leyes de la naturaleza y procura no hacer mal a nadie. Tu padre, Amala, me ha condenado porque él sí ha tenido miedo, ha

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creído que yo estaba conspirando en contra suya, que me puse en contacto con Bizancio para destronarle; el miedo a perder todo su poder, su posición, el miedo a verse mendigando o encarcelado, ÉSE MIEDO, es el que hizo que me condenara.
En realidad es un miedo interior que nos sale afuera ante lo que creemos una amenaza. Una de las peores emociones del hombre es el miedo. Por supuesto hay que tener miedo, pero a un peligro real, no a las historias que pensamos en nuestra mente y que casi nunca se corresponden con la realidad. Tu padre era valiente frente al enemigo en la batalla, pero sentía otra clase de miedo, era cobarde frente a los miedos internos, más difíciles de identificar.
Después de pensar, recordar y razonar, Amala llegó a la conclusión de que estaba allí encerrada por miedo, por el miedo que su primo la tenía. No fue por las llamadas de atención que tanto ella como su padre le hicieron para que dejara de robar las tierras de sus vecinos o restituyera las aprehendidas injustamente. No, no fue el resentimiento, aunque ayudara, fue el miedo a ser asesinado como aquellos pares que se le enfrentaron. Lo que nunca supo Amalasunta fue que hubo un cuarto noble participando en la conjura, su primo “el Bisojo”. Pero Teodato no estaba muy seguro de ésta última circunstancia y pensó que su prima estaba al tanto de la conspiración.
Al morir en los Alpes Teodomiro, Ubaldo y Gumersindo y enterarse por su prima que había sido ella quien los mandó asesinar, Teodato comenzó a preocuparse; como alguien que quiere sonsacar información, hacía preguntas aparentemente tontas a su prima para comprobar qué es lo que la Reina sabía a cerca de la conjura que llevó a los tres nobles a la muerte. Por aquel entonces Atalarico ya estaba enfermo sin que los físicos supieran de qué, fue cuando en el horizonte apareció la remota posibilidad de ser unido al trono y comenzó a rumiar.

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El también llamado Tusciae rex estaba casado con Ermenfrida, hija de Gumersindo, uno de de los nobles descontentos con la Reina por la educación tan romanizada que le proporcionaba al pequeño rey Atalarico. A pesar de que Teodato había recibido enseñanzas parecidas y admiraba profundamente a Platón y la cultura romana, logró unirse al grupo de nobles que sembraba el malestar entre los godos para que se le privara a Amalasunta del derecho de educar a su hijo.
Porque hay que saber que Teodato era mal considerado tanto entre su propio pueblo godo, como entre los latinos, todos recelaban de él. Ese fue el motivo por el que la nobleza goda no quería que participara en la conspiración contra Amala, no se fiaban de él, no porque fuera primo de la Reina o perteneciera a la misma dinastía amala, sino porque era vox populi su desmesurada ambición y su capacidad para traicionar en el último momento. Si logró formar parte de la conjura contra Amalasunta fue gracias a su esposa Ermenfrida que intercedió ante su padre Gumersindo.
Cuando los nobles lograron separar al hijo de la madre y comenzaron a educarle a lo godo, precisamente fue Teodato quien inició a su primo segundo, Atalarico, en una vida de francachela constante y, como las armas no eran del gusto del Bisojo, dejó a otros nobles que enseñaran al rey el manejo del hacha, la lanza, la espada y el arte de la defensa personal.

La Corte de Rávena

La primera noche que el embajador Alejandro pasó en el palacio Real de Teodorico -siempre se llamaría así-, durmió como un bebé. No recordaba desde cuando había descansado tan bien. El sol mañanero le despertó lleno de energía y alegría sin motivo alguno, no entendía a qué venía tanto optimismo, no se lo podía explicar, pero no pensaba protestar ante nadie por ello, la vida es demasiado seria y a menudo demasiado triste como para protestar

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por estar contento. Simplemente estaba gratamente sorprendido. Se asomó a la ventana que daba a un jardín perfectamente cuidado y del que se desprendía un suave y dulce aroma que llegaba hasta la habitación de Alejandro. Como todo en Rávena sea igual, pensó el embajador bizantino, creo que permaneceré bastante tiempo y a poco que se descuide el emperador, me quedo a vivir aquí.
Después se entretuvo en mirar detalladamente el gran mosaico que representaba la entrada de Teodorico en la ciudad donde instalaría su Corte y haría el centro de su reino. Era muy colorido (como casi todos los mosaicos repartidos por la ciudad), pero predominaban los tonos azules y rojizos dando mucha fuerza a la composición. Frente a la ventana había una puerta que Alejandro abrió con precaución, no fuera a ser que diera a otra estancia y estuviera ocupada. Era una pequeña habitación rectangular con dos letrinas al estilo romano, una matula (orinal), una bañera al fondo, un mueble con una palangana, su aguamanil y una mesa rectangular, alta, que le llegaba hasta la cintura, ¿sería una cama de repuesto?
Decididamente Alejandro quería vivir en aquel confortable palacio.
En Bizancio era mayor el lujo, y más ostentoso, pero al ser más grande también la suciedad se notaba más que en la capital goda. No hacía mucho Rávena había sido una ciudad del Imperio Romano de Occidente, con habitantes en su mayoría ciudadanos romanos y, aunque el Imperio ya estuviese en plena descomposición, muchas costumbres propiamente latinas se mantuvieron e, incluso, fueron absorbidas durante algún tiempo por los llamados pueblos bárbaros entre los que se encontraban los godos. Más tarde, con el avanzar de la Edad Media, esas buenas costumbres fueron, poco a poco, despareciendo como consecuencia del paso atrás que sufrió la civilización en Europa.

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Siempre que ha ocurrido un estancamiento o retroceso socio cultural europeo ha estado por medio el pueblo germano.
Ahora nos referimos por ejemplo a la salubridad e higiene, en la antigua Roma estuvo mucho más avanzado que, por ejemplo, en el siglo X. El sistema de letrinas públicas y privadas bajo las cuales corría el agua para arrastrar la suciedad, era muy sofisticado y ayudaba a la limpieza tanto de las calles como de las casas de los adinerados. En las casas más humildes se usaban las matulas cuyo contenido era depositado en grandes tinajas vaciándose periódicamente en pozos negros que también se limpiaban cada cierto tiempo.
Por eso no es de extrañar que en el palacio Real de Rávena hubiera instaladas en muchos dormitorios una o dos letrinas que solían ser de mármol, e incluso algunas de madera. También gozaba, al igual que otras muchas ciudades romanas, de sistema de alcantarillado, ya conocido por los etruscos.
Cuando el embajador bizantino iba a entrar en la sala de baño, llamó a la puerta un esclavo para ayudarle con el baño. Son órdenes, explicó el esclavo muy decidido.
– ¿El señor embajador quiere usar la letrina?
– Pues mira sí, ahora que lo dices, tengo ganas. Pero primero dime cómo te llamas.
– Mi nombre es Amintas, pero todos me llaman Amin.
– No pareces godo, eres mucho más moreno.
– No, soy cartaginés, de una pequeña ciudad llamada Gori, aunque mi familia es de origen griego.
Mientras hablaba, el esclavo se sentó sobre el orificio de una letrina y ante el asombro de Alejandro, explicó que era para calentar el mármol, así cuando se sentara el embajador no estaría tan frío.
– En Bizancio no han llegado estas costumbres tan sibaritas.

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– Es característico de Roma, a la Reina le gusta todo lo romano. Ya podéis sentaros. Cuando termines, te puedes limpiar con esta esponja que hay colgada y me llama para el baño.
– ¿Y esta mesa tan alta?
– Es por si queréis un masaje.
– No, creo que con el baño será suficiente.
– Cuando el embajador terminó de usar la letrina, volvió Amin con unos calderos grandes de agua que echó por un canalillo bajo la letrina. Después volvió con más calderos, esta vez de agua caliente, para el baño al que añadió hojas y flores de romero que aromatizaron la sala. El romero también es bueno para los músculos.
Ya vestido y acicalado, Alejandro salió de su habitación, quería ver detenidamente el palacio, pero Amin le condujo al comedor, una gran sala con varias mesas de madera, unas redondas y otras rectangulares, en las que algunas personas estaban tomando fruta fresca, frutos secos y leche agria. Era el ientaculum, la primera comida del día.
En una mesa redonda, junto a otras dos mujeres, estaba Amalasunta con su perrita Frida sentada a su lado, charlaban distendidamente mientras desayunaban. Conforme el embajador bizantino se acercaba a la mesa de la Reina, unas risitas se escaparon de las amigas de ésta que no pasaron desapercibidas para nadie. A Teodato, sentado en la mesa contigua desayunando con su hijo mayor, se le torció el gesto, una de las risitas pertenecía a Ermenfrida, su esposa y ayudante palaciega de la Reina. Siempre dispuesta a la chanza, esta mujer mía es una simplona –pensó Teodato-, menos mal que al menos se porta bien en la cama y accede a todo lo que le pido.
– Señora –se inclinó levemente Alejandro ante Amala, estaré eternamente agradecido a vos por la acogedora hospitalidad que me brindáis.

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– Sentaos* con nosotras y comed un poco para reponer fuerzas. A veces las noches cansan demasiado – más risas, esta vez más sonoras y acompañadas de miradas de complicidad entre las mujeres.
– Lograréis ponerme nervioso…
-¿Cómo es la emperatriz? ¿Cómo es Teodora? – Amalasunta cortó el azoramiento del embajador, conocía bien a sus compañeras de mesa y sabía que lograrían inquietarlo, hasta Casiodoro que era conocido como “el Tranquilo”, se salía de sus casillas cuando Ermenfrida y Adalsinda, las nobles ayudantes palaciegas y compañeras de la Reina, empezaban con sus cuchicheos, risitas y provocaciones.
– Es una gran mujer, casi como vos, Majestad.
– No seáis zalamero, embajador. Dejad la diplomacia y las conversaciones oficiales para la Sala del Trono. Quiero saber qué carácter tiene, qué inquietudes…Creo que sois un hombre con buen criterio y me diréis la verdad.
– Como sabéis la emperatriz es de origen humilde y tuvo unos comienzos difíciles. Quedó huérfana muy pequeña. Se ganaba la vida primero ayudando a su hermana Komito en las funciones teatrales y después ella misma actuó de manera provocativa en el teatro de Constantinopla. Consiguió fama representando a Leda, tumbada en el suelo del escenario e invitando a los asistentes que le echaran por encima de su cuerpo, casi desnudo, granos de trigo que comían con avidez unas ocas mientras Teodora se retorcía de placer.
– Se trata de la leyenda griega de Leda y el Cisne ¿No es así?
– En efecto, mi Reina, pero como no tenían cisnes utilizaban ocas. Poco después conocería a Antonina, que como ya sabéis es la esposa del general Belisario y ambas entraron a trabajar en un prostíbulo. Desde que Bizancio es el centro del imperio recibe mucha gente, el trasiego de personas es interminable cosa

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que beneficia a todos, incluyendo a las meretrices. Fue entonces cuando conoció a Hecébolo, oficial sirio que se dirigía a Cirenaica para ocupar el cargo de gobernador.
– ¿Dónde está Cirenaica? –preguntó Amalasunta interesada en la explicación del embajador.
– En el norte de África, era la antigua provincia romana de Creta et Cyrenaica, aunque su origen es muy anterior. Ahora, como es lógico, pertenece a Bizancio.
– Como es lógico –ya sólo era Amalasunta la que escuchaba, ante la seriedad que la conversación iba teniendo, sus ayudantes palatinas pretextaron obligaciones y huyeron-. Sigue, sigue.
– Permaneció los cuatro años que duró el cargo junto a Hecébolo con quien tuvo una hija. De vuelta a Constantinopla Teodora prefirió quedarse en Alejandría y después en Antioquía para finalmente llegar a Constantinopla. A su hija le dejó con su padre, no se sentía con fuerzas para criarla.
Cuando entró por la Puerta Aurea, Teodora contaba veintidós años reales y muchos más de experiencia.
No quiso volver al prostíbulo y se hizo hilandera estableciéndose en una casa cerca del palacio, allí conoció al que sería su esposo, Justiniano, sobrino del emperador Justino. Su gran belleza cautivó al futuro emperador desde el primer momento que la vio. Pero no pudieron casarse, como era su deseo, porque la ley Constantiniana, aún vigente, impedía el matrimonio entre actrices y oficiales gubernamentales. Hubo de esperar a la muerte de la emperatriz Eufemia que aunque quería mucho a Justiniano estaba en contra de su matrimonio con la antigua actriz. Al morir Eufemia, Justino se dejó convencer por su sobrino y aunque a regañadientes derogó la ley, pues apreciaba de verdad a Teodora; sabía que haría feliz a su sobrino y se comportaría siempre con decoro. Como así es.

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-¡Qué vida tan intensa! – Exclamó un poco envidiosa Amalasunta. Ella siempre ha estado en Rávena, aunque haya viajado por todo su reino su hogar siempre ha sido el mismo y le da un poco de rabia. Su mundo siempre fueron los libros, el estudio… Si conocía otras civilizaciones, otros tiempos, otros lugares, otros personajes era por haberlos estudiado e imaginado. En cuanto pudiera emprendería un viaje a Hispania, la tierra de su marido, lo tenía decidido, viajaría hasta Amaya Patricia y se llevaría a sus hijos para que pisaran por donde lo había hecho su padre y sus abuelos. Quién sabe, puede que encontrara algún familiar. Salió de su ensimismamiento y comenzó a jugar con Frida.
– Es muy simpática, la perrita.
– Y más inteligente que muchas personas –contestó Amala cogiendo a Frida en brazos besándola hasta atosigar a la pobre perrita-. A pesar de su tamaño, tan pequeño, es grande en el afecto que me tiene y yo a ella. No os escandalicéis, pero es casi como mi tercer hijo. ¿Queréis dar un paseo por la ciudad?
– Estoy deseando, mi Reina –como buen diplomático, Alejandro sabía tratar a las personas, en particular a las mujeres.
Cuando salieron del comedor camino del gran pórtico de entrada seguidos de dos esclavos, dos soldados, sus fieles gardingos y de Frida, se encontraron con Matasunta, la hija menor de Amala, una jovencita de quince años muy parecida a su madre, pero de cabellos morenos. Esbelta y alta, como la Reina, llevaba el cabello suelto sobre una gran capa violeta que le llegaba hasta los pies resaltando su figura y el color oscuro de su rizada y larga melena. Sus penetrantes ojos negros le conferían un halo de misterio que ella sabía explotar mirando de una forma muy particular y serena que le hacía parecer más mayor.
– Buenos días madre, ¿dónde vas?
– ¿Conoces a Alejandro, embajador de Bizancio?

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– Algo he oído, pero no hemos coincidido.
– Llegó ayer y se va a quedar unos días con nosotros. Hay que ser amables con él, no vaya a contar cosas malas de nosotros al emperador. Que conozca la hospitalidad goda.
– Estoy tan gratamente sorprendido por la acogedora recepción y trato que me parece voy a alargar unos días más mi estancia en Rávena, si vos me lo permitís.
– Matasunta –preguntó la Reina-, ¿quieres venir con nosotros? Quiero enseñarle al embajador nuestra pequeña ciudad.
Tras una detenida ojeada al embajador, la princesa aceptó. Era mucho mayor que ella, pero muy atractivo y Matasunta estaba en esa edad (contaba quince años) en la que gusta tontear con los todos los hombres en general, pero sin atarse a ninguno en particular. Debía aprovechar que su madre no le había buscado marido. Ya se sabe las princesas y nobles son buenas monedas de cambio.
Pero Matasunta conocía perfectamente a su madre y sabía que haría todo lo posible para que su hija casara con quien ella libremente eligiera.
Salieron del gran Palacio de Teodorico, giraron a la derecha y fueron a pié hasta la vecina iglesia arriana del Salvador, también llamada de San Apolinar. Subieron al campanario para poder disfrutar de las maravillosas vistas de la ciudad y del mar. Todos jadearon al llegar, menos Amalasunta que con su característico dominio de sí misma y su afán de despuntar en todo, disimuló el cansancio y los latidos acelerados de su corazón acercándose al borde de la torre y exclamando acerca de la belleza de las vistas.
– A pesar de no ser un día muy claro, es precioso, nunca me cansaré de las vistas. ¡Mirad, qué bien se ve la terraza del palacio!
Después de ver bien la maniobra de atraque de un barco que entraba en el puerto ravenés de Classe, bajaron a ver la iglesia llena de mosaicos de la vida de Cristo, de imágenes de profetas,

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de Cristo separando a las ovejas de las cabras a semejanza del mosaico del Buen Pastor que hay en el mausoleo de Gala Placidia, y muchas otras imágenes de nobles godos, varias del rey Teodorico, un gran mural del Palacio Real y otro del puerto de Classe, mandado construir por Augusto siendo el mayor puerto de todo el Adriático, con tres embarcaciones alineadas y amarradas y las murallas de Rávena.
Después se dirigieron hacia el mausoleo del gran Teodorico, una mole en la que estaba enterrado el rey godo y seguramente se enterrarían también Amalasunta y a sus hijos.
– Aquí vengo algunas veces a hablar con mi padre, sobre todo cuando estoy preocupada por algún asunto de gobierno –dijo Amala al llegar al mausoleo de su padre.
– Menuda fortificación –se asombró Alejandro-, es difícil de destruir.
– Sí –terció Matasunta para que se notara que ya podía opinar-, yo también vengo a veces de paseo con mis amigas, pero casi nunca entro, los muertos me producen desasosiego. ¿Vamos a enseñarle el de Gala Placidia?
– Otro día, Matasunta, le vamos a cansar con tanto andar y tanto enseñar.
– Por mí, encantado, me gusta ver cuanto más mejor. Allá donde fueres, pasea hasta caer rendido.
– De acuerdo, vayamos a ver a Gala Placidia, es un mausoleo más pequeño, pero más acogedor, también vengo a hablar con la emperatriz romana, pero a ella le pregunto acerca de temas más personales. Desde pequeña venía cuando tenían algún problemilla del corazón. Hace mucho que no la visito.
– He oído algo sobre ella, sobre su rapto por los godos y su matrimonio con Ataulfo, muerto éste se volvió a casar con el emperador Constancio y…

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-Sí –atajó la Reina-, tuvo cuatro hijos con Constancio, anteriormente había tenido otro con Ataulfo, y también…
– Gobernó en nombre de su hijo durante doce años ¿no es así? –Esta vez fue el embajador quien interrumpió a la Reina.
– Veo que estáis muy enterado de todo lo que pasa por estos lares.
– Es mi obligación, cuando visito cualquier país o cualquier ciudad me informo previamente de su historia, sus costumbres, en fin, de todo lo que pueda.
– Debíais trabajar para mí, me gusta estar rodeada de personas responsables, competentes y cultas.
Iba a decir y bien parecidas, como vos; se abstuvo, no eran buenos tiempos para distraerse con tonteos masculinos. Si hubiera sido en otro momento puede que esos bonitos ojos color miel y esa sonrisa tan pícara le habrían despertado el deseo, pero la maraña de problemas en la que estaba inmersa la absorbían por completo.
Llegaron al mausoleo de Gala, esa Gala Placidia con la que Amala se identificaba en algunas ocasiones; también fue regente de un hijo pequeño, aunque vivió más aventuras que la reina goda, si bien eso no sea siempre bueno. Haré ese viaje a Hispania, tengo que hacerlo, pensaba mientras entraban en el mausoleo para que lo viera el embajador bizantino.
Tras los comentarios frecuentes en estos casos (ya desde antiguo el ser humano piensa y siente lo mismo ante iguales estímulos), salieron y vieron a Matasunta con un perrito pequeño en brazos.
– ¡Mira, madre!, mira qué cachorrito tan bonito, parece perdido.
– Se habrá escapado de su madre.
– Lo voy a llevar al palacio, ¡quiero quedármelo! ¡Qué pena me da, pobrecito! Mira cómo me da besos.

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Amalasunta no trató de convencer a su hija, ni mucho menos de enfrentarse a ella para que dejara al cachorrito, sabía la fortaleza de sus convicciones respecto a los perros y nada ni nadie le haría cambiar de idea. Por algo era hija suya. Bueno, Frida tendría un compañero de juegos, aunque más parecería un hijo, pues la perrita de Amalasunta contaba, ya, nueve años y se estaba convirtiendo en una solterona gruñona de morros blanquecinos.
De vuelta al palacio, Matasunta no dejó que nadie llevara al cachorro, era absorbente, cuando quería a alguien lo quería para ella sola. Una vez en casa, le dio un poco de sopas de leche y le puso una manta a los pies de su cama. Tendré que pensar cómo lo voy a llamar. Ya está lo llamaré Ulises como el pelirrojo rey de Ítaca, siempre me ha gustado su inteligencia y su prudencia.
Cuando Frida descubrió al cachorro comenzó a olisquearlo y a darle pequeños toques con la patita. También aparecieron en la habitación de Matasunta los otros perros que habitaban en palacio, uno había sido de Atalarico, era grande, peludo y blanco, un pedazo de pan; otro, el más viejo, el que parecía un burro -tan grande era-fue de Teodorico; el otro era callejero y cobijado. ¡Menuda jauría! Y la que mandaba en todos ellos era la pequeña Frida, que los tenía a todos a raya.
Otro de los motivos de crítica hacia la Reina por una parte de su pueblo era su amor a los animales, a los godos les parecía desproporcionado e impropio. Su afecto llegaba hasta el punto de prohibir pegar a los burros, caballos, perros, gatos, aunque fueran propiedad del pegante; también obligó quitar el pincho de todas las aguijadas de la península itálica, ¿entonces cómo se podría trillar? Los bueyes se pararían y no habría manera de hacerlos andar. Pero no fue posible hacerla cambiar de idea, si algún campesino era pillado con el pincho sin quitar, se le imponía una multa. Una aguijada sin pincho perdía el sentido de su nombre y, además, era una mariconada.

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Amalasunta conocía la opinión de la mayoría de sus súbditos, le daba igual. Ya curtida en las lides del poder, sabía que si no la criticaban por ese motivo sería por cualquier otro, como su afán de culturizar a todos, en concreto a los niños, para los que estaba preparando un plan de estudios con ayuda de Casiodoro. Otro motivo de crítica era tener demasiado apego a todo lo latino, y otro…, siempre había algo. Como ya sabemos a Amala le gusta conciliar culturas, hermanar pueblos, le gustan las mezclas, pues son enriquecedoras, no se cansaba de repetirlo cuando la ocasión así lo permitía. Pero chocaba frontalmente con su propio pueblo, con los godos, que sabiéndose menos cultivados que los latinos andaban siempre recelosos. La fuerza era suya, lo demostraban siempre que podían, pero no eran tan refinados, tan maricones decían ellos, tan cultos, ni de mente tan abierta como el pueblo romano, cosa que les molestaba sobremanera.
No es que estuvieran descontentos de la prosperidad que su Reina parecía tener la habilidad de proporcionarles, tampoco les parecía mal la austeridad de la Corte de Rávena, había muchas cosas con las que estaban contentos pero ERA UNA MUJER quien los gobernaba y no estaban dispuestos a consentir que se cambiara la Ley para que pudiera hacerlo.
Qué distinto era en Bizancio, donde hasta se había cambiado una ley para que el futuro emperador pudiera casarse con una actriz, antigua trabajadora en un prostíbulo. Amala estaba deseando que llegaran las tres y media para acribillar a preguntas a Alejandro mientras cenaban. En la corte de Rávena se seguía la tradición culinaria romana, el ientaculum y el almuerzo eran ligeros, pero la cena duraba varias horas y se comía en abundancia; a veces, tras los postres, se cantaba o se leía algo interesante, aunque la mayoría de las veces se conversaba si había ganas. Esa noche hubo muchas ganas de conversar con el embajador y todas

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las preguntas de Amala iban dirigidas a conocer la corte bizantina, sus costumbres, funcionamiento y, sobre todo, a Teodora.
– Perdonad que saque a colación el monotema de Teodora, pero es que de verdad, de verdad, me interesa todo lo referente a la emperatriz.
– No os preocupéis, mi Reina, comprendo que os interese, pues sólo hay dos mujeres verdaderamente importantes actualmente en nuestro mundo, Amalasunta y Teodora, es lógico que queráis saber la una de la otra. También os tengo que decir que vivís en dos sociedades completamente distintas y no sólo en lo externo. Por ejemplo creo que en Bizancio se os valoraría más.
– No quiero lisonjas.
– No son lisonjas, es la pura verdad. Justiniano valora mucho las opiniones de su esposa, le hace caso en casi todo. De hecho ha delegado bastantes asuntos en manos de su esposa. En honor a la verdad, es una mujer inteligente que toma buenas decisiones.
– ¡Qué suerte! –dijo Amala con admiración, decididamente le estaba tomando mucha tirria a la dichosa emperatriz.
– Un ejemplo, hace un año ha habido una revuelta en Constantinopla, no sé si lo sabéis.
– Algo he escuchado.
– Os lo contaré brevemente, ya sabéis que en el hipódromo hay dos partidos rivales, los Azules y los Verdes. Son rivales en todo, en política, en religión, en carreras de carros, en…, todo. Hace falta muy poco para que salte la chispa entre ellos como así ocurrió el año pasado; lo que comenzó como una inocente discusión por una carrera entre las dos facciones, derivó en una rebelión que casi le cuesta el trono a Justiniano. Teodora lo salvó.

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La discusión traspasó los límites de las carreras, pasó a discutirse de religión, los Verdes son monofisistas y los Azules, entre los que se encuentra Justiniano, practican el cristianismo oficial y tras la religión surgió el descontento. Pero no fue un descontento corriente, detrás de esas discusiones subyacía un gran descontento ante la inminente subida de impuestos para poder comprar la paz a los persas con quienes se estaba negociando en aquellos momentos. Después del descontento comenzaron los disturbios, las revueltas, los incendios, prendieron fuego a Santa Sofía y a otros edificios públicos. Hubo muertos. Los sublevados llegaron a nombrar un nuevo emperador, Hipatio, sobrino de Atanasio, el emperador anterior a Justino.
¡Niká! ¡Niká! (¡victoria!), iban gritando como locos por las calles de la ciudad, cada vez más rebeldes. Cuando se cruzaban con alguien de los Verdes se gritaban ¡Niká!
Ante el cariz que estaba tomando la rebelión e incapaz de controlar a su pueblo, Justiniano y sus oficiales comenzaron a hacer los preparativos para huir.
En esto apareció Teodora, majestuosa, ricamente vestida, como le gusta a ella y se plantó en el dintel de la puerta de una de las salas del edificio Dafne. Con su sola presencia llamó la atención de los consejeros que habían sido congregados para discutir la mejor forma de escapar. ¿Es lo que parece? –Comenzó la emperatriz dirigiéndose a su esposo-, nunca imaginé que fuerais un atajo de gallinas. ¿Qué queréis? Es lógico que el pueblo se rebele, le estamos haciendo la vida muy difícil con tanta subida de impuestos, lo que no sé es cómo no ha sucedido antes. Están cumpliendo con su deber: rebelarse. El emperador también deberá cumplir con el suyo, controlar la revuelta, para ello nadie mejor que Belisario. Lo último que debe hacer un rey, ¡qué digo un rey, un emperador!, es huir para vivir en el exilio, escondido como un conejo que no sale de la madriguera por miedo a ser cazado. Es mejor morir luchando que vivir escondido.

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Entonces fue cuando pronunció la frase que la ha hecho famosa en todo Bizancio “la púrpura es una excelente mortaja”.
La frase, la decisión de la emperatriz, su coraje, o que recapacitó, pero el caso es que Justiniano decidió no escapar y ordenó a Belisario y a Mundus que atacaran a los rebeldes del hipódromo.
El resultado seguro que lo conoceréis, mi Reina.
– Sí, no sé si serán ciertas pero las noticias que han llegado a Rávena, es de treinta mil muertos.
– Efectivamente, así es, murieron unos treinta mil rebeldes y la ciudad quedó casi destruida.
– Qué horrible, ¡cuánta sangre!
– También ajusticiaron a Hipatio, aunque él nunca quiso ser nombrado emperador. Pero Teodora insistió. No quiso dejar ningún cabo suelto.
– Qué carácter. Yo creo que nunca podría ordenar matar a tanta gente –se quedó pensativa, Amalasunta, recordando la muerte de los tres nobles godos-, pero quien sabe de lo que se es capaz de hacer en ciertos momentos.
Y admiró a la que hacía poco aborrecía. No es que hubiera comenzado a amarla de pronto, pero se dio cuenta de la fibra con la que estaba hecha Teodora, y la admiró, y la envidió, y se entristeció por no ser como ella.
Amala pertenece a ese grupo de personas que se autoanalizan con frecuencia para, según ellas, conocerse mejor y pulir sus defectos. La Reina sabe que es de firme convicciones consiguiendo, la mayoría de las veces, ser justa; sabe que tiene buenas ideas para su pueblo, también reconoce que es soberbia y le cuesta mucho dejar de serlo y sabe sobre todo que en el fondo, aunque lo trate de disimular, es de corazón blando, demasiado débil para ser reina de los godos. Le gusta convencer con la razón, no con las armas. Las pocas veces que ha usado la fuerza, como en el caso de la muerte de los tres nobles conjurados, se arrepiente

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y se echa en cara no haber tratado de solucionar aquel problema de otra forma. Su mente lógica le dice que hizo bien, para gobernar hay que tener mano dura y si hay que matar, se mata. Sigue contándole su mente que incluso debió mandar asesinar a las familias de los conjurados para evitar futuros problemas, también a su primo Teodato; más de una vez le ha sorprendido mirándola de una forma que no le gustaba nada. No por su mirada estrábica. Pero ella sabe que no fue capaz de dar esa orden, bastante drama es quedarse sin hombre en la casa que mantenga a la familia para ahuyentar el fantasma del hambre y la maledicencia que pesa sobre las mujeres sin marido y las familias sin padre, como el buitre vuela en círculo sobre la carroña o el águila sobre su presa.
El recuerdo de lo mal que lo pasó Rusticiana, esposa de Boecio, cuando enviudó al ser ejecutado su marido y ser desposeída de todo teniendo que mendigar para poder subsistir, y el pensamiento de lo mal que lo pasan todas las mujeres que enviudan es el motivo por el que convocó a su magister officiorum, Casiodoro, para que articuláse una ley que derogara la actual, en la que se ordenaba despojar a la viuda de un ejecutado, por cualquier delito, de todos sus bienes condenándola a mendigar.
No, Amalasunta es incapaz de mandar matar o ejecutar, sólo en casos extremos ha ordenado tal cosa.
Ya encerrada en el lago Vulsinio se arrepentirá de haber sido y seguir siendo tan débil, de sentir tanto dolor por las penas ajenas. No puede ser, se dice a sí misma en todo momento, tengo que sobreponerme al dolor. La vida es dura, aún para mí que no debo quejarme, soy una privilegiada a pesar de haber perdido un hijo en la flor de la vida. Pero no puedo permanecer impasible ante tanta desgracia, es superior a mis fuerzas. Ya que tengo poder trataré de arreglar algo, sólo un poco, es mi obligación, será por egoísmo

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pero necesito apaciguar el dolor que llevo dentro ayudando a mi pueblo.
Aún estuvo Alejandro unos días más en la corte goda de Amalasunta esperando el regreso de los dos compañeros de viaje, Ipazio, obispo de Éfeso y Demetrio de Filipo que habían ido a Roma para asistir al sínodo en la curia pontificia y discutir sobre cuestiones teológicas relacionadas con el arrianismo, tan extendido por todo el imperio.
Cuando los dos obispos llegaron a Rávena se unieron a Alejandro y embarcaron hacia Constantinopla*. Todos llevaban noticias para Justiniano, el embajador las de Amalasunta, que le habían sido confiadas durante sus muchas conversaciones más o menos formales. Amala le había manifestado sus sentimientos e intenciones; estaba cansada de la incertidumbre en la que vivía en la corte goda, siempre pendiente de intrigas para acabar con su vida, quería hacer un trueque con el emperador: ella le ofrecía su reino a cambio de protección, de vivir tranquila en la corte bizantina.
Por otro lado los obispos también eran portadores de ofrecimientos, esta vez de Teodato, que por haber estado implicado en la conspiración contra su prima vivía en constante zozobra por miedo a ser arrestado y asesinado. Por todo ello ofrecía al emperador todas sus vastas posesiones en Tuscia a cambio de una cantidad de dinero y de la dignidad de senador para poder vivir en Constantinopla con holgura y consideración.

La Dama del Lago

Hace rato que a la clepsidra se le ha terminado el agua y Amalasunta tiene los ojos resecos y pegajosos por el llanto. Parte de la noche la ha pasado llorando de pena por no estar con los pocos seres queridos que le quedan ¡echa mucho de menos

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a Matasunta, a Marcelina, a Frida, a Ulises y a…! Llorando por no haber sido perspicaz cuando era necesario, por no haber hecho caso a ese instinto que le decía lo retorcido y malvado que es su primo, ha llorado de rabia, ha llorado de impotencia, ha llorado y se le ha desgarrado el alma por sentirse en un callejón sin salida en el que se ha mentido ella sola, ha llorado de soledad. Ya ni se acuerda por todo lo que ha llorado.
Cuando se da cuenta de que ha amanecido recoge presurosa los útiles de escritura y sube a su habitación para adecentarse un poco, está presa pero debe mantener el decoro. En las escaleras se cruza con Sofía que baja a calentarle el agua para el baño y a comenzar con sus quehaceres cotidianos.
– ¿Has estado toda la noche despierta?
– Sí, Sofía, he querido escribir un poco, pero he estado meditando.
– Y llorando, Señora, no puedes disimular esos ojos pitañosos. Ahora mismo voy a preparar una tisana para que te laves los ojos y te pongas un emplasto.
– Gracias, eres mi consuelo en estos tristes momentos.
Se calla antes de romper otra vez a llorar; quiere cortar el círculo vicioso en el que peligrosamente está a punto de entrar. Sólo en dos ocasiones ha estado en parecida situación anímica. Las recuerda con terror; son episodios que afortunadamente pasaron sin dejar secuelas; comenzaron llorando desconsoladamente, sin poder dejar de llorar, como ahora, alimentando con las lágrimas su dolor que iba creciendo, creciendo e invadiendo el cuerpo convertido únicamente en dolor. Dolor cada minuto del día y de la noche, dolor tan insoportable que sólo otro dolor aún mayor, si cabe, es capaz de mitigarlo, sólo un poco y por poco tiempo. Al menos es un respiro hasta que empieza de nuevo el círculo vicioso.
Es la hora de las autolesiones.

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Con la muerte de Máximo se infligió cortes en el brazo, era lo único que le consolaba un poco. Bajó a las cocinas de palacio y con disimulo cogió un pequeño cuchillo muy afilado, después, subió a su habitación y en la penumbra del crepúsculo se hizo unos cortes casi paralelos en el antebrazo izquierdo. La sangre surgía coloreando la piel e hipnotizando a Amala. Inmediatamente notó cómo ese dolor que le desgarraba las entrañas se apaciguaba durante unas horas; tiempo que aprovechaba para pasear, leer y pensar en la forma de quitarse el dolor definitivamente, siempre llegaba a la misma conclusión, la muerte. Sólo desapareciendo de la vida dejaría de sufrir, no sentir, eso era lo que quería, no sentir. Envidiaba a su madre porque era una persona que parecía no sentir ni padecer, al menos era la impresión que ella tenía. Mientras decidía cómo suicidarse tenía el pequeño cuchillo para los cortes, en las piernas, en los brazos…Cuidaba bien de esconder las heridas, pero un día, hablando acaloradamente de cualquier tema con su amigo Boecio, éste se dio cuenta.
– Amala, ¿qué tienes en el brazo? ¿Quién te ha hecho estas heridas? Pero bueno, a ver, enséñamelas que las vea.
A pesar del forcejeo, no le quedó más remedio a la princesa que enseñar los brazos a su amigo, las piernas no. Tuvo que contarle el porqué de la escabechina. Boecio la abrazó con ternura, como a una hija.
– Te tendré que reñir, pero ahora lo importante es que salgas de esta tristeza que te provoca las ganas de hacerte daño. Tranquila que no diré nada a tus padres, sabemos el genio de Teodorico y de lo que es capaz. No es cuestión de que vivas encerrada en una celda de cualquier cárcel. Verás cómo leyendo esto comienzas a curarte. –Le entregó el libro de poemas “De Rerum Natura” de Tito Lucrecio Caro, que recoge la moral y pensamientos de Epicuro.
Imagino que lo conoces, es un buen libro que es necesario releer de vez en cuando.

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– Gracias – acertó a responder Amala dentro de su vergüenza-, no, no lo he leído. No te preocupes que lo haré, leer es lo que menos esfuerzo me cuesta.
– ¿Sabes lo que propugnaba el maestro de Samos?
– Sí, Epicuro es uno de mis filósofos preferidos.
– Pues no estaría mal que recordaras más a menudo su doctrina. Venga, vamos a recordar sus enseñanzas entre los dos.
– Otra vez, gracias, Severino, eres muy bueno conmigo.
– No me lo agradezcas tanto y vamos.
En seguida entablaron una conversación a cerca de las doctrinas epicúreas recogidas por Lucrecio. El de Samos fue uno de esos filósofos que comenzó a tener mala prensa por ser sus pensamientos y enseñanzas contrarios a la doctrina que los sacerdotes predicaban desde los púlpitos.

El poder que un religioso tenía en el Medievo, cuándo desde su púlpito sermoneaba a sus fieles, sólo era comparable al del general arengando sus tropas. Ni el poder real podía parangonarse con el religioso. Por ese motivo cuando las flechas de los sermones empezaron a dirigirse hacia los filósofos, éstos fueron arrinconados (algunos más que otros, Epicuro fue uno de los más denostados), y sus libros destruidos o escondidos en lóbregos sótanos de conventos y palacios. Sobre todo a partir del cierre de la Academia de Platón en 529.
Por aquellos años de esta historia ya había, por toda Europa, un número considerable de monasterios que seguían la regla de San Pacomio y comenzaban a trabajar copiando en el scriptorium comunal los libros que los abades elegían ¿de dónde? Es fácil adivinarlo, del montón que había en el sótano. Rebuscaban y el que les parecía mejor era copiado.

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El círculo de la vida también llegó al saber por medio de los libros, la pena es que algún jirón se quedara en el camino. Por un lado, y por influjo eclesiástico, Justiniano clausuró el mayor centro del saber, del razonar y del pensar durante ochocientos años, y por otro, comienza en el seno de los monasterios cristianos un movimiento “salvador” del saber del momento, gracias al cual se pudo guardar parte del conocimiento.
Gracias

A la princesa le consoló aquella conversación con Boecio. Éste le hizo recordar que para Epicuro el fin en la vida es procurar el placer y evadir el dolor, siempre de una manera RACIONAL, no lo olvides Amala –decía su amigo-, hay que evitar los excesos pues la mayoría de las veces, por no decir todas las veces, provocan sufrimiento, dolor. Hay que buscar los placeres del espíritu ya que son superiores a los del cuerpo. También hay que procurar llegar a un estado de bienestar corporal y espiritual, al que él llamó ataraxia.
Recuerda, el maestro de Samos criticaba tanto el desenfreno como la renuncia al placer carnal, ambos son peligrosos y de nefastas consecuencias. Y no olvides que decía “el que no considera lo que tiene como la riqueza más grande, es desdichado, aunque sea dueño del mundo”.
A partir de aquella charla Amalasunta mejoró y cuando cicatrizaron las heridas y cayeron las últimas postillas desapareció el dolor en el pecho.
La segunda vez que su mente le obligó a autolesionarse fue tras la muerte de su hijo, Atalarico. Con los años el dolor parece mayor o se soporta peor o puede que sea por ser un sufrimiento presente y el del pasado, de igual o mayor intensidad, ya no se recuerde. Para Amalasunta, como para cualquier madre, la muerte de su hijo fue lo peor que le pudo pasar; a pesar de estar distanciados y de no vivir ya juntos, Amala no podía aguantar el dolor de la

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desaparición de su hijo. Quería expresar el desgarro de su cuerpo y de su espíritu a ver si de esa forma se aliviaba un poco, pero su mente se negó a buscar las palabras para describir la pena que sentía. Recordó cuando de jovencita su gran amigo Severino Boecio le ayudó a superar la crisis por la muerte de Máximo, su primer amor. Esto era distinto, su propia sangre había muerto, su alma, su prolongación, sus ilusiones, y había muerto con tan sólo dieciocho años. Para ella sus hijos eran la inmortalidad. Con qué gusto se hubiera cambiado por su hijo. Tanta gente vieja, inútil, y sigue viviendo…, en cambio su hijo, en la flor de la vida, dieciocho años. Si hubiera seguido viviendo conmigo seguro que todavía estaría vivo, yo le habría cuidado con mimo, le habrían asistido los mejores físicos, habría ido a por ellos al lugar más remoto de la Tierra. Pero cuando me enteré de su enfermedad ya era tarde y mi pobre niño murió.
Todos en la Corte sintieron pena de la Reina, hasta su malvado primo se condolió.
Comenzaron las heridas consoladoras que aún le parecieron poco a la Reina, sí, eran efectivas durante un rato, mas enseguida volvía la quemadura interna a destrozarla; físicamente se notaba como si se rompiera poco a poco en pequeños trozos, a modo de mosaicos que se caían al andar formando largas hileras que sólo ella podía ver.
Pero esta vez llegó más lejos, después de leer a Epicuro a través de Lucrecio, después de conversar con su amigo muerto Boecio (lo conocía tan bien que no hizo falta su presencia en dicha conversación), de correr por la playa hasta agotarse, después de no obtener resultado alguno para ese desgarro que la estaba matando, decidió buscar un bebedizo para poner fin a su vida. Con ese dolor tan tremendo era imposible vivir, el tiempo lo cura todo, le decía su fiel Marcelina. Amala sabía que es cierto, pero ¿cuánto más debía pasar para que el dolor desapareciera? Con la edad se tarda más en purificarse, todo va más lento, cuesta más y para la Reina era demasiado, al menos eso pensaba ella. ¡Muerte! ¡Muerte!

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Es lo que me hace falta, morir.
Marchó a Comaquio, ciudad de moda a unas cinco horas de camino de Rávena, en busca de una curandera famosa, el pretexto que puso a Marcelina era la compra de un bebedizo para calmar la angustia y el dolor, en cierto modo así era. A pesar de todo, Marcelina la acompañó, no dejaba a su niña ni a sol ni a sombra. No le quedó más remedio, a Amala, que ir con ella; también se autoinvitaron las damas palatinas, ¡se iban ellas a perder un viaje!, aunque fuera corto.
Al despuntar el alba y tras tomar un abundante ientaculum, emprendieron el viaje a Comaquio en dos carruajes bien mullidos. En el carro de la Reina iban Marcelina y dos de los perros que vivían en palacio, ellos tampoco querían perderse el viaje. Sabemos el amor que siempre tuvo Amalasunta por los animales y siempre que podía, los llevaba con ella. Salieron de Rávena hacia el norte por la vía Popilia Annia
– Estás muy pensativa, mi niña -espetó Marce-, qué te pasa, sé buena y cuéntaselo a Marcelina.
– Qué me va a pasar, que no se me quita la tristeza en la que me he instalado. No veo el día que levante cabeza, el sufrimiento es tan fuerte como el mismo día que Atalarico murió.
– No desesperes, da tiempo al tiempo, aún es pronto, no seas impaciente.
– Tengo que hacer tantas cosas…, necesito estar bien para poder afrontarlas, si sigo tan mustia no sé si tendré fuerzas para ello. .
Qué proféticas fueron sus palabras, los meses siguientes a la muerte de su hijo estuvieron preñados de acontecimientos.
El resto del camino lo hicieron las dos mujeres en silencio, cada cual pensando en sus cosas y escuchando el paisaje, canto de pájaros, campesinos trabajando sus tierras y como música de fondo las risas que llegaban desde el otro carro.

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Amala discurría la forma de deshacerse de sus acompañantes sin despertar sospechas, sobre todo debía escabullirse de Marce para poder encargar el veneno.
A pesar de sus elucubraciones se fijó en el mal estado de la calzada, hacía mucho que no se arreglaba, mucho antes de llegar su padre a Rávena. Se distrajo un poco pensando a quien iba a encargar el arreglo de la carretera.
Los ostrogodos construyeron pocas obras nuevas, se dedicaron más a conservar y restaurar las construcciones romanas gracias a lo cual muchas han perdurado durante siglos hasta nuestros días.
Por fin llegaron a Comaquio; como tenían hambre buscaron una posada para poder saciar el apetito y pasar la noche. Amalasunta rogó a sus damas que nada dijeran de su condición, ni siquiera quienes eran ellas. Por indicación de la Reina todas se habían vestido de forma humilde. Si alguien preguntaba deberían decir que eran unas damas en busca de sus maridos destinados en Altinum, y los cuatro soldados que las acompañaban pertenecían a la centena de uno de los maridos. Quería pasar desapercibida, sin que en Rávena se enteraran de su ausencia, el ambiente comenzaba a enrarecerse y debía estar muy atenta con todo lo que se estaba fraguando. Pero si muero antes de que estalle lo que parece será una rebelión, no me enteraré.
Una vez saciado el apetito salieron a pasear por la plaza todavía animada ya que había sido día de mercado y quedaban algunos puestos de telas y de comida. Preguntaron por la famosa curandera de Comaquio cuya fama se extendía por todo el valle del Po. Como la ciudad se circunscribía a sus murallas y no era muy grande casi todos se conocían, por lo que no les fue difícil dar con la curandera, de nombre Honoria la Romana, por ser de origen latino.
Marcelina se empeñó en acompañar a su niña a casa de la curandera, sin embargo Amala logró convencerla para que se quedara en la posada.

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– Me acompañarán dos soldados, no te preocupes, no me pasará nada.
– Que te acompañen los perros, el grandón impone respeto, nadie sabe que es un pedazo de pan.
– Si te quedas más tranquila me llevaré también a Nerón.
Honoria la Romana era de las pocas personas que vivían extramuros, estaba casada con Germano, el herrero, motivo por el que vivían en un bosque cercano a la ciudad. Los herreros necesitan tener cerca mucha leña, no en vano también se les llama Señores del Fuego, con toda la carga mágica que ello conlleva. En la sociedad goda no eran sólo simples herreros, sino que tenían múltiples funciones, como por ejemplo elegir el lugar donde construir un edificio, para lo cual tiraban su simbólico martillo y donde cayera se construía la casa. También celebraban algunos juicios ante la fragua de su herrería, además de curar enfermedades tanto a personas como a los animales.
Aunque la herrería estaba extramuros, junto al calor de la fragua se reunían, con frecuencia, algunos hombres de la ciudad para charlar de cualquier cosa, asuntos políticos y hasta se tomaban decisiones. Algunas herrerías de otros lugares con el tiempo se convertirían en tabernas. También era frecuente, en esa época, que para convocar una reunión importante se mandara circular el martillo del herrero de casa en casa, como señal. Por todo ello se miraba con respeto a Germano y a su mujer, Honoria.
Llegó Amala a casa del herrero y de la curandera antes de que oscureciera.
Honoria la Romana, conocía su llegada, así de rápido corrían las noticias.
La Reina bajó del carro con Frida y Nerón y se sorprendió de ver al matrimonio esperándola en el camino de su casa.

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– Estamos honrados por tan noble visita –fue Honoria quien habló-, aunque no vivamos en el centro de la ciudad no enteramos de las novedades como si estuviéramos en la plaza.
– Pues entonces estarás informada a por lo que vengo a pedirte.
– No, eso no, mi Señora.
– ¿Por qué me llamas mi señora?
– La dignidad se os ve en la cara y sólo existe una mujer en el reino revestida de esa dignidad.
– Por lo que veo, además de curandera eres adivina.
-Sin querer alardear, un poco sí, aunque es más observación que otra cosa. Pero pasa, pasa a mi humilde hogar.
-Antes de hacerte el encargo que es por lo que he venido, quiero preguntarte una cosa. ¿Tu marido es godo?
– Sí, majestad.
– Y tú latina ¿me equivoco?
– No, no os equivocáis.
– Imagino que estaréis casados.
– Sí, pero no infringimos ninguna…
– No te preocupes Honoria, no van por ahí las preguntas. Al revés, me parecen excelentes los matrimonios mixtos. Si no es demasiada indiscreción ¿qué tal os lleváis?
– Bastante bien para los años que llevamos ya juntos. Germano es un buen hombre – le propinó un codazo de cariño-, se ha ganado el respeto de todos, también el mío. Ya no nos queremos como cuando teníamos quince años pero…-se quedó un momento pensativa-, y eso que Dios no ha querido que tengamos hijos.

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– Como ya te he dicho, estoy a favor de los matrimonios entre godos y latinos, quiero conseguir armonía entre los dos pueblos. Pero dejémonos de exordios, al grano, por lo que he venido a verte, quiero saber si puedes hacerme un bebedizo que sea venenoso. Me da igual si deja o no residuos. No es para matar a nadie, la destinataria soy yo.
Honoria se quedó un rato mirando a Amala con expresión interrogadora. No le cabía en la cabeza que toda una reina quisiera poner fin a su vida.
– Se me olvidaba decirte –siguió Amala-, que lo que te estoy pidiendo no debe saberlo nadie. Di a tu marido que tampoco se vaya de la lengua, me han dicho que a veces se reúnen algunos hombres junto a la fragua para charlar, que no diga nada.
– Pero…
– Nada de pero, Honoria ¿puedes fabricarme ese veneno?
– Sí, claro, nada más fácil.
– Lo más seguro es que no llegue a usarlo, pero quiero tenerlo por si lo necesito. ¡Ah!, se me olvidaba, que sea líquido.
– Lo prepararé en seguida, para que haga mayor efecto debo cocer durante, al menos, tres horas raíz de acónito y mezclarlo con jugo de cicuta menor y cocción de frutos de cicuta mayor. Antes de tomarlo se debe agitar la botella y después beber. A los pocos minutos de beber, tan sólo un trago, se nota picor y hormigueo en la boca que se va extendiendo, poco a poco, a la cara, cabeza, dedos de las manos y de los pies, finalmente, a todo el cuerpo –Honoria quería que la Reina conociera todos los síntomas del veneno para disuadirla -. Se nubla la vista, zumban los oídos, se pierde el olfato, la respiración se debilita… La muerte se produce en unas dos horas. No hay antídoto, cuando se tome ya no habrá marcha atrás. A pesar de ello he oído que una pócima de atropa

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puede contrarrestar los efectos de este veneno. Ahora os daré la bebida de atropa y mañana os llevaré el veneno donde me digáis.
-Estamos hospedadas en una fonda junto a la plaza.
– La conozco, aquí la llamamos la Casa de la Torre, al estar construida junto a una torre un poco derrumbada.
– Gracias, Honoria, te tengo que pagar. Dime cuanto te debo, prefiero pagar ahora.
– Nada, Señora, no me debéis nada. Quisiera que no llegarais a utilizarlo, ese sería el mejor pago.
– Casi con seguridad será así. Gracias de nuevo.
Amalasunta salió de la herrería y con disimulo dejó un sólido de oro junto a un martillo sobre el yunque. Subió al carro, subieron los perros, los dos soldados y marcharon a Comaquio.
Cuando llegó a la posada Marcelina comenzaba a impacientarse pero al ver a su niña sana y salva le cambió el gesto que tornó a su estado natural.
Tomaron carne de ave y frutos secos con miel para cenar y se fueron todas a dormir. El día había sido agotador.
La mañana siguiente amaneció fría y nublada. Apenas se podían ver los canales que discurren por Comaquio, los cristales empañados indicaban el frío del exterior. Cuando Amala estaba terminando de vestirse llamaron a la puerta de su pequeña estancia y resultó ser Honoria con el encargo. Una botella de cristal azul en forma de pera y cubierta por una bolsa de lana, para que no se rompa si se cae, dijo la curandera con la mirada fija en los ojos de Amala como queriendo transmitir algo, algo que ambas sabían muy bien.

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– Muchas gracias por la moneda, no debíais haberlo hecho, pero la acepto. Gracias y cuidaos bien. Como soy un poco adivina os diré que os cuidéis de los vuestros.
Se marchó con la rapidez del rayo, sin que Amala pudiera preguntar más acerca de quién son los vuestros. Pocos vuestros me quedan. Tengo más seres queridos muertos que vivos. No, no quiero seguir con ese pensamiento, se calzó las botas verdes que tanto le gustaban y bajó al comedor comunal. Escuchar las risas de sus damas y el refunfuño de Marce le dio consuelo. Ellas, junto a su hija, eran su familia. Al poco bajaron los soldados y se unieron a las mujeres.
– Después del ientaculum, regresaremos a casa. He estado pensando que en vez de volver por la Popilia Annia, podríamos ir por el litoral, casi seguro que se tardará más pero puede que sea más divertido ¿qué os parece?
A todas les pareció bien menos a Marcelina, pero con ello había contado. Cuando salieron a la plaza, la niebla se había disipado dejando un día con promesa de salir el sol.
Montaron en los dos carros y tomaron el camino del mar. Tuvieron que atravesar un pequeño bosque de pinos con el suelo plagado de piñas de todos los tamaños. Amala pensó en Cibeles, pues el pino era su árbol favorito, también pensó en los coribantes danzando al ritmo de panderos, cuernos y flautas, portando sus largos bastones en cuyo extremo superior había una piña para celebrar el culto a la diosa. Y entre los árboles creyó, sólo lo creyó, ver correr a Silvano, el espíritu tutelar de campos y bosques.
Ante la insistencia de todos, esta vez incluso Marcelina estuvo de acuerdo, pararon a recoger piñas para comer los piñones y para encender el hipocausto o la lumbre de la cocina. La mañana se había transformado en un bonito y luminoso día del recién estrenado otoño que aún no había dorado las hojas de los árboles. El sol todavía calentaba y tuvieron que desprenderse de las capas

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y del sobrevestido de lana sin mangas y escotado que era costumbre llevar encima del vestido propiamente dicho. Entre las clases nobles solía ser de seda y con mangas largas, pero como iban disfrazadas de damas esposas de militares, los vestidos eran de lino. Cuando tuvieron los carros llenos de piñas reanudaron la marcha.
El camino era bastante arenoso ya que discurre entre el mar y las tres grandes lagunas, la más grande es la de Comaquio, después la mediana y por último la de Rávena. A pesar de tener que ir más despacio por la arena, al ser más directo que la vía Popilia Annia, tardaron menos en llegar.
Cuando ya se distinguían las torres de Rávena, decidieron hacer otro alto en la playa y correr un poco por la orilla del mar, ese mar tranquilo y de un azul limpio y claro, el Adriático, el que la Reina tiene grabado en la memoria per secula seculorum.

Cada vez que mira el lago a través del gran ventanal de la sala de armas, imagina ver su querido Adriático en un día cualquiera, cuando era pequeña o cuando iba con sus hijos, también pequeños, y jugaban a tirar piedras o nadaban; así mismo recuerda el regreso de Comaquio con sus amas, Marcelina, Nerón y Frida, jugando por la playa en aquella pequeña excursión para comprar la pócima venenosa que por fin no tomó, ni la usó para Teodato; se quedó guardada en el arcón de la derecha de su habitación, en Rávena. ¿Cómo estará mi habitación ahora? ¿La ocupará alguien? Y Matasunta, ¿qué estará haciendo? ¿Qué estarán haciendo todos? Marce, escribe al emperador todo lo que me está pasando. ¡Escúchame!, Marce, siempre has sido muy buena receptora.
Sofía le ha preparado el baño y Amala se mete en la bañera para relajarse y reponerse de la noche en vela que ha pasado. El agua tiene unas gotas de aceite de espliego que la cocinera ha echado porque dice que el espliego es relajante. Además hace soñar y

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huele bien, piensa Amala que cierra los ojos y permanece largo rato con la cabeza apoyada en una especie de almohada adaptada a la bañera para estos menesteres. Ahora mismo está en su Rávena tomando un baño en su propia bañera, en su habitación. Le vienen imágenes de su pasado, de su infancia, hasta de Hispania a pesar de no haber estado nunca, pero recuerda los agrestes paisajes descritos por Eutarico, allá en su Amaya Patricia natal. Los recuerda como si ella también hubiera correteado entre aquellas peñas. Son recuerdos de la imaginación. Conforme su marido le describía paisajes de su infancia, ella iba imaginando esos paisajes y, aunque parezca mentira, se parecían a los reales. No fuerza el recuerdo, deja que vague libre de un pensamiento a otro, de un momento a otro de su vida. Cuarenta años va a cumplir en unos meses y se siente un poco vieja aunque se encuentre bien de salud, ¿llegará al otoño, para su cumpleaños? Es curioso, desde que la han apresado y encerrado en la fortaleza Martana han desaparecido los restos de ese dolor tan grande por la muerte de su hijo. Puede sentir preocupación o miedo ante la incertidumbre en la que vive, pero la angustia que quemaba las entrañas ha desaparecido por completo.
Notó una leve mejoría durante el regreso de Comaquio, con su pócima bien guardada para que no se rompiera por los traqueteos del carro. Como llegaron todas muy cansadas esa noche la cena fue breve y se acostaron pronto. Al día siguiente notó que no le dolía de forma tan atroz el pecho, era un poco más llevadero y le pareció una traición hacia su hijo. Mientras tomaba el baño y se acicalaba se decía que no era malo estar un poco mejor, su hijo no iba a resucitar porque ella sufriera más, mas aunque quisiera no podía evitar el remordimiento. Me voy a volver loca, pensaba para, acto seguido, forzarse a pensar en algo referido a su hijo y seguir con el dolor lacerante que tranquilizara su conciencia. Efectivamente, me voy a volver loca.

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Bajó al comedor con hambre y se encontró con su hija Matasunta que estaba tomando ya la leche agria con miel. Se sentó con ella y permanecieron un rato en silencio.
– Qué pensativa estás madre.
– Sí, hoy es día de curia y estoy un poco preocupada.
– Di a Teodato que asista sólo él.
– No quiero dejarlo solo precisamente hoy, se tomarán decisiones importantes y ya conoces al primo, es tan retorcido que hasta el último momento no se sabe a qué carta se quedará. Sé que hay un grupo de pares que, además, son seniores palatii descontentos por seguir yo en el trono. Veremos.
No sólo eran problemas de gobierno los que preocupaban a la Reina, eran de otra índole, se había fijado en los profundos y un poco tristes ojos de su hija y se odió a sí misma por haber pensado en el suicidio. ¿Cómo se le pasó por la cabeza idea tan descabellada? Con una hija tan buena e inteligente como Matasunta. Debido a su egoísmo, a su dolor, había olvidado por completo su existencia. Merecía la pena luchar sólo por ella. Seguir viva para ayudar a que Matasunta casara bien, con quien ella eligiera y a los años que ella quisiera, seguir viva para poder ver a los nietos, en caso de tenerlos, seguir viva para ayudar a su hija a ser feliz. Y ella, egoísta, sólo pensando en su gran dolor. Menos mal que no llegó a consumar sus intenciones y se quedaron en eso, en intenciones. Tengo dos hijos, uno ha muerto, me debo al otro. Tanto derecho tiene a la madre uno como otro. Demasiado es ya que carezca de padre. Abrazó a Matasunta con todo el amor de su alma y la fuerza de sus brazos y la llenó de besos. Hacía mucho tiempo que su madre no era tan efusiva y le gustó aunque, mimosa, protestó.
– Me haces daño, madre.

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A partir de aquel día, gracias a los ojos de su hija, se le quitó casi por completo el dolor sin posterior remordimiento, sólo le quedó un poso que pensó le acompañaría toda la vida. Pero nada más darse cuenta de su nueva situación en la fortaleza Martana, acabó de esfumarse el resto de dolor. Las reacciones humanas son insospechadas e inexplicables pues a pesar de su difícil situación comenzó a sentirse libre como hacía mucho tiempo no le ocurría, ya ni se acordaba desde cuándo; notó una sensación parecida a la que sentía al bañarse en el mar o navegar en la cubierta de algún pequeño barco, con su larga melena rojiza al viento con la sensación de que en un instante comenzaría a volar junto a los pájaros, los animales más libres.

Qué guapa se sintió cuando entró en el Aula Regia, donde se iba a celebrar la Curia más importante desde la muerte de Toedorico. Caminaba despacio, junto a su primo, escoltados por Casiodoro, el magister officiorum; su sola presencia le infundía ánimo. En la sala esperaban sentados en la parte derecha los Seniores Palatii, grandes personalidades de la Corte sin cargo palatino en el Officium, y unidos a la figura del rey (en este caso los corregentes) por relaciones personales. Al fondo estaban sentados los próceres o jueces llamados para asesorar. Y completando la Curia, a la izquierda estaban los gardingos, miembros del séquito real vinculados con los corregentes en virtud de dependencia privada con carácter de vasallaje. Eran los que solían encargarse personalmente de vigilar el cumplimiento de lo ordenado por el monarca. Ya no participaban en estas solemnes reuniones los vaidilas, sacerdotes encargados de aplicar las leyes, figura imprescindible en los primeros consejos godos donde alguno de los presentes relataba sus pecados y el vaidila los agarraba por la abundante cabellera dándoles golpes con un palo, en señal de expiación.
Un murmullo de admiración inundó la sala ante la majestuosa belleza de su Reina, realzada por el rojo de su vestido de seda del mismo tono del color de su cabello sabiamente peinado formando

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enrevesadas y largas trenzas que sujetaban la corona real adaptada para ella por los orfebres godos. Dichos orfebres, junto a los bizantinos, eran famosos en todo el mundo conocido. Nunca les faltaba trabajo pues hasta en el rincón más recóndito se acudía a ellos cuando era necesario algún trabajo de orfebrería. La corona de Clodoveo fue hecha por unos orfebres godos de Mediolanum; esos mismos orfebres realizaron las coronas de Clotario y la de Teodorico, el padre de Amalasunta. La corona de Atalarico era la de su abuelo que Amalasunta mandó adaptar a su cabeza; así mismo salió de las orfebrerías milanesas la corona más lujosa de todas, la de Teodato, hecha de oro con incrustaciones de piedras preciosas como les gustaba a los godos. Igualmente los godos del este (visigodos) fueron magníficos orfebres; de los talleres de Cesar Augusta, y más tarde de Toledo, salieron soberbias piezas de orfebrería repujada con piedras preciosas incrustadas, tan de su gusto. La corona de Alarico II se realizó en los talleres cesaraugustanos; cuando murió en la batalla de Vouillé, su hijo Gesaleico se hizo con la corona y con el reino, pero cuando fue derrotado y huyó al norte de África, se llevó la corona y la vendió para poder subsistir en el reino vándalo de Trasamundo, que lo acogió. Por ese motivo, cuando Amalarico (nieto de Teodorico el Grande) sube al trono visigodo de Hispania, manda fabricar una nueva corona a los orfebres de Cesar Augusta.

Sobre el vestido portaba Amalasunta una capa, también de seda, completamente negra, en señal de luto por la muerte de su hijo; el atuendo se complementaba con un gran broche en forma de oca, con piedras incrustadas, regalo de su esposo. El contraste del rojo y el negro confería a Amala una aureola mágica, como una valkiria salida del Walhalla.
“El rey que no rige en justicia se aparta de su nombre”, dijo Horacio.

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Me encargaré de que entre los ostrogodos haya justicia, no confío en este presuntuoso, pensaba Amala mientras caminaba despacio, con su mano apoyada en la de su primo y haciendo grandes esfuerzos para no asfixiarse con el hedor que desprendía la nobleza goda. Qué manía de no lavarse ni bañarse, este pueblo mío no tiene arreglo. No debería haber muerto Atalarico, el verdadero rey, yo estaría en condición de regente, como siempre ha sido. Se le volvió a encoger el pecho y notar el ascua incandescente que parecía haberse tragado y le bajaba, lentamente, por el tubo gástrico. Pero no pudo engolfarse en su dolor, daban comienzo las discusiones características de toda curia.

– Como no salga de la bañera se convertirá en rana –es la voz de Sofía que le saca de sus recuerdos.
– Tienes razón, Sofía, llevo demasiado rato, pero recordaba momentos de mi vida y mi mente estaba a mucha distancia de aquí. Ni me he dado cuenta que el agua está completamente fría.
Efectivamente, tanto los dedos de las manos como de los pies los tiene completamente arrugados. Se ríen ambas del aspecto de pasa que presentan. Se seca bien con el lienzo de lino y comienza a vestirse, primero el corpiño, las bragas y después los calzones estrechos hasta la rodilla, la saya y una túnica fina de lino color crudo sobre la que se embute el vestido granate de largas mangas abullonadas encima del cual se pone el sobre vestido de dos colores, el lado izquierdo azul cobalto apagado y el derecho amarillo pajizo, la última moda en Rávena. Por último se calza los gruesos calcetines de lana y las botas, verdes.
El largo baño le ha quitado el apetito y sólo toma unos frutos secos. Los higos que hay en la isla todavía son muy pequeños y no se pueden comer. En la cocina coincide con el sacerdote que ha

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terminado su refrigerio pero se queda para hablar con Amala.
– Félix, si supieras cuánto te pareces a un amor de juventud que tuve. El pobre murió, seguro que de haber seguido vivo, tendría tu aspecto o muy parecido.
¿Por qué ha dicho eso? Casi nunca le pasa, decir algo sin pensar, como si la boca se hubiera independizado de la mente. Ella quería proponer dar un paseo al sacerdote y a Sofía y, de pronto, suelta esa tontería del perecido, si ya ni siquiera se acuerda de Máximo. Tan observadora como es ha notado que desde la muerte de su hijo ha tenido algún que otro lapsus como este. Deben ser las preocupaciones, se dice mientras escruta la cara del sacerdote para ver su reacción.
– Sí, es extraño eso de los parecidos. Dicen que todos tenemos un doble –se expresa con naturalidad, casi con neutralidad, sin exteriorizar sentimiento alguno. Pero por dentro, el halago, al menos así lo ha tomado él, le cosquillea todo el cuerpo.
– Es curioso, aunque fuera preferible que todos conociéramos a nuestros dobles, creo que para hablar de esto o de otras cosas es mejor dar un paseo por la isla. Hace un día francamente hermoso y merece la pena aprovecharlo.
– Yo, voy –dice Félix.
– Yo, también –añade Sofía-, iré sólo un rato, tengo qué hacer.
Se dirigen hacia la orilla para caminar por los estrechos senderos de cabras que discurren paralelos al agua. La otra orilla, la de tierra firme, está salpicada de pueblos, Volsinii, es el que da nombre al lago y el más grande de todos. Cerca del pueblo, hacia la izquierda, se ven algunos pescadores tirando las redes al agua que después sacan y por la forma de las mismas parecen estar llenas. Voy a pedir a algún soldado que vaya a ese pueblo y compre un poco de pescado fresco, piensa Sofía, por pedirlo…, el no ya lo tengo y a lo mejor me hacen caso. 

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Se lo dice a sus compañeros de paseo y regresa a la fortaleza, a ver si hay suerte. Amala y el sacerdote continúan su camino, callados, pensativos, observando el paisaje. Es un día claro y pueden distinguirse los trajines de la gente.
Amala piensa que podría escapar a nado, la isla Martana está más cerca de tierra firme que la Bisentina, es buena nadadora y el kilómetro largo que habrá desde la isla puede hacerlo en poco tiempo, lo peor es la temperatura del agua, demasiado fría y puede darle un síncope. Ya se imagina sólo con la túnica o la saya, nadando, los soldados tras ella, en barca, pero como los ha sorprendido tardan en ponerse en marcha, ella llega primero, se refugia en el primer pueblo que encuentra y pide refugio ¿a quién?, ¿dónde? Es difícil, porque todo el territorio pertenece a su primo y siempre hay alguien que para ganar una moneda es capaz hasta de vender a su madre. Tendría que refugiarme en sagrado.
– ¿Descansamos un poco? –la voz del sacerdote ha sacado a Amala de sus elucubraciones.
– De acuerdo, ese acantilado parece adecuado.
– Señora, ten cuidado, no vaya a ser que acabes en el agua. Tiene pinta de estar helada.
– Sí, en los días más luminosos está más fría. ¡Qué bonito! Menudo refugio tiene aquí mi primo
Se acercaron con cuidado al borde rocoso del acantilado y se sentaron en dirección Visentium.
– Cuando terminemos de bordear la isla podríamos visitar la iglesia. Desde aquí parece que se ve una edificación pegada a la iglesia, hay que investigar.
– Me parece estupendo, siempre me ha gustado investigar cualquier cosa. Cuánto me gustaría tener todos mis libros.
– He oído decir que tienes una gran biblioteca. Es extraño en una mujer.

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– ¿Qué es exactamente lo que te parece extraño?
– Nada, que una mujer sepa leer y encima le guste.
– Pienso que el saber no conoce de sexos, es la costumbre, la educación que se recibe de pequeños lo que nos va creando las aficiones. Para mí leer más que un placer es una necesidad. Lo he heredado de mi padre, él creía en el aprendizaje a pesar de que no lo tuvo y apenas sabía leer.
– Un gran rey, Teodorico.
– Sí, y un gran padre.
Están un rato contemplando las tranquilas aguas del lago, en la orilla más lejana el agua se une con el cielo formando un todo formando una gran cueva azul; a sus espaldas el pequeño bosque desprende un agradable aroma. Algunos árboles comienzan a cubrirse de hojas, otros, con tímidas florecillas blancas anuncian el buen tiempo. También los pájaros contribuyen a decorar el paisaje atravesando el cielo buscando un lugar apropiado dónde construir sus nidos. Es el ciclo de la vida, piensa Amala mirando una gran bandada de gansos formando la característica V, es época de apareamiento, de eclosión de toda la naturaleza.
– Qué bonita es la primavera –dice en voz alta el sacerdote-, es la estación del color.
Amala lo mira atónita.
– Precisamente en este mismo momento estaba pensando la misma frase, ¡qué casualidad!
– No es difícil pensar lo mismo ante estas vistas tan bellas.
– Sí, la verdad es que son bonitas, a pesar de mis circunstancias personales aún puedo reconocer la belleza.
Tras una breve conversación acerca de la belleza, la primavera, el lago y los pueblos que lo circundan, se levantan del acantilado y siguen su paseo. Unos cincuenta metros más adelante, en una

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oquedad del terreno, junto a unas grandes piedras que parecen sostenidas por unos árboles, ven un agujero que bien pudiera ser la entrada de una cueva. Como es lógico no pueden dejar pasar la oportunidad y se acercan a lo que Félix llama la boca de la cueva, quitan con las manos toda la broza que pueden para poder acceder bien a la entrada. Por fin llegan, quitan dos troncos que impiden el acceso y un olor húmedo se escapa del interior, es un olor a húmedo que recuerda a la sacristía de algunas iglesias.
– Bajaré primero yo, Señora. No se sabe con qué nos podemos encontrar.
– Qué emoción, es a la primera vez que voy a entrar en una cueva.
– Yo también, hay que volver con antorchas, no veo nada.
– Hay que acostumbrar la vista a la oscuridad, de todas formas, volveremos con antorchas. Voy a entrar yo también.
-Os ayudaré, con cuidado, hay que poner el pié en este saliente.
Amala baja y permanece junto a Félix, a unos pasos de la boca de la cueva para acostumbrarse a la oscuridad. Cuando ya distinguen algo avanzan otro poco y se paran, como el lugar es estrecho tienen que permanecer juntos, escuchándose los latidos del corazón que les late deprisa por la emoción; así están unos minutos hasta que pueden ver algo. Este hombre podría ser Máximo, piensa, e inconscientemente se acerca un poco más al sacerdote
Lo primero que distinguen es una piedra rectangular, grande, un poco mojada por algunas partes y con musgo por otras. Junto a la piedra parece que hay una gran caja, también de piedra, que tapa la entrada a otra cueva. Se quedan en esta primera estancia palpando el gran cajón de piedra.
– En esta cueva ha vivido gente, se ve la mano del hombre.
– Sí –dice Amala-, esta piedra está tallada y el cajón me recuerda a algo.

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– Tenemos que volver pertrechados de antorchas. ¿Lo vamos a decir? ¿Vamos a contar nuestro descubrimiento?
– No sé, puede que ya esté descubierto y se sepa. Creo que es mejor contarlo, total somos tan pocos. No creo que mi primo sepa de su existencia. ¿Y si la cueva llega hasta tierra firme? –Iba a decir esto en alto, pero calla, no vaya a ser que el sacerdote…
– Ya sé lo que es – grita Félix emocionado-, son enterramientos. Sí, es un enterramiento y esto es un sarcófago. Vámonos, tenemos que volver enseguida.
Salen de la cueva, se sacuden un poco la tierra que les ha caído encima y regresan a la fortaleza contentos, emocionados y riendo.
Atraviesan el patio entre las ocas y gansos que picotean el grano de los sacos de una de las casetas que conforman la pequeña muralla de madera y que se utiliza de almacén. La simple visión de las ocas y los gansos alegra a Amala; de pequeña cuidaba personalmente de una oca que le habían regalado. Una preciosa oca blanca con algunas plumas grises en el cogote. Como no la dejaban tenerla en el palacio tuvo que guardarla, junto a las demás ocas, en una casa que había al otro extremo del jardín palaciego y servía como gallinero. Por las mañanas Amalasunta bajaba a abrir la puerta del gallinero para que, tanto ocas como gallinas, pudieran picotear libremente por el gran corral anejo. Antes pasaba por las cocinas para recoger pan duro y otras golosinas que echaba a las aves. A la derecha del gallinero apoyado en la pared había un palomar con muchas puertas pequeñas en forma de arco y por dentro totalmente diáfano para que las palomas pudieran relacionarse. Siempre que Amala pasaba por allí se quedaba un rato admirando las pequeñas y artísticas puertas, parecía una ciudad en miniatura.
El sacerdote y Amala entran en la fortaleza y suben hasta el primer piso donde los soldados atizan la gran chimenea, saludan respetuosamente a la Reina, buena señal, que me sigan

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respetando; y continúan charlando de sus cosas. Amala y Félix entran en la cocina, tienen hambre y, sobre todo, prisa por comer y volver a la cueva.
Sofía está dando los últimos toques al guiso que servirá en la cena, es mejor que repose un poco, el secreto de algunas comidas simplemente es el tiempo de reposo.
– He podido convencer a dos soldados para que fueran a comprar pescado a los pescadores de Volsinii y cuando los pescadores han sabido que era para la Dama del Lago, como os llaman en la zona, pues se han enterado que estáis presa, nos han regalado cuatro anguilas bien hermosas que estoy guisando para la cena.
– Qué amables, esos pescadores no me deben odiar, a pesar de vivir en tierras de mi primo. O quizá sea porque no lo conocen.
– Entonces, ahora ¿qué vamos a comer?
– He partido un queso que podemos mojar en la miel; he cocido pan y también hay aceitunas –ofrece Sofía que termina de trastear y se sienta en la mesa para comer-, para beber hay leche agria y vino aguado.
– Te tenemos que decir una cosa.
– Sí, hemos descubierto una cueva cerca del acantilado.
– Ahora, cuando terminemos de comer, vamos a volver para investigar –Amala no puede evitar sonreír, hoy casi no ha pensado en su prisión.
– Yo también quiero ir a descubrir cuevas –dice en tono de ruego Sofía-, nunca he estado en una cueva.
Terminan rápido de comer y piden a los soldados que les fabriquen unas antorchas.
– No es para escapar de la isla –le dice Amala-, además ¿cómo servirían las antorchas para huir? -Tienen que dar explicaciones, aún así dos soldados deciden acompañarlos, más por curiosidad.

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Parece una pequeña procesión de penitentes, cinco personas en fila con una antorcha encendida cada uno. Caminan deprisa, el sol está todavía alto y los días son más largos pero prefieren volver aún con un poco de luz. Llegan, quitan las ramas con las que habían tapado la entrada y comienzan a bajar.
– Con las antorchas es otra cosa –dice el sacerdote-, se ve perfectamente. Este es el sarcófago que hemos visto esta mañana.
– Cuanta humedad –comenta un soldado.
– Aquí hay una piedra con musgo, parece escrito algo.
– Convendría sacar la piedra al exterior –propone Amala-, así se podrá ver mejor lo que pone. Seguro que estos soldados tienen fuerza para sacarla fuera.
Dicho y hecho, como si fuera de madera y pesara poco, los soldados, conjuntados, con un grito como de guerra sacan la gran piedra rectangular afuera y la dejan junto a la entrada de la cueva. Después bajan de nuevo y ayudan a mover la caja funeraria que tapa un agujero. Esta vez tienen que aplicarse un poco más los dos forzudos porque el sarcófago de piedra pesa mucho.
– Es una especie de pasillo – mediogrita el sacerdote totalmente emocionado-. Cuidado que por aquí, donde estoy yo el techo está más bajo y hay que agacharse. Ahora se ensancha el pasillo y desemboca en una sala circular.
– Félix, todos vamos detrás suyo y lo podemos ver igual –comenta Sofía, también emocionada por la excursión. ¡Cuidado, el suelo está resbaladizo!
– Es arcilloso, por eso resbala tanto. En mi pueblo la cueva de los moros tiene el mismo piso y resbala también mucho –dice uno de los soldados que también está emocionado.
Efectivamente el pasillo desemboca en una sala circular con otros tres sarcófagos más, junto a ellos, unas estelas funerarias.

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– Son estelas funerarias que seguramente explicarán quiénes están enterrados aquí.
– Un momento –dice Amala, disfrutando por el descubrimiento y sin acordarse de la espada que pende sobre su cabeza -, estas letras y estos dibujos son etruscos. No hay que olvidar que estamos en Etruria, patria de los etruscos –mira a los soldados que sin esperar órdenes comienzan a sacar al exterior las tres estelas funerarias-. Buenos chicos. Aquí hay una especie de escultura, parece una cabeza, hay que sacarla también afuera.
Siguen un rato más escudriñando las paredes de piedra que en su momento estuvieron pintadas, al menos por algunos sitios, pues quedan restos que parecen de figuras humanas. Alguien ¿un soldado? ¿Sofía?, habla de mover una de las grandes losas que cierran los sarcófagos, el sacerdote se opone por parecerle sacrílego. Tiene que pensarlo, estudiarlo y dilucidarlo, por el momento son suficientes las estelas funerarias y la escultura con forma de cabeza que han sacado los soldados.
Amala, gran conocedora y admiradora de la cultura etrusca, está fascinada, toca las paredes con profunda impresión, pensar que allí han estado personas que vivieron hace mil años y construyeron la cripta que ahora están pisando ellos, una gran civilización, los etruscos. Recuerda haber leído cómo era la sociedad etrusca, sus costumbres, su religión, su organización política, el arte, el importante papel de la mujer tanto en el entorno familiar como en el gobierno de la ciudad, estaba mucho mejor considerada que por los romanos, por supuesto que por los griegos y no hablemos de los godos.
Con tantas preocupaciones se le había olvidado que están en pleno centro de Etruria, cuya capital fue Tarquinia con el lago Vulsinio como aglutinante de las doce ciudades-estado, al estilo griego; en sus orillas se reunían cada año en primavera, en el Santuario de Voltumnae, los doce jefes de las doce ciudades federadas*. Se elegía al jefe de la Federación Etrusca, deliberaban asuntos

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acerca de política interna y externa y, por supuesto, celebraban la fiesta religiosa dedicada al dios Voltumna. También se reunían en dicho santuario para discutir cuestiones urgentes que no podían esperar a la primavera siguiente.
¡Los etruscos! Qué fascinante hallazgo, puede que hasta algunos de sus jefes hubieran estado en la pequeña isla, las aguas del lago son tranquilas y fáciles de navegar. Un recuerdo de esos que permanecen perdidos revive en la mente de Amala, no está muy segura pero le parece haber escuchado que su primo cuando mandó construir la fortaleza habló de ruinas etruscas. Tiene que enterarse, hablar con Teodato para informarse bien. De pronto cae en la cuenta de su realidad, está presa en la isla; con tantas emociones se le ha olvidado por unas horas su condición de prisionera. Es tan curiosa intelectualmente que antepone el afán investigador a la preocupación por su supervivencia. Sólo deseo, se dice mentalmente, que mi hija esté bien, que respeten su vida y su condición de princesa goda. Les sirve mejor viva que muerta, siempre la pueden utilizar como moneda de cambio para conseguir una tregua, la paz o cualquier otra cosa casándola con algún noble o algún rey. Para eso sí se nos considera a las princesas, para pactar y conseguir alianzas. Se acuerda, con angustia, de la vez que unos piratas (así se definían ellos, pero Amala siempre sospechó de sus propios nobles) secuestraron a Matasunta durante dos días. Aprovecharon un pequeño viaje que se empeñó en hacer, junto a sus damas, hacia el sur en busca de las islas Tremiti donde cuenta la leyenda que está una parte del Vellocino de Oro.
Los piratas pidieron un rescate para liberarla, que aunque no era excesivo Amala no tenía el dinero suficiente, cuánto asco se dio de ella misma, ella, Amalasunta, hija de Teodorico el Grande, madre del rey Atalarico, y para más vergüenza reina de

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los ostrogodos, no tenía el dinero que pedían unos desalmados por la vida de su hija. Por supuesto no quiso que se enterara Atalarico.
Fueron dos días de actividad frenética en la corte de Rávena, su primo sería la última opción, pero si tenía que pedírselo de rodillas, lo haría. Podía subir o crear algún impuesto pero se tardaría mucho en su recaudación.
Casiodoro le tendió una mano, como siempre lo había hecho, no sólo le prestó un tercio del dinero, sino que ayudó a vender las joyas de Amala. Se tuvo que desprender de colgantes, anillos, collares y broches, algunos muy queridos, pero para eso sirve el oro para poder hacer frente a imprevistos. Envió un correo con escolta a Roma para vender las joyas a comerciantes judíos, la colonia judía romana era mucho mayor que la de Rávena, donde no estaban muy bien vistos.
Cuando reunió todo el dinero se lo entregó a los piratas que estaban fondeados frente al puerto de Rávena. Fueron a entregarlo Casiodoro y ella con sólo cuatro soldados de escolta, todo se hizo en secreto para que nadie se enterara, no sabía quien participaba en el secuestro, si todo salía bien lo investigaría hasta su origen.
Llegaron al puerto de Classe (nombre del puerto ravenés) ondearon una bandera azul y esperaron unas interminables horas hasta que vieron acercarse una pequeña embarcación con varios pasajeros a bordo. Amala estiraba el cuello y se alzaba, de puntillas, para poder distinguir si iba su hija. Al ver las largas cabelleras rubias de las damas de Matasunta y el enmarañado cabello negro de su hija al viento se mareo un poco y tuvo que sentarse sobre unas redes para no caer al suelo. ¡Estaba viva! Vivía, que era lo importante. Ya en el puerto, bajaron de la pequeña barca dos hombres con las caras tapadas y pidieron el dinero, pero Casiodoro se adelantó, abrió la boca del talego lleno de monedas de oro y plata y lo enseñó. Debían bajar todas las mujeres de la embarcación y cuando estuvieran sanas y salvas, sólo así, entregarían el dinero.

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Se hizo de esa forma y por fin madre e hija se fundieron en un largo y apretado abrazo, también las acompañantes de la princesa se felicitaban unas a otras besándose en la boca y atusándose las cabelleras, al estilo godo. Matasunta estaba asustada, con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, apenas sobresalían dos hileras de pestañas indicando el lugar que ocupaban. Además de la amarga experiencia que acababa de terminar, temía la regañina de su madre porque desde un principio se había opuesto al viaje.

– Señora, creo que ya has sobado, acariciado y hasta besado suficientemente la pared y los sepulcros –es Félix-Máximo quien saca a Amala de sus ensoñaciones-, pero, si estás sudando ¿te encuentras bien?
– Sí, gracias, es la humedad –mintió-, salgamos a respirar el aire fresco –piensa que si logra salir viva de la isla refrescará en sus libros lo referente a Etruria. Tantas cosas tiene que hacer si sale viva…
Suben todos a la superficie y se sientan en unos troncos de árboles caídos y en algunas rocas cercanas. Parecen como si regresaran de un largo viaje, el más agotador de todos, un viaje en el tiempo. No sólo ha sido Amala quien ha soñado con los etruscos, el sacerdote, que algo ha oído sobre ese extinguido pueblo anterior a la monarquía y república romana, también ha elucubrado acerca de la religión y dioses etruscos. Sabe que los etruscos interpretaban los rayos, función que correspondía a los arúspices (sacerdotes), así como también les correspondía interpretar diversos signos proféticos, como el vuelo de las aves. Se dice, a sí mismo, que cuando salga de la isla, alguna vez tendrá que ser, se dedicará a recopilar información y estudiar mejor a este pueblo.

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Por su parte Sofía, que no tiene ni idea de la existencia de los etruscos, ha quedado fascinada con los sepulcros, los restos de las pinturas de las paredes y con las estelas funerarias.
Hasta los soldados, a pesar de su tosco aspecto, piden noticias de “ese pueblo que hacía tan magníficos enterramientos”.
La Reina y el sacerdote prometen contarles un poco de su historia.
Como las estelas funerarias pesan bastante, deciden sólo llevar a la fortaleza una, la que parece estar en mejor estado. Un soldado insiste en llevar también la cabeza de nenfro, una piedra de origen volcánico y color grisáceo, bastante usada por el pueblo etrusco para sus construcciones. La cabeza pesa menos y el soldado se la echa al cuello que realmente parece el de un toro.
Han estado en la cueva cuatro horas aunque a ellos les haya parecido mucho más. El sol está ya bajo y el cielo ha perdido su claridad para tornarse azul cobalto con franjas entremezcladas rojizas y anaranjadas. Regresan todos hablando, casi gritando, la emoción del viaje que han vivido les impide callar.
– Quién sabe desde cuando está la cripta tal y como la hemos visto nosotros.
– Puede que desde los mismos tiempos de los etruscos. Seguro que nadie ha entrado tras los enterramientos.
– Por el aspecto de la cripta y los sepulcros parecen gente importante.
Llegan a la fortaleza con las últimas luces del día, los soldados bufan por el esfuerzo. Dejan la estela y la cabeza en el patio, pero Sofía los apremia sin éxito para que introduzcan los hallazgos en la entrada de la fortaleza pues teme que algún animal pueda dañar tan preciado tesoro.
Los demás soldados preguntan intrigados, a ellos no les importa mucho la estela ni la cabeza, pero ante las caras de sus compañeros empiezan a intrigarse.

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– Hoy cenaremos todos aquí, junto a la chimenea, para poder hablar de nuestro viaje a Etruria.
Efectivamente, Sofía calienta el guiso de anguila que lo sirve en dos grandes fuentes para que cada cual se eche lo que quiera, también pone tres cuencos con col cocida, como acompañamiento y varias hogazas de buen pan que ella misma ha cocido en el horno que hay pegado a la torre, bajo un tejadillo que lo protege de la lluvia. Varias frascas de vino aguado están repartidas por la mesa, el vino sin agua se reserva para los dulces que consisten en masa horneada rebozada en miel, frutos secos y leche hervida con pimienta y miel.
Es la primera vez que comen todos juntos y los soldados están algo cohibidos, miran a la Reina (todavía lo es) con timidez, de soslayo, sin atreverse casi a hablar. Son sus carceleros, sí, son soldados enviados por Teodato, sí, pero no son soldados ostrogodos; hay algo en la figura de Amalasunta que les infunde respeto y admiración, además, es tan guapa…, más de uno soñará con ella, despierto o dormido.
Es Sofía quien anima a comer.
– No me he esforzado en cocinar para que se quede en la fuente o se coma frío, así que ¡venga!, a comer sin dejar nada, hay que comérselo todo.
– Me recuerdas a mi madre cuando pone la mesa para comer o cenar, si nos retrasamos, nos gruñe.
Es uno de los soldados, Hermene, el más atrevido que se ha aventurado a romper el hielo. Amala, pensativa, se fija en él, si estuviera un poco más aseado sería un hombre atractivo- Este pueblo mío, tan reacio al agua.
– Nunca he comido la anguila tan bien guisada, a decir verdad sólo he comido una vez anguila y como tenía tantas espinas no he querido repetir, esta apenas tiene, no sé cómo la has conseguido pero está muy sabrosa, Sofía, te felicito por tus habilidades

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culinarias. No me extraña que cuando pusiste la taberna en el norte, estuviera siempre llena.
– Gracias, Señora. Yo tampoco pensé nunca que cocinara tan a gusto para ti después de todo lo que me dijo vuestro primo.
– También a mí me indispuso contra ti, Señora –dice el sacerdote que se une a la admiración por Amala.
Los soldados se miraron sin atreverse a opinar.
Terminada la cena comienza la tertulia sobre el pueblo etrusco en la que el sacerdote y Amala llevan la voz cantante; los soldados escuchan boquiabiertos, nunca han escuchado palabra alguna sobre un país llamado Etruria. Enseguida el vino se termina y hay que salir a la bodega a por más, es el momento de retirarse a descansar, ha sido un día de emociones y eso cansa mucho.
Se despiden y cada cual va en busca de su lecho, sólo los dos soldados de la primera guardia permanecen despiertos.
Amala sube las escaleras hacia su habitación con un poco de miedo, confía en que el cansancio venza al insomnio, aunque sabe que no es garantía de que así ocurra. Duda si intentar dormir directamente o probar a escribir un poco, quiere ser constante, sabe que es la única forma de que lo narrado tenga continuidad, aunque en estas circunstancias el estilo no le importa demasiado.
Decide intentar dormir y si no puede se levantará a escribir. Ve el peine sobre el arcón que hay frente a la cama y se acuerda de su madre y del ritual que realizaba antes de acostarse, va a coger el peine para peinarse pero se queda a medio camino, no tiene ganas. Se quita la ropa, las botas, los calzones y se pone la saya de dormir, apaga la vela de la palmatoria y cierra los ojos. Inmediatamente llegan con prisa la maraña de pensamientos a la mente de Amala. Se fuerza a pensar en algo agradable para ahuyentar las preocupaciones y miedos. Sueña con el viaje que ha

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querido hacer a esa Hispania, ya lejana, comienza con los preparativos para tan larga andadura, todo un carro sólo para su equipaje y el de su hija, otro carro para las damas y otro más para la impedimenta de los soldados, pero el sueño la vence mucho antes de salir de Rávena. Ha habido suerte.

Bizancio

Dos meses largos después de haber salido de la corte goda, Alejandro, el senador en misión diplomática y los dos obispos que lo acompañaban, llegaron por fin a Bizancio. Han tenido las dificultades que en 534 acechaban a los viajeros, aunque éstos fueran importantes y llevaran escolta. Los caminos estaban embarrados, a veces hasta la rodilla; también estaban llenos de bandidos o de gente hambrienta a los que alguna escaramuza soldadesca había arrasado su pueblo y quemado las cosechas. Ante el hambre atroz muchos campesinos se echaban por los caminos dispuestos a todo siendo más peligrosos que los bandidos profesionales, y cuando no encontraban presa que robar era costumbre vender a los hijos como esclavos con el fin de sacarse algún dinero para poder comer y vivir. Además estaban las enfermedades que solían tardar bastante en curar, no era infrecuente que un simple catarro dejara sin actividad durante un mes. La fiebre también era un adversario de consideración, pues el remedio más utilizado para bajarla, tisana de saúco, era efectivo pero muy lento.
Al segundo día de viaje en barco comenzó el embajador, Alejandro, a notar dolor en el cuerpo, los huesos le dolían, los músculos parecían haberse transformado en piedra ¡tanto le pesaban los brazos y las piernas!, los ojos llorosos y una brusca tos completaba el cuadro de síntomas. Motivo por el que los tres viajeros decidieron quedarse durante un tiempo en Bretia, una de las muchas islas que pueblan el Adriático, frente a las costas

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italianas. En el pequeño puerto de San Pedro de Bretia pidieron al capitán de la nave que atracara, necesitaban con urgencia un físico o un curandero que atendiera al enfermo. Primero buscaron alojamiento donde pudieran descansar, se trata de una isla pequeña cuyo principal pueblo, San Pedro de Bretia, es tan pequeño que no había ni siquiera una humilde fonda para pernoctar. Fue gracias a la generosidad del herrero que acogió a los tres viajeros en su casa, cuando pudo por fin descansar el enfermo en un lecho. El sólo hecho de reposar en una cama en tierra firme hizo mejorar un poco a Alejandro que siempre tuvo prevención por los viajes por mar. El pequeño cabeceo del barco ya lo mareaba, además había que sumar la elevada fiebre causante de fuertes delirios que le llevaron a creer que grandes olas estaban a punto de hacer zozobrar el barco.
Quien hacía las funciones de físico en la isla era precisamente el herrero que nada más ver la amarillenta cara del embajador, escuchar la tos y los pequeños silbidos que salían del pecho al respirar, hizo su diagnóstico: es frío en los pulmones. Enseguida se puso manos a la obra para preparar tisanas y un ungüento de su invención que es infalible y no porque lo haga yo, sino porque lo he probado en muchos y a todos les ha ido bien, que lo diga mi hija.
– En efecto, ayudo a mi padre en lo que puedo, a todos los que ha untado el ungüento se han curado enseguida, ayuda a echar las flemas.
Ipazio y Demetrio se miraron con caras de circunstancias, qué iba a decir su hija, era lógico que alabara al padre. Decidieron que si en tres días no se notaba una leve mejoría lo trasladarían en una barca a Spalato, capital de la zona, seguro que allí habría algún físico.
Lo primero que hizo el herrero junto a su bella hija, Tina, fue una infusión de malva de los pantanos que crece espontánea en la pequeña isla. Tina la endulzó con miel y se la dio a beber al enfermo que rechazaba todo alimento, pero la paciencia de

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la herrera (su madre había muerto hacía dos años y Tina pasó a ser la herrera) logró que Alejandro se tomara el gran cuenco de tisana. Más tarde el herrero se sentó junto al enfermo y le friccionó el pecho con su casi mágico ungüento que desprendía aromas de romero y salvia. Los dos obispos rezaban por su pronta curación.
– Es mejor que salgan a dar un paseo por la playa, aunque sea invierno nunca hace demasiado frío en la isla, aquí, en la habitación, es fácil que contraigan ustedes también la enfermedad.
Hicieron caso al herrero y siguieron con sus rezos paseando por la arena de la playa y confiando en no tener que rezar por el alma del embajador.
A las dos horas de haberse tomado la tisana y de haberle puesto el ungüento, volvió Tina con una toalla y un puchero grande en el que había cocido dos cebollas grandes, lo puso sobre un cajón y pidió al enfermo que se incorporara un poco para poder tomar vahos. Alejandro obedeció a regañadientes, pero acabó con la cabeza tapada respirando el vapor que emanaba de las cebollas cocidas.
– Esto ayuda a abrir los pulmones y a quitar la tos. Buen chico, lo estás haciendo muy bien. Y ahora un poco más de ungüento, también por la espalda, túmbate en la cama, boca abajo, así.
Como ya comenzaba a sudar un poco, Tina le cambió de camisa, le puso una de dormir de su padre, lo tapó bien y se fue.
Con ese tratamiento estuvo Alejandro hasta que comenzó a sudar como un pollo y a bajarle la fiebre; la mañana del tercer día comenzó a hablar y a preguntar qué es lo que hacía allí, en un lugar extraño entre personas que no conocía, pensó en un secuestro hasta que vio a los dos obispos entrar en su habitación dando gracias a Dios por escuchar sus oraciones. Apenas recordaba lo ocurrido, los obispos le explicaron todo lo relativo a su enfermedad, cómo tuvieron que pedir al capitán del barco que los

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dejara en esa pequeña isla, y cómo el herrero y su hija Tina los acogieron, dieron cobijo y le estaban curando.
– ¿Y el barco? –preguntó Alejandro.
– Ha zarpado, tenía que llevar mercancía a Constantinopla y se ha ido.
– Mejor –contesta con un hilillo de voz el embajador-, prefiero los viajes por tierra firme.
Comenzaron las toses y los obispos se marcharon a pasear y rezar para dar gracias al Altísimo por lo que parecía el inicio de curación de Alejandro. Se conocían la pequeña isla casi por completo, les gustaba sobre todo pasear por la playa de blancas arenas finas, a pesar de ser invierno el mar estaba tranquilo cosa muy del agrado de los dos obispos que se quedaban largos ratos contemplando sus aguas. El Adriático es siempre así, les dijo el herrero, es muy raro verlo embravecido.
Los caldos de gallina comenzaron a formar parte de la rigurosa dieta que el herrero recetó como tratamiento para curar el mal de pulmones que padecía Alejandro. A la semana ya se sentaba en la cama y podía charlar, sólo un poco, pues Tina, convertida en fiera enfermera, no dejaba que hablara mucho y echaba a todos de su habitación, incluidos los obispos.
– Sus excelencias disculparán, pero el enfermo ya ha hablado bastante -y los empujaba suavemente camino de las escaleras.
– Eres peor que jefe de los eunucos de mi emperatriz.
– Es que si no los echo afuera, no se van. No tienen consideración.
A las dos semanas comenzó a levantarse y andar un poco por la habitación. La fiebre había remitido del todo y la tos iba camino de ello. La curación estaba en marcha, ahora tenía que reponerse de los estragos sufridos, aún estaba convaleciente.
Fueron unas navidades extrañas, aquellas de 534, los obispos que ya se habían hecho amigos de casi todos en el pueblo pidieron las llaves de la pequeña iglesia a la señora que las guardaba. En otros

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tiempos había vivido un sacerdote católico que decía misa los domingos y también decía misa en las islas vecinas pero al morir no vino nadie a sustituirlo, así que los domingos los habitantes de San Pedro de Bretia montaban en varias barcazas rumbo a Spalato, escuchaban misa, daban una vuelta por el pueblo y regresaban a Bretia.
– Esta Navidad se celebrará en la iglesia de San Pedro con toda la pompa que podamos –propusieron los obispos.
La propuesta fue aceptada inmediatamente por los bretianos. Desempolvaron y arreglaron los vestidos religiosos guardados en la sacristía, en un enorme armario de madera de caoba, los obispos sacaron del gran baúl en el que llevaban su equipaje las capas utilizadas para la visita a Roma. Adecentaron la iglesia y recuperaron la antigua costumbre de poner jarrones con romero repartidos por toda la iglesia.
El entusiasmo llegó esa Navidad de mano de un enfermo.
Tina, un poco más condescendiente, dejaba dar pequeños paseos al embajador por el jardín y el inicio del camino hacia la playa. Hasta que ella no viera que pudiera hacerlo no pensaba dejarlo bajar a la playa. Alejandro, dócil, hacía todo lo que ella mandaba, que era mucho.
Cuando el día de Navidad pudo ir Alejandro a la iglesia se llevó una grata sorpresa, el olor de infinidad de velas mezclado con el del romero lo transportó a Santa Sofía, recién restaurada por Teodora. A pesar de ser humilde, con sólo una imagen de San Cosme y San Damián, los mártires patronos de la isla, resultaba una iglesia acogedora, al menos eso le pareció a él. Notó que al recuperarse después de los delirios producidos por la fiebre y de creerse muerto apreciaba más las pequeñas cosas: un buen caldo, la pequeña iglesia, el canto de los pájaros, sentarse en la herrería y ver cómo el herrero trabajaba el hierro, nunca se había fijado pero hasta le gustaban las chispas que salían de la fragua y la

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sonrisa de Tina que le parecía de un ángel, un ángel con espada, pero al fin y al cabo su ángel cuidador.
Ya no tenía el tiempo de charla milimetrado, estaba casi totalmente curado y Tina le levantó las restricciones. Pidió que lo acompañara a pasear por la playa, tan ponderada por los obispos, y allá marcharon los dos mirándose de reojo para espiarse las caras, los gestos; a veces se cruzaban las miradas y las mantenían hasta que a uno de los dos le cosquilleaba demasiado la espalda. Éste era casi siempre Alejandro, que a pesar de ser hombre curtido en asunto de mujeres, Tina lo turbaba y no encontraba explicación para ello. Si eso mismo le hubiese ocurrido a un amigo suyo sabría perfectamente que se estaba enamorando, pero nos es difícil distinguir lo que nos pasa a nosotros mismos, si hay sentimientos por medio la dificultad crece. Es muy fácil enamorarse de tu médico.
Tuvieron que hablar de seguir el viaje, pues ya nada los retenía en la isla, para que Alejandro se diera cuenta de que se había enamorado de Tina. Nunca pensó enamorarse de alguien que no perteneciera a su misma clase social ¡la hija de un herrero!, sin embargo ocurrió y así se lo expuso primero al herrero y después, si este consentía en el matrimonio, se lo pediría a Tina.
El herrero comprendió que se enamorara de su hija, para él era la mujer perfecta, no sólo por su belleza que saltaba a la vista, sino por sus cualidades, su generosidad, la firmeza de carácter y…, qué iba a decir, si era su padre. Le pareció bien que su hija casara con alguien importante; le dolía su marcha pero ya se apañaría de alguna manera, se trataba del futuro de Tina y ¿qué mejor que en Bizancio? Desde luego iba a estar mucho más entretenida que en el pequeño pueblo de una perdida isla del Adriático.
Le contó a su hija que el embajador le había pedido en matrimonio y a él no le parecía mal. La reacción de Tina fue una sorpresa para todos. No quería casarse ni con el embajador ni con nadie,

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prefería quedarse con su padre y aprender bien el oficio de curandera y partera, así, si su padre moría, tendría un oficio con el que ganarse el sustento.
– Pero ¿no te gusta el embajador?
– Claro que sí padre, me parece un hombre muy atractivo, demasiado atractivo, pero no quiero marchar de la isla, mis ojos están acostumbrados al azul del mar y creo que si no viera más este paisaje me amustiaría, como las flores cuando llevan cinco días en un jarrón. Necesito el mar.
– Tina, en la capital también hay mar.
– Lo sé, Alejandro me ha explicado cómo es Bizancio, pero aquí salgo y a pocos metros está la playa.
– Si te casaras con Alejandro no tendrías que buscarte el sustento, piénsalo bien, hija. Es un hombre rico, con influencia, que se mueve con facilidad en la Corte.
– Lo sé, y ya lo he pensado, padre, me quedo.
Cuando Alejandro supo el no rotundo de Tina se entristeció tanto que los obispos decidieron partir enseguida para que no volviera a enfermar. En vano trató de hacerla cambiar de parecer, él que convencía a Justiniano con facilidad y hasta a Teodora, no supo convencer a la hija de un simple herrero. Cualquier mujer de la nobleza se casaría con él con los ojos cerrados.
La mañana de la partida Tina no apareció, se sentía flaquear y no quería echarse en brazos de Alejandro como el corazón se lo pedía, tampoco quería que viera sus ojos enrojecidos por el llanto. A pesar de ser la hija de un herrero sabía leer y escribir y estuvo toda la noche escribiendo una carta para el embajador; de madrugada se la dio a su padre con el encargo de entregársela en mano a Alejandro, a continuación huyó hacia el cercano bosque de pinos. La carta debía ser leída ya en Bizancio.

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Los tres viajeros emprendieron tristes la marcha, tenían apalabrada una pequeña barca que los trasladó a Spalato y de ahí a pie hasta la parada siguiente, ya siempre en tierras del Imperio.

– Sí, que pase el senador Alejandro de su embajada por tierras godas, antes de que Teodora se entere de su vuelta, quiero ser yo el primero que hable con él –dijo Justiniano a su secretario.
Pero Teodora se había enterado de su regreso antes que Justiniano, hasta conocía los amores frustrados del embajador y le había aconsejado al respecto. Era la gran aduanera, se gustaba llamarse a sí misma, nada escapa a mis ojos y oídos, lo controlo todo, para ello pagaba de su bolsillo un ejército de espías que la informaban de cualquier hecho ocurrido en cualquier parte del imperio, por pequeño que fuera.
– Majestad -se arrodilló el embajador ante Justiniano con la cabeza rozando el suelo hasta que el emperador le dijo que podía levantarse-, anoche regresé de la corte goda de Rávena, os traigo deseos e intenciones de la bellísima Amalasunta.
– Sí, ¡eh!, ¿de verdad es tan guapa como dicen?
– Sí, majestad augusta, es una gran mujer, por fuera y por dentro.
– A la emperatriz no le digas eso, es muy celosa y comenzará a darme la tabarra.
– No os preocupéis, no le he dicho nada.
– Cómo ¿ya has visto a Teodora?
– Sí, majestad, anoche cuando llegué junto a los dos obispos, nos mandó llamar a los tres y estuvo despachando con nosotros.
– ¡Lagarta!, siempre se adelanta. Cuando soy yo el primero en algo es porque ella me deja.

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– La emperatriz es una gran mujer, también por dentro y por fuera. Tenéis suerte de que esté a vuestro lado.
– Desde luego, tener a Teodora como enemiga debe ser terrible. A ver qué me tienes que contar.
Alejandro contó con pelos y señales muchas conversaciones mantenidas con Amalasunta, le transmitió el cansancio de la Reina, los miedos pasados y futuros, el porqué de no haber ido a Bizancio cuando ya tenía el barco preparado en Epidamno, los recelos respecto a su primo Teodato y sobre todo, el firme deseo de terminar sus días en Constantinopla. Estaba decidida a marcharse de Rávena para vivir en la capital imperial, pero tenía que rematar algunas cosas pendientes, después partiría y cedería su reino a Justiniano, para que recobrara su antigua estructura. No hay que olvidar, decía la Reina, que Italia ha sido el centro del Imperio.
Los obispos también comunicaron a Justiniano las palabras de Teodato y su ofrecimiento, mucho menos generoso que el de su prima, si bien Justiniano no creía demasiado en las intenciones del corregente. Hacía tiempo que se carteaba con Amalasunta y creía conocerla un poco, sabía que era persona de confianza y cumplidora de sus acuerdos. Tenía muy presente la ayuda prestada por Amala en la guerra contra los vándalos.
Mientras el embajador hablaba con Flavius Petrus Sabbatius Iustinianus, emperador de Bizancio, hacía comparaciones entre las dos Cortes, Constantinopla la magnificencia, grandes alfombras, cortinas de seda, suntuosas lámparas y mucho oro; si le pidieran que definiera el Gran Palacio de Constantinopla con un color, sin duda sería el dorado. La corte de Ravena, mucho más pequeña pero quizá más acogedora, Alejandro la vio azul, no por el color del edificio palaciego en el que predominaba el mármol blanco, sino porque la ciudad entera le parecía azul, desde luego había menos etiqueta que en la corte de Bizancio, no es que el Palacio

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de Teodorico fuera más pequeño, sino que había menos ostentación de riqueza, será porque ahora Bizancio es la capital imperial –pensaba Alejandro- o porque sus moradores son de otra forma de ser. A Teodora le interesa dejar claro en cada momento que ella es la emperatriz, en cambio Amalasunta, ha nacido ya princesa y no necesita demostrar nada.
No iba desencaminado Alejandro, para Teodora el no haber nacido noble era una espina que no lograba quitarse a pesar de las riquezas y el poder que ostentaba.
Justiniano no se quedó del todo conforme con la embajada de Alejandro, hubiera preferido que el mensaje de la reina goda fuera por escrito, no era necesaria una gran misiva, con escribir claramente que a cambio de protección, reconocimiento en Bizancio y quién sabe si también matrimonio, ella le entregaba el reino ostrogodo, hubiera bastado. El emperador sabía muy bien que las palabras vuelan y sólo permanece lo escrito y más si las palabras eran pronunciadas por una mujer, aunque fuera tan letrada como Amalasunta.
Estuvo rumiando el asunto durante un tiempo, no quería consultarlo con su chambelán Narsés ni tampoco con Teodora, por miedo; sí, el emperador tenía miedo a su mujer, la conocía bien y sabía de lo que era capaz, sobre todo cuando se encelaba. Él nunca había dado motivos para ello, ahora en cambio entraba en liza otra gran mujer, aunque ella nada supiera.
El gran sueño de Justiniano era volver a reunir el Imperio Romano como siempre fue, pero con capital, esta vez, en Bizancio; para ello había comenzado a recuperar Cartago, Numidia, Mauritania, una franja de Hispania (el resto se le resistía), y por supuesto Grecia, Macedonia, Dacia, Pannonia, Dalmacia y todas las posesiones en Asia. No hay que olvidar que no hacía ni cien años Roma había caído en manos de hunos, vándalos y godos.

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Si Amalasunta le cedía el reino ostrogodo de Italia se evitaría tener que luchar para conquistarla, con lo caras que son las guerras –pensaba el emperador-, mantener soldados, barcos, impedimenta, una guerra sale por uno ojo de la cara. Pero quería seguridad, así que decidió volver a enviar otro embajador para que trajera, esta vez, los deseos de la Reina por escrito. Estuvo pensando en quién sería bueno para la embajada, alguien de su total confianza, no era fácil, no, junto al poder pululan siempre gentes de doble o triple cara y Justiniano lo sabe.
Por fin el elegido fue Pedro Illirico, llamado así por haber nacido en Iliria; gran abogado que participó en la elaboración del Pandectas, nombrado posteriormente magister officiorum de la corte de Constantinopla.
A pesar de que Justiniano llevó todo este asunto en el mayor de los secretos, Teodora se enteró y montó en cólera contra su marido por no haberla puesto al corriente de la nueva embajada. Era una mujer menuda pero cuando se enfadaba parecía crecer dos palmos. Fue hecha una fiera al palacio donde trabajaba su esposo y sin esperar que el sirviente de la puerta la anunciara, entró. El emperador estaba en ese momento solo, dictando al escriba.
– ¿Desde cuándo se me ocultan embajadas importantes? –los ojos le centelleaban y parecían volverse más negros, había salido corriendo de su despacho al enterarse del encargo a Pedro Illirico sin ponerse la majestuosa túnica sobre el vestido, llegó sofocada.
– Cálmate, Teodora seguro que has venido corriendo por los interminables pasillos.
– Sabes que nunca corro, simplemente he venido sin parsimonia.
– Ya, como si no te conociera, a ver, qué te trae a mi despacho que no puede esperar a la hora de comer o cenar.

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– Quiero saber por qué no me has hablado de Pedro Illirico y de su embajada a tierras ostrogodas ¿qué es lo que quieres saber o hacer saber a esa reina sabionda?
– ¿Te refieres a Amalasunta? – Justiniano también sabía meter el dedo en la llaga, estaba enfadado por la interrupción y quería devolver a su esposa la misma moneda.
– ¿Hay otra? Déjate de jueguecitos y dime la embajada de Pedro -Teodora estaba tan furiosa que había perdido su proverbial frialdad.
– Conoces mis sueños de volver a reconstruir con centro en Bizancio todo el Imperio Romano, para lo cual es necesario conquistar Italia, después ya veremos si seguimos con la antigua Galia e Hispania. Alejandro me ha dicho que la Reina goda quiere cedernos –habló en plural porque sabía que le gustaba a Teodora-, su reino.
– ¿A cambio de qué? –cortó como un resorte la emperatriz a su esposo.
– Siempre hay una contraprestación, la que pide la Reina es mínima, quiere que la ofrezcamos protección.
– ¿Protección?, ¿qué clase de protección?
– Vendría a vivir aquí, a Bizancio.
– ¡Lo sabía! ¡Cómo lo sabía! Esa mosquita muerta haciéndose la pobrecita y la generosa, y lo que quiere es el trono imperial.
– Mujer…
– Ni mujer ni nada, le parece poco para ella ¡toda una princesa de nacimiento!, le parece poco el trono de un reino, ella quiere el imperial. Sobre mi cadáver, eso será sobre mi cadáver.
– No te ofusques, nadie ha hablado de tronos ni de matrimonios –nada más decir la palabra matrimonio se arrepintió, cómo se arrepintió. A Justiniano le desazonaba estar peleado con su

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esposa, quería tranquilidad, ya no era un chiquillo, tenía cincuenta y dos años y las discusiones lo agotaban.
– Eres tú, tú precisamente quien ha hablado de matrimonio, yo sólo he hablado de ambición, nada más.
– Venga, Teodorina, sabes que sólo tú serás mi esposa, además, tienes que estar orgullosa, pues me casé contigo por amor, me enamoraste desde el primer día que te vi hilando con la rueca, hasta ahora sigo enamorado de ti como un bobo. Pero sí te digo que si nos cede el reino, lo aceptaré, calcula el dinero que nos ahorraríamos en guerras – como colofón le dio un pasional beso a Teodora que se marchó más calmada.
Estuvo todo el día dándole vueltas al asunto, le devoraban los celos muy a su pesar. Estaba segura del amor de Justiniano, pero también conocía muy bien la naturaleza masculina tan aficionada a picar allí y aquí, había escuchado sobre la belleza de Amalasunta, y no estaba tranquila del todo, tenía que buscar una solución a su situación, no se puede vivir con el comecome de los celos.
Lo consultaré con la almohada –pensó-, de noche se me han ocurrido la solución a muchos problemas. Ya en su despacho se puso a dictar a su fiel escriba varias ideas que tenía para que se legislara a favor de las mujeres, era el trabajo que tenía en mente; por desgracia conocía muy de cerca lo desprotegidas que estaban las mujeres, para ello no necesitó la ayuda de sus innumerables espías, lo había conocido en primera persona, primero al morir su padre y tener que ponerse de ayudanta de su hermana Komito, después cuando trabajó en los burdeles de Constantinopla. De su espectáculo recreando el mito de Leda y el Cisne no quería ni acordarse aunque entonces disfrutara haciéndolo; era casi una niña sin saber muy bien qué significaba.

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Lo que tenía muy claro Teodora era que quería ayudar de alguna forma a la mujer en general y a las prostitutas en particular; para ello impulsó varias leyes, una prohibía la prostitución forzosa entendiendo como forzosa la que obligaba a las mujeres, sea cual fuere su condición, a prostituirse y ganar dinero para un tercero. No se consideraba forzosa si ésta provenía del hambre. Organizó un pequeño ejército, también pagado de su bolsillo, que inspeccionaba los burdeles para controlar el cumplimiento de la ley, en caso de incumplimiento se clausuraba el burdel. En el mismo sentido fundó el monasterio de Metanoia, en la parte asiática del estrecho de los Dardanelos, donde las arrepentidas podían vivir y mantenerse con lo que producía el monasterio.
También aumentó los derechos de la mujer en caso de divorcio, ordenó que se aplicara la pena de muerte para los violadores y prohibió el asesinato de la mujer adúltera. Intervino en muchas más leyes relacionadas con la protección de la mujer menos favorecida. Su labor en ese sentido fue encomiable.
Efectivamente durante la noche Teodora encontró la solución para sus suspicacias y sus celos. Como estaba inmersa en el proceso legislativo ¿quién mejor que un abogado para aconsejar? Temprano, sin apenas probar bocado, hizo llamar a Pedro Illirico y ordenó a su secretario que dejara al menos dos horas libres antes de dar paso a los muchos que pedían audiencia con la Augusta; quería poder charlar tranquilamente con el abogado.
Llegó el de Iliria puntual, como siempre, sabía que Teodora era puntual y lo exigía a los demás. El abogado iba un poco temeroso por la incertidumbre de la llamada de la Augusta ¿qué querría?, se preguntaba andando detrás del eunuco que precedía a todas las visitas, recorrieron casi todo el Gran Palacio, ya que el despacho de audiencias de la emperatriz estaba en el último palacio que era el suyo propio.

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Ambos se arrodillaron tocando el suelo con la cabeza hasta que la Augusta mandó retirarse al eunuco y levantarse al abogado.
– Señora.
– Siéntate en este sillón –le señaló un gran sillón que más parecía un trono, de negra madera con un gran cojín bermellón- junto al mío, está tan hecho a mi cuerpo que los cojines toman la forma de mis nalgas – el historiado sillón de Teodora era aún más ostentoso que el otro, los cojines eran de púrpura con borlones dorados- cuando están demasiado viciados y apenas levantan un palmo los mando cambiar. Te preguntarás para qué te he mandado venir. Primero quiero consultarte una duda que tengo sobre el derecho de propiedad, sé que has ayudado a mi marido en la recopilación del Pandectas y redactas bien.
– Señora, podéis preguntar lo que gustéis.
Teodora hizo el paripé de preguntar alguna cosa que por supuesto ya sabía y con astucia fue llevando la conversación al punto que ella quería. Pedro Ilirico preguntó un poco miedoso.
– No sé si os he servido de ayuda.
– Por supuesto que sí, me has servido de gran ayuda y me servirás.
– Señora siento decir que partiré dentro de cuatro días a Italia, para entrevistarme con los corregentes.
– ¡Ah! No sabía –mintió Teodora- y ¿cuál es el motivo? Si puede saberse.
– Llevo instrucciones del emperador para que la reina Amalasunta plasme por escrito lo que dijo a Alejandro, no se fía mucho de las palabras que se las lleva el viento.
– Sí, lo sé. ¡Qué interesante!, un viaje tan largo.

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– Sí –contestó el abogado un poco cohibido-, ya estoy nervioso por comenzar más que por llegar, lo bonito de los viajes es prepararlos, hacer el camino y, después, recordarlos. Si en mi ausencia necesitas consejo legislativo o legal, llamad a Triboniano, es el mejor jurista que hay en Bizancio.
– Eso he oído. Mira te voy a proponer otra embajada, ya que vas a ver a Amalasunta, la goda –dijo la goda casi escupiendo, como si fuera una apestada.

Especialista en manipular, sobre todo a los hombres, no se sabe como lo hizo pero consiguió que Pedro Ilirico le prometiera cumplir la embajada que ella le propuso. Embajada difícil de ejecutar pues consistía en asesinar a Amalasunta. Muerto el perro, se acabó la rabia. Al principio el abogado se negó, se revolvió, argumentó, él no era un asesino, sólo un abogado, pero pensó en el inmenso poder de Teodora sobre cosas y personas, y por fin accedió.
El abogado salió de la entrevista con la emperatriz sudando como un pollo, a pesar de ser invierno, comenzó a subirle la bilis a la boca que se le llenó de amargor, no quería escupir en los recintos del Gran Palacio por lo que aligeró hasta la calle, por fin en la esquina, frente al hipódromo, vomitó igual que un borracho. Mareado, llegó a su casa y se echó sobre un triclinio al calor de la chimenea.
– ¿Qué tienes Pedro? Estás muy pálido –preguntó su mujer.

Atalarico

Una noche más en la fortaleza del lago y la primera que ha podido dormir bien, al menos se ha levantado descansada. Ha sido Sofía quien le ha despertado creyendo que le pasaba algo.

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– Normalmente no duermes o duermes mal – el tuteo no era extraño en 535, y menos entre los godos. En este caso ya había confianza-, por eso me he asustado cuando no has bajado para pedirme el agua del baño.
– Gracias, Sofía, eres muy buena conmigo.
– ¡Bah! Bobadas, no tengo otra cosa que hacer. Pues el agua ya está caliente ¿la quieres para ahora?
– Sí, prefiero bañarme primero, después ya comeré algo. De todas formas como he dormido tan bien tengo poco hambre.
– ¡Cristo, qué cosas dices! Es decir, que el dormir quita el hambre ¿no?
– Déjalo, ya te lo explicaré en otro momento.
Baja a la planta baja primero para hacer sus necesidades en las letrinas mandadas construir por Teodato al modo romano, aunque en la fortaleza Martana no haya nadie que le caliente el asiento; después pasa a la habitación del baño donde ya la espera Sofía que ha llenado la bañera con agua hirviendo y ha añadido unas gotas de aceite, esta vez de romero y tomillo.
– Para relajar el cuerpo y el espíritu –dice muy convencida la cocinera.
– Me parece que a ti, todo te relaja –contesta Amala recogiendo su cabellera con un punzón de hueso de búfalo que tiene para estos menesteres. Es un bonito hueso afinado y tallado por el maestro orfebre Wolf, el más reconocido en Rávena; en él ha querido homenajear a la Reina y talló un pequeño busto del gran Teodorico con incrustaciones de plata. A Amala le gusta mucho y siempre se recoge su larga cabellera con el hueso de Wolf, como lo llama ella.
La habitación del baño es de estilo romano. Está también en la planta baja, es una estancia circular, abovedada, y desde la mitad de la pared está recubierta de mosaicos azules con alguna figura marina en azul más oscuro; el suelo es, así mismo, de mosaicos azul oscuro que se van aclarando gradualmente al comienzo de las

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cuatro escaleras que dan paso a la bañera semicircular con una profundidad de un metro y medio por una parte y un poco más de medio metro por otra, para poder sentarse sin tragar agua. En la pared hay unas argollas para sujetar los hachones de luz y unos pequeños salientes para posar las lámparas de terracota.
Amala aprovecha la hora del baño, que en su prisión suele alargarla, pues no tiene obligaciones de gobierno que la esperen. Pero comienza con sus preocupaciones y no quiere engolfarse en su angustia, además, recuerda que tienen que estudiar las estelas funerarias y la cabeza etrusca encontrada el día anterior.
Sale del baño, se seca bien con el lienzo de lino que le ha dejado Sofía y se pone el corpiño y las bragas bajo la túnica para que no se trasparente nada. Inmediatamente sube a su habitación y tranquilamente se viste.
Baja a la cocina y para no enfadar a Sofía y no escuchar sus regañinas de madre, come unas sopas de leche con pan migado.
– ¿Contenta, gruñona?
– Félix, el sacerdote, ya está afuera escudriñando las piedras que trajeron los soldados de la cueva etrusca.
Amalasunta sale y ve a los soldados echando cubos de agua y restregando las estelas con una escoba de ginesta para quitar la porquería. Al ver a Amala cesan las risas acompañadas de comentarios soeces y se hace el silencio.
– No dejéis de reír por mí, la risa es buena. Bueno, Félix, qué tenemos aquí, veamos.
– Sin duda es una estela funeraria, seguramente de una familia, por lo menos hay esculpidas cinco personas. Mirad, y está firmada, pone Vulca de Veyes*.
– Es verdad –dice Amala mirando con atención la estela-, hay dos que parecen mayores, serían los padres y estos de aquí serían sus hijos –señala tres figuras que representan a tres jóvenes, dos hombres y una mujer; están ataviados con túnicas que recuerdan a

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las babilónicas. Tras ellos hay esculpidos unos ramos de olivo-. Creo que debían ser nobles o, al menos, gente importante, el olivo significa además de paz y prosperidad, resurrección y esperanza.
– Sí, es cierto –corrobora el sacerdote-, ¿de qué habrán muerto? y ¿por qué estarán enterrados en la isla?
– Esto último es más fácil de explicar, sabemos que estamos en el centro de Etruria y seguramente en estas dos islas vivirían varias familias, puede hasta que hubiera un pueblo. Habría que estudiar bien nuestro descubrimiento, pero aquí no tenemos dónde consultar. Bueno, ahora echemos un ojo a la cabeza.
Cuando Amala mira detenidamente la cabeza se le escapa una exclamación de sorpresa. No sé si será la isla o son sólo simples coincidencias o está condicionada por su situación, piensa la Reina, primero el sacerdote se parece mucho a Máximo, ahora, la cabeza se asemeja a la de su hijo. La mira una y otra vez para cerciorarse, y sí, parece una escultura de Atalarico. Pero es del todo imposible, se dice a sí misma, esa cabeza ha sido encontrada en una tumba etrusca y dicha tumba no parece haber sido profanada, no se debe olvidar que los etruscos hace unos mil años desaparecieron como pueblo. Yo sólo tengo sangre goda (su madre era franca, pero para Amala no cuenta), y Eutarico, sólo tenía sangre goda, los dos somos godos casi puros ¿entonces? Qué pena, en su biblioteca de palacio tiene varios rollos sobre sus antepasados, incluidos algunos árboles genealógicos de sus dos progenitores. Está tentada de pedírselos a su primo, le serían de gran utilidad para descifrar el misterio del gran parecido entre el etrusco y su hijo.
– Señora, estás muy pensativa.
– Sí, Félix, ¿te parece que la tumba que encontramos ayer haya sido descubierta o profanada antes?

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– No, nunca se tiene la seguridad sobre algo, sólo una cosa es segura, la muerte, pero estoy convencido de que nadie, antes de nosotros, ha pisado esa tumba.
– Lo digo porque la cabeza parece una escultura de mi hijo. ¿Le llegaste a conocer?
– No tuve ese placer.
– Pues te digo que se asemeja a su rostro, la forma de la nariz, grande; la separación y forma de los ojos, la barbilla, todo, todo se parece a él ¿cómo puede ser?
– No sé, es de difícil explicación. He escuchado, pero eso son tonterías, bulos, que todos tenemos un doble, yo mismo soy el doble de Máximo ¿no es así? Quién sabe si ese etrusco era el doble de tu hijo.
– Un doble mil años después, sí, es extraño que precisamente sea la madre de uno de ellos quien descubra el parecido –se queda un momento pensativa y después, como un resorte, entra en la fortaleza.
– Voy a escribir un poco –dice a modo de despedida al sacerdote.
– Yo iré a dar un paseo, hasta luego.
Entra en la fortaleza, sube la escalinata hasta su habitación, coge el pergamino, las plumas y la tinta, baja hasta la gran sala de la chimenea y se sienta cerca de la ventana por la que entra alegrando la estancia el sol mañanero.
Ha cambiado de idea, ya no quiere escribir sobre sus sueños, ahora sólo quiere desfogarse y hablar de su hijo al que acaba de ver en una tumba etrusca.
“Hoy he visto la cara de mi hijo muerto hace, ya, seis meses, en octubre hará un año. Es un misterio que quizá nunca desentrañaré, pero parecían las facciones del rey Atalarico, hijo de Eutárico Cillica y Amalasunta y nacido en Ravena en el año 516.

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El número diecisiete es nefasto para la dinastía de los Amalos, nos trae mala suerte, mi esposo, Eutarico, hacía el número diecisiete de la dinastía amala, mi hijo murió con diecisiete años y mi tía paterna Amalafrida (madre de Teodato) murió asesinada un diecisiete de julio de 523. El diecisiete tiene gafe.
Qué pronto bajó Atropos a la Tierra, con sus temibles tijeras para cortar el hilo de la vida de mi hijo ¡pobre hijo mío! Quedarse sin padre a los seis años y sin abuelo, poco después. Por mucho que luché, no fue suficiente, sólo tuve el apoyo de Casiodoro, mi gran amigo y confidente, sólo él se puso a mi lado cuando los duques godos me quitaron a mi hijo. El bisojo, a pesar de estar educado como yo y de admirar la educación romana tanto o más que yo, tomó partido por la nobleza goda, como era de esperar. No me defraudó mi primo, él en su línea. Ahora sé que a sus hijos también los educa a la romana a pesar de estar muy mal visto entre la nobleza goda ¡cuánta desfachatez! Sé que la Justicia no existe, de existir sus hijos varones tendrían que ser educados al estilo godo, como hicieron con Atalarico que duró poco en manos de los nobles. Acabó consumido por la tos.
No debí empeñarme en tratar de educarlo en el amor al estudio, creí que se parecía más a mí, pero no era así y no quise o no supe verlo. Yo también me empeciné en que estudiara y él se rebeló. Era muy rebelde, siempre fue difícil y más cuando murió su padre al que adoraba. Habría preferido que hubiera sido yo quien muriera, creo que en el fondo me echaba la culpa de la enfermedad y muerte de su padre, pobre hijo mío, cuánto sufrió. Y yo, empeñada en educarlo en el conocimiento, tuve que hacer de padre y madre, si Eutarico hubiera seguido vivo creo que le habríamos educado de la misma forma, pero Atalarico seguro que se habría aplicado. No supe ver que el origen de la rebeldía de Atalarico fue la muerte de su padre y me empeciné en doblegarlo”…

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No puede seguir escribiendo tiene que dejarlo, el dolor es demasiado al rememorar la relación con su hijo, sobre todo porque lo amaba demasiado y puede que eso no sea bueno, se dice mirando el paisaje del lago que ya comienza a serle demasiado familiar. No, no es bueno querer demasiado, no por la posible decepción, continúa con sus pensamientos, sino por la falta de perspectiva y porque a los padres no nos enseñan, tenemos que fijarnos en nuestra propia educación y relación con nuestros padres. Siempre creí que Atalarico era como yo, amante del estudio y con verdaderas ansias de aprender, aunque no me haya valido de gran cosa, pero de eso no me arrepiento. Yo volcándome para que Atalarico estudiara y resulta que quien ha heredado esa afición ha sido Matasunta, a la que he relegado en favor de su hermano ¡cuánto lo lamento! Ella sabe que la adoro, pero me he esforzado menos con ella, he estado menos pendiente de ella, puede que por verla más resuelta, más centrada, más disciplinada, más fácil y puede que también porque nos parezcamos más y, a veces, con una sola mirada nos comuniquemos. Aún así he debido dedicarla más tiempo, si salgo de esta, SI SALGO, prometo remediarlo.
Sí, Atalarico siempre estuvo muy unido a su padre; me gustaba verlos juntos, sentados en las escaleras del jardín hablando de cualquier cosa o escuchando historias de la lejana Hispania ¡Dios mío qué lejana está ahora! Algunas veces me escondía tras los cortinajes del gran portón del Mar para escuchar sus charlas.
“Padre cuéntame algo de Hispania”, insistía como yo, pero a él sí le hacía caso y comenzaba: “Como bien sabes, hijo, nací y me crié en Amaya Patricia. Roma y Rávena son ciudades preciosas, pero la zona de Amaya es uno de los lugares más bonitos del mundo –y hacía gestos con la mano para señalar lo bonita que era Amaya-, está cerca de Segisama Iulia y Albacastro, también está cerca de un pequeño valle circundado de peñas, y sobre una de ellas se celebró, en la época de Octavio Augusto, una de las batallas más cruentas de las guerras contra los cántabros, se llama la peña 

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Ulaña; cuentan los historiadores que los romanos no quisieron cercarla por el hambre sino que subieron la peña por las partes más accesibles hasta llegar a los poblados cántabros. Cuando los cántabros, guerreros valientes, aguerridos y diestros en el manejo de la jabalina, espada y falcata, vieron las cinco legiones romanas que subían por dos lados de la peña con sus espadas haciéndolas chocar contra los escudos como si fueran tambores y con sus gritos de guerra, comenzaron a quemar sus castros y a degollarse con sus falcatas. No querían caer en manos romanas – y hacía como si se cortara el cuello, mientras Amalasunta detrás de la cortina disfrutaba de la escena, le gustaba ver a los dos hablando como dos amigos. Seguía Eutarico, que disfrutaba mucho contando batallas a pesar de no haber asistido a ninguna, rememorando su infancia ¿Sabes qué forma tiene la peña Ulaña? No –mentía el hijo pues se lo había dicho su padre otras ocasiones, no lo sé padre ¿cómo es?
Pues tiene forma cuadrada si se la mira desde el valle que enlaza con Amaya Patricia, pero si se accede por la peña del Castillo (porque tiene forma de castillo), tiene forma alargada. En realidad son dos peñas superpuestas, la de encima es la Ulaña y la de abajo se llama Mazuela, o es al revés, siempre me he confundido”.
Atalarico miraba embobado a su padre y le exigía otra historia sobre su Hispania natal, tenía fijación.
– Yo soy un poco de Hispania ¿verdad?, soy un poco visigodo.
-Sí, hijo, eres medio visigodo y medio ostrogodo, pero ambos son el mismo pueblo, sólo que unos se han marchado más lejos, hacia el oeste y otros se han quedado en Italia.
-¿Cuándo me vas a llevar, padre? Quiero ver todos los lugares de los que me hablas.
– Cuando se pueda, hijo, créeme, te lo prometo.

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Pero murió sin poder cumplir su promesa y mi hijo comenzó a rebelarse y a culparme de la muerte de su padre, más que culparme pensaba que en el fondo me alegraba. No se paró a pensar que quien más perdía con su muerte era yo que amaba a Eutarico con toda mi alma. Pero ¿cómo podía hacérselo entender? ¿Cómo podía, si sólo tenía seis años? Aguanté su rebeldía, aunque todo tiene un límite, No me cansaba de explicarle que un rey debe ser una persona culta, que gobierne con sabiduría, con justicia, con personalidad fuerte para no dejarse influir por el ejército de buitres que se congregan alrededor del trono. El poder es muy goloso y todos quieren un trozo, hay que elegir bien a los ayudantes más cercanos.
Atalarico se había asentado en su rebeldía y comenzó a no querer estudiar, en eso salió a su padre pero yo me empeñé en que se pareciera a mí. ERROR. Tenía que haber dialogado más con él, hablar en vez de imponer. Un día me desesperó tanto que le di un cachete, todos los nobles presentes me miraron con sorpresa ¿Un cachete al rey? Todavía recuerdo la cara de los nobles clavándome sus miradas desafiantes advirtiéndome ¡cuidado!, es el rey. Ese día supe que tendría en contra a la mayoría de los pares* godos, aunque nunca creí que llegarían a separarme de mi hijo.
Amalasunta siente que la vida se le hace demasiado pesada, siempre solventando problemas, cuando arregla uno aparece otro en el horizonte, siempre igual y no se puede quejar, si hubiera nacido esclava…, sin poder decidir sobre tu vida, estando a merced del carácter del amo, sin saber leer y lo que es peor sin tener necesidad de ello, eso es lo único que consuela ahora su corazón triste y cansado de luchar. Quieren volver los pensamientos negativos que ya sabe dónde la conducen, piensa en su hija y se da fuerzas a sí misma. Lucha Amalasunta, lucha por tu hija, aunque estés tan decepcionada de todo, empezando por ti

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misma, aunque estés prisionera en esta isla, ¡lucha!
La única manera que tiene de luchar es seguir viva, seguir con la rutina que parece haberse implantado en la isla Martana, e intentar conquistar para su causa a algún soldado o al sacerdote, Sofía es mujer y no cuenta, sin embargo sería la que más querría ayudarla, pero le está terminantemente prohibido salir de la isla, ni siquiera a comprar pescado fresco.
Ya empieza a calentar el sol y Amala lo nota a través de la ventana, mira al exterior y observa el lago más azul que nunca; la mayoría de los árboles están floridos, se asombra de que casi en un día hayan florecido, el espectáculo no puede ser más bonito, parecen susurrarla que salga a respirar el aroma de la mañana y obediente es lo que hace. Se lo dice a Sofía que sigue con sus trajines en la cocina.
Sale al patio y juguetea un poco con las ocas y los gansos siempre picoteando los granos de cebada o farro esparcidos por el suelo, son tranquilos y no quieren atacarla, después sale fuera de la fortaleza y abre los brazos para abarcar todo lo que ve, el sol, el lago, los pájaros, los árboles, todo. La felicidad, piensa, es disfrutar de cosas que la naturaleza nos brinda, son pequeños y muy escasos los momentos en los que nos damos cuenta de lo importante que es no estar enferma, ni ciega, ni coja y poder disfrutar del paisaje. Ahora comprendo a los nobles latinos –comienza a andar sin darse cuenta por uno de los caminos que rodean el lago-, que prefieren vivir en el campo, claro que ellos lo hacen por motivos de seguridad, para defenderse de los saqueadores o de algunos desmanes godos; el caso es que disfrutan de la naturaleza en sus inmensas posesiones del sur, espero que alguna vez salgan de sus enormes fortalezas en las que se refugian huyendo de la inseguridad que algunos de mis godos provocan en las ciudades.

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No sé cómo hacer comprender a mi pueblo la bondad de cumplir las leyes, en cuanto se sienten un poco libres comienzan a desmandarse; están dejando las ciudades casi despobladas, sobre todo las del sur porque se creen que en Ravena no nos enteramos. No se dan cuenta de que sin ciudades no hay intercambio y sin intercambio no hay comercio y sin comercio hay más pobreza, pues muchos son los que intervienen en el comercio. Dada las dimensiones del problema no me quedó más remedio que enviar una misiva a todos los nobles de las provincias de Lucania y del Aprutium animándolos a vivir en grupo y no en soledad: “los mismos pájaros viven agrupados -les dije- los estorninos siguen a los estorninos, las palomas aman las hileras de palomas…, mas los audaces azores, las águilas cazadoras aman la vida solitaria. Las fieras buscan campos y selvas, los hombres deben amar por encima de todo los patrios hogares. Terratenientes y curiales del Aprutium volved a la ciudad; en vuestras ciudades están los colonos que cultivan los campos. Dejad de estar separados del mundo rústico.” Pocos fueron los que me hicieron caso, aunque alguno sí hubo que lo hizo; le dije a Casiodoro que convenciera a los nobles sureños para que volvieran a sus ciudades, muertas, sin apenas movimiento de gente, sin celebrarse el día de mercado por ausencia de compradores ¡qué triste es entrar en una ciudad casi muerta!
Casiodoro es muy conocido por esos lares al haber nacido en Esquilache, por tener propiedades en Calabria y por acabar de terminar la construcción de un monasterio en Vivarium, cerca de Esquilache, para copiar textos y así poder coleccionarlos. Creo que es una maravilla, con lámparas de aceite provistas de un sistema que repone el aceite usado de forma que siempre tienen aceite; también hay un gran reloj de sol en forma de ojo cuyas pestañas son las horas; una bonita clepsidra entre dos columnas y una especie de embudo, sujeto por las columnas, para el agua; y no podía faltar una hermosa biblioteca para guardar sus preciados tesoros. ¿Qué será de mi biblioteca?, si no logro salir de la isla

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¿será para Matasunta? A ella sí le gusta leer y sabe apreciar un libro.
¡Ah, Casiodoro!, unos pocos días en esta fortaleza y ya me parece que llevo toda la vida.
Se ha sentado en una piedra junto a la orilla y como una autómata tira piedrecitas que van haciendo círculos cada vez más grandes hasta confundirse en el agua y desaparecer. Somos círculos, las personas somos círculos como estos del agua, nacemos en un lugar, crecemos y vivimos en el mismo o en otros lugares, pero cuando ya nos va pesando la vida queremos volver a la tierra de nuestra infancia para cerrar el círculo y morir recreándonos en los paisajes que de pequeños llenaban nuestros ojos.
Qué pena de hijo mío, a pesar de haber nacido príncipe y de ser rey, no tuvo una vida muy afortunada, no quería estudiar y yo le obligaba, mas cuando fue a vivir al estilo godo no soportó esa vida, estoy convencida que tampoco le gustó.
Es muy duro sobrevivir a tus hijos. ¡Vida, dame fuerzas para conseguir lo que quiero!
Amalasunta parece estar hipnotizada por los círculos que forman las piedrecitas en el agua, se sobresalta cuando escucha su nombre en la voz de un hombre, es el sacerdote que no ha podido resistir y ha vuelto a la cueva para seguir observando las tumbas etruscas.
– Señora, por fin has salido ¿has visto qué bueno hace?
– Sí, realmente parece casi un día de verano.
– Vengo de la cueva y he estado estudiando todos los enterramientos, es fascinante el mundo etrusco.
– ¿Has visto algo referido a la cabeza de mi hijo?
– No, aunque hay en otra estela funeraria la imagen de un joven que podría ser el de la cabeza.

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– Hoy no estoy de humor, mañana quizá vaya a echar otro vistazo, puede que saquemos algo en claro – el sacerdote se sienta junto a Amala y se une a al adictivo deporte de tirar piedras al agua-. Son los círculos de nuestra vida, algunos terminan siendo pequeños, en cambio otros se hacen tan grandes que no se ve dónde acaban.
– Muy trascendental te veo, Señora, eso no es bueno.
– La verdad es que no tengo motivos para lo contrario.
– ¿Regresamos a comer? –no quiere el sacerdote escuchar tristezas y desconsuelos, ha escuchado demasiados en la última iglesia donde ejercía su ministerio.
Cuando se acercan a la fortaleza ven el rizado y blanco moño de Sofía asomándose a la puerta para ver si regresan los tardones.
– Los soldados ya están comiendo, como aquí no hay protocolo de ningún estilo y estaban muertos de hambre, han empezado a comer.
– A ver con qué nos sorprendes hoy, vayamos pues a comer –No quiere la Reina chafar la ilusión que pone Sofía en cocinar comidas sabrosas y diversas.
– Hoy no hay pescado, estos soldados son unos holgazanes y no han querido coger la barca para ir a comprarlo. Dicen que está medio rota y entra agua.
– Déjalo, mujer, da igual, no refunfuñes más.
– ¡Umm!, qué buenas te han salido estas lentejas estofadas, me gustan más que el pescado –dice el sacerdote-, como soy de secano…
– Es verdad –pregunta Amala-, no sabemos de dónde vienes, Félix, anda sé bueno y cuéntanos algo de tu vida.
– ¡Bah!, en mi vida hay poco que contar, nací en la pequeña aldea de Vitulano, cerca de Beneventum, cuna del Samnio. Ya de pequeño estuve destinado a la iglesia y así crecí hasta que conocí a una niña de mi pueblo, Annunziata se llamaba, era alta, guapa, con unos

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ojazos negros tan bonitos, un perfil tan perfecto y una cabellera ondulada tan preciosa que me enamoré de ella enseguida. Jugábamos todos los niños del pueblo al escondite y yo siempre procuraba esconderme con ella. Un día llegué a mi casa y dije a mi padre que ya no sería de la iglesia sino que quería seguir trabajando la tierra, igual que él. Me dio una paliza tremenda, pero los samnitas somos muy testarudos y yo erre que erre no quería ser cura. Mi padre ya tenía suficientes problemas para alimentar quince bocas y no veía la forma de que pudiéramos trabajar lejos del pueblo para aliviar su escuálido bolsillo, a un hermano mío lo colocó de palafrenero de un noble napolitano ¡una boca menos que alimentar!, otra hermana entró de ayudante del ama del señor obispo de Beneventum, ¡otra boca menos! Uno marchaba y otro llegaba, nunca consiguió mi padre que fuéramos menos de trece hijos en casa, al menos mientras yo viví con ellos. La hora de las comidas era un suplicio, escuchar constantemente las protestas y enfados de mi padre por tener que alimentar a toda la recua, mi madre callaba y lo miraba con una expresión característica mitad odio, mitad miedo. Pero por la noche, cuando nos íbamos al techado a dormir sobre la paja bien que nos ponían alrededor de ellos para que les diéramos calor, entonces no protestaba.
Cuando se dio cuenta de que yo decía en serio que no quería ser de la iglesia dejó de hablarme y cuando podía alcanzarme me zurraba de lo lindo.
– Pobrecillo –interrumpe Sofía la historia del sacerdote y así, de paso, recoge los platos y trae los dulces que consisten en farro cocido en leche con miel.
– No me importaba, el amor es capaz de aguantar lo que sea con tal de estar con la persona amada. Mientras pudiera ver todos los días a Annunziata, yo tranquilo. Pero lo bueno no puede durar eternamente y un día no la vi -será que está enferma, pensé-, al tercer día me armé de valor y fui a su casa para enterarme de su

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ausencia. “Ha ingresado en el convento de Santa Sofía, quiere ofrecer su vida a Dios”. Iba a protestar pero no me salió la voz ¡Annunziata, religiosa! Volví a mi casa cabizbajo sin darme cuenta de que junto a la puerta estaba mi padre que aprovechó para zurrarme, me pilló desprevenido y se despachó bien. Al poco tiempo marché yo, también a Beneventum, para hacerme sacerdote.
El día que llegué, desde mi Vitulano natal, antes de ver al señor obispo (es preceptivo que el obispo autorice tu decisión), pasé por la iglesia de Santa Sofía que está junto al convento y pedí ver por última vez a Annunziata, pero el oso que hacía las veces de madre portera me echó con cajas destempladas. Me corroía el alma pensar que ella estaba en la misma ciudad y no podía verla.
– La vida es difícil para todos –esta vez fue Amala quien interrumpió a Félix. Todos llevamos nuestra pequeña o gran cruz.
– Es verdad –prosigue el sacerdote-, yo he llevado dos cruces en mi vida, el resto de mi existencia es demasiado corriente –duda si seguir o no, son cosas demasiado íntimas como para decirlas a cualquiera, ni siquiera en confesión las ha dicho.
Pero se decide a hablar, Sofía le merece confianza y casi seguro que después de la isla no volverá a verla, la Reina sabe que es comprensiva, reservada, si vuelve a Ravena está seguro que no dirá nada. Por último están el vino y la relajada vida de la isla para terminar de convencerlo.
– ¡Dos cruces! –exclama la cocinera.
– Pues sí, y las voy a contar –Sofía echa otra ronda de vino, esta vez sin agua-, empecé a estudiar, primero para aprender a leer, escribir y las cuatro reglas; después ya comencé con la teología y todas las materias del sacerdocio. No me había resignado a no volver a ver a Annunziata, algún día nos cruzaremos, pensaba, en

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alguna plaza o en alguna calle seguro que la veo, otra cosa es que pueda hablar con ella. La providencia quiso que los sacerdotes que nos instruían cambiaran de iglesia para oír misa y rezar los oficios, Santa Sofía fue la elegida. Y allá entraba yo, todas las mañanas con el cuello más estirado que una oca a la vez que disimulaba para ver si la veía. Fueron tiempos en los que desarrollé a la perfección las artes del disimulo, me tuve que emplear bien en ello el día que por fin la vi junto a otras aspirantes. ¡Qué guapa estaba!, con tan gran belleza y porte puede casarse con el noble más noble de todos –pensaba yo observándola desde la parte de atrás, junto a la pila bautismal de la iglesia-, y en cambio ha decidido entrar en un convento, claro que prefiero el convento al marido, no sé que sería capaz de hacer.
Una vez vista y sabiendo que estaba en ese convento me tranquilicé un poco y comencé a darle vueltas a la cabeza para buscar el pretexto que pudiera acercarme a ella para hablarla; por mucho que me estrujaba los sesos no encontraba la manera. Otra vez la providencia vino en mi ayuda, fue casi por casualidad, gracias a mi habilidad para dibujar uno de mis maestros me indicó que fuera al convento de Santa Sofía para ayudar al pintor que estaba decorando el refectorio del convento. “Así aprendes también a pintar, quien sabe, algún día te puede valer para algo” me sonaron sus palabras a canto de ángeles.
Me presenté en el convento, esta vez el oso que hace las funciones de portera me dejó pasar. El resto es fácil adivinarlo, conseguí hablar con Annunziata que se acordaba perfectamente de mí; recordamos nuestro pueblo, la tranquila vida de Vitulano, recordamos nuestros juegos, la reñí por no haberse despedido de los que la queremos, se disculpó y fue cuando le di un beso en los labios. Me miró seria pero no lo rechazó, adiós le dije lanzándole otro beso con la mano, salí del convento como si la providencia

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hubiera derramado todos los bienes sobre mi insignificante persona.
Así estuvimos unos meses, hablando en cualquier rincón del convento, besándonos con la pasión de la juventud, abrazándonos hasta que nuestros corazones parecían tocarse, fue la mejor época de mi vida, estaba vivo, ilusionado. Pero todo tiene un fin y mi vida terminó cuando ella tomó los votos perpetuos y la destinaron a Roma. El infierno no puede ser peor que la tortura de mi alma cuando se marchó, esta vez sí se despidió. Le propuse dejar el convento y escapar donde fuera, marcharnos lejos, a Bizancio, a Hispania, a Scania, dónde a ella le pareciera mejor, iniciar una nueva vida juntos, pero aunque me quería era mayor su miedo a lo desconocido, miedo al hambre, miedo a que el señor obispo mandara perseguirnos por todo el reino y termináramos pudriéndonos en una de las lóbregas cárceles godas. Ahora con el tiempo se me ha pasado la pena y la ira que me acompañó durante varios años, sigue acompañándome la pena de no haber tenido el valor para raptarla.
– Pobre Félix –dijeron ambas mujeres a la vez.
– ¿Y la otra cruz? No te creas que se nos ha olvidado –es Sofía quien pregunta.
– La segunda cruz me pesa igual pero me causó menos dolor en su momento. Ya era sacerdote y estaba adscrito a una pequeña iglesia de Sepino, no muy lejos de Vitulano, un día vi llegar corriendo a mi hermano, Pedro, a la casa en la que yo vivía y me dijo que padre estaba muy enfermo y quería que yo le confesase. No había vuelto a ver a mi familia desde que me marché a Beneventum.
Al escuchar a mi hermano volvieron a mi mente escenas de la infancia, sobre todo las numerosas palizas sin motivo que mi padre me propinaba. Salimos rápidamente de Sepino, alquilamos dos monturas para tardar menos y, por fin, llegamos a la triste casa

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familiar en la que ya sólo vivían mi hermana pequeña y mi padre. Mi madre había muerto al parir a su decimo noveno hijo. “Por fin no protestará por las bocas a alimentar” – le dije a Pedro-, “no creas, ya sabes cómo es padre, protesta por todo”.
Nada más verme me reconoció, trató de incorporarse del catre pero no le dejamos.
“Quiero confesar contigo, hijo”. “Aquí estoy, padre -dejadme a solas con él, os avisaré cuando termine”. Me puse la estola, recé la oración, “devuélveme, Señor, la insignia de la inmortalidad que perdí en la prevaricación de los primeros padres y aunque indigno me acerco a vuestro Santo Misterio, haced que merezca, no obstante, el gozo eterno”, y me preparé para escuchar la confesión de mi padre. Empezó bien, él contando con un hilo de voz, y yo escuchando, agachado y con la oreja pegada a su boca; el agrio olor característico a berzas con sebo, mezclado con madera y animales, me devolvió a mis ocho años. Más tarde no sé qué pasó por mi cabeza, pero un golpe de ira me llenó el pecho y me impidió seguir escuchando a mi padre, ya sólo fueron recuerdos mezclados con emociones y sentimientos. Cuando por fin terminó mi padre la retahíla de pecados y me tocaba darle la absolución, algo en mí se revolvió y no pude absolver a mi padre. Él me lo pedía sollozando, quería morir tranquilo, no quería ir al infierno, estaba aterrado y una persona que no era yo pero usaba mi cuerpo le contestó, “tú me mandaste durante toda mi infancia al infierno, a base de palizas, ahora te toca a ti”. Guardé la estola, el manípulo y los óleos que traía para la extremaunción y salí de la habitación sin haberle dado la absolución.
A las pocas horas murió.

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Al principio me sentí en paz con mi padre, él me había tratado mal en la infancia y yo me había vengado. Pero con los años la conciencia comenzó a protestar, sobre todo porque ya no tenía remedio, mi padre estaría sufriendo en el infierno por mi causa y esa visión, a ratos, todavía me atormenta. Bueno, eso es todo, es como una especie de confesión, pero no os pido la absolución.
– Deberías confesarte, liberarte de ese tormento –aconseja Amalasunta-, no serás buen sacerdote hasta que no estés libre y tu conciencia no te reproche nada.
– Sí, deberías hacerlo –apostilla la cocinera-, nosotras, aunque quisiéramos no podemos absolverte, no es para tranquilizarte, pero yo hubiera hecho lo mismo. Por mucho que mande un padre, no tiene derecho a maltratar a los hijos.
– Félix –interviene Amala-, ¿eres creyente católico?
– Soy latino, Señora, nunca he sido arriano, nací y moriré católico.
– Entonces creerás en todos los preceptos que manda la Iglesia.
– Por supuesto, pero ¿a qué viene este interrogatorio?
– No, por nada. ¿Te has parado a pensar en la veracidad de lo que nos han contado? ¿Y si no existiera el infierno? ¿Y si fuera una invención para manejarnos mejor?
– Alguna vez he dudado de algo, pero prefiero seguir en la ortodoxia, es mejor.
– Sí –contesta Amala-, es mejor y más cómodo. Perdona que diga lo que pienso, pero no sé si sabrás que me cuestiono todo y a todos los niveles. Creo que tenemos el pensamiento y la capacidad de razonar para usarlos, si no seríamos como borregos. Si existiera Dios ¿por qué crees que nos ha dotado de razón? ¿No crees que sea para usarla? Atrevámonos a ello.

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– ¡Cristo, qué cosas dices, Señora! –Sofía se santigua-. Es muy tarde y tengo que fregar la vasa de la comida y preparar algo para la cena ¡venga!, ¡venga!, dejadme sola en la cocina.
Los echó y trasladaron su conversación junto a la gran chimenea. Menos mal que al sacerdote, aunque no fuera Boecio ni Casiodoro, le gustaba disertar sobre cualquier tema, sobre todo religioso.
– Señora –pregunta interesado el sacerdote-, tengo curiosidad ¿tuviste que ver en la elección de nuestro actual papa, Juan II? Había mucha confusión en lo que se decía, he escuchado que vuestro hijo, Atalarico, marchó a Roma para controlar que no se hiciera simonía y como sé que en aquella época eras la Reina tutora.
– Has oído bien, aunque no del todo, mi hijo no llegó a ir a Roma; eres de mi misma edad, me parece a mí, entonces recordarás los trapicheos que los propios sacerdotes realizaban en muchas iglesias con los ornamentos litúrgicos. Lo vendían todo a cambio de favores o dinero. Hasta a la misma Curia Romana llegó la simonía, lo cual siempre me ha parecido escandaloso; con la cantidad de tierras y bienes que tienen los obispos ¡si son dueños de media Italia! No sé lo sabrás, pero durante los seis meses transcurridos después de la muerte del papa Bonifacio fueron vendidos por los pretendientes a sentarse en el sillón de San Pedro hasta ornamentos de los altares. Fue un completo desbarajuste.
No me quedó más remedio que enviar misivas a Roma, en nombre de mi hijo, para que su Senado articulara un decreto condenando la simonía en general y en las elecciones papales en particular. Cuando estuvo el decreto listo lo enviaron a Ravena para ser confirmado, así lo hice en nombre del rey, Atalarico. Como sabrás nunca he podido firmar por mí, cuando ha sido algo oficial he tenido que firmar siempre con el nombre de mi hijo.

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– No, no lo sabía ¿es por ser mujer?
– Efectivamente, si hubiera sido etrusca podría haber estampado mi nombre en cualquier documento oficial, porque sería la Reina sin más, pero al ser goda…, aún así como he reinado en nombre de mi hijo, no me ha importado. Te sigo contando, íbamos a ir a Roma para comprobar que se cumpliera todo lo decretado y lo añadido por mí, pero al final no pudo ser, Roma se me ha resistido siempre, sólo he estado unas pocas veces. En el decreto añadí que éste fuera estampado en mármol y se pusiera en el atrio de San Pedro, a la vista de todos. También ordené que si había una elección papal disputada y se pidiera mediación ante la Corte de Rávena por el clero o por el pueblo de Roma, deberían pagarse treinta mil sólidos a la Corte para distribuirlos entre los pobres. A los seis meses de la muerte del papa Bonifacio fue nombrado papa el actual, Juan II*, siempre hemos tenido buenas relaciones con él.
– Sí, es un buen papa, el llamado a veces papa Mercurio.
– Es verdad, también yo lo he escuchado en Ravena, ese era su nombre antes de ser papa, Mercurio de Projectus, pero se lo cambió por parecer demasiado pagano. Cuando era un simple sacerdote en la basílica de San Clemente Lateranense, todos le llamaban Mercurio.
– Si no quieres no me contestes, ¿qué pasó con vuestro hijo?
– ¿Cuándo?
– Cuando se lo llevaron de vuestro lado.
– Te habrán llegado a los oídos todo tipo de rumores.
– Tanto como todo tipo… – Félix se quedó pensativo.
– Venga, anímate, dime qué es lo que has escuchado.

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– Poca cosa, los rumores hablaban de que lo estabas mal educando porque habías olvidado educarlo en los valores godos, entre iguales, en la lucha cuerpo a cuerpo, en la vida curtida del campamento.
– Esos rumores son ciertos, se ve que me equivoqué, pensé que primero debiera tener buena educación de la mente, que supiera quien fue Epicuro o Parménides de Elea, el buscador de la verdad, o cualquier otro filósofo clásico; que leyera Virgilio, Ovidio…, que razonara racionalmente, que tuviera conocimiento completo de los países con los que Ravena tiene relaciones, que conociera bien nuestras leyes, nuestra historia…, en resumidas cuentas que fuera un gobernante completo. Después, pensé que sería el momento de cultivar el cuerpo e hiciera la instrucción, pero los nobles adelantaron ese momento. No comprendieron, nunca han comprendido y seguramente nunca comprenderán la importancia de una buena formación del intelecto, ni de la disciplina. Por eso se escandalizaron cuando le pegué el famoso sopapo; aunque para ser sincera no debí hacerlo, hay otras maneras, aunque estuviera muy preocupada por todo lo que soportaban mis espaldas, no estuvo bien, no debí hacerlo. Parece que le estoy viendo delante de mí gritando una y otra vez “no voy a aprenderme las ciudades godas de Hispania”, desencajado, lloriqueando, “no voy a aprenderme las ciudades godas de Hispania”, una y otra vez, una y otra vez y otra vez y otra vez y se me escapó la mano.
– No te martirices, ¿a qué madre no se le ha escapado una bofetada? Mientras no fueran palizas sin sentido como las de mi padre.
– No, Félix, cuando una madre pega a su hijo es por sus propios nervios. No hay excusa.
– Pero tampoco hubo excusa para que los pares godos te quitaran a tu hijo.

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– Desde luego, sobre todo para que llevara una vida degradada y de vicio a la que le indujeron, llena de vino y mujeres. Un momento, no estoy en contra del vino ni del sexo, pero siempre con mesura, como decía Epicuro, de lo contrario la consecuencia es el dolor. Desde luego en el caso de Atalarico se cumplió la sentencia epicúrea al pie de la letra: tanta desmesura le costó la vida. El cambio fue demasiado brusco, un día en palacio y al día siguiente en plena tienda emborrachándose junto a las tropas.
– ¿No pudiste hacer nada para evitarlo?
– Soy mujer, el rey era él. Por espías que introduje en el campamento itinerante, supe que a Atalarico tampoco le gustaba la vida soldadesca, pero como estaba lejos de las obligaciones impuestas por su madre, de su control, y se encontraba libre de hacer lo que quisiera, ir donde quisiera, comer y beber lo que quisiera y sobre todo no tener que estudiar, no le costó demasiado adaptarse. Si su padre no se hubiera muerto… Pero la vida no es justa, no me estoy quejando, simplemente constato una realidad.
Le convencieron para que, precisamente, un día antes de la Navidad de 533 cogiera su petate y se fuera a celebrarla con los pares que marchaban hacia el campamento de Pietra Abundantium, en el Samnio
Mejor que no viviera su padre, se hubiera entristecido con el rumbo que tomaron los acontecimientos. Recuerdo la carita de Matasunta, extrañada porque su hermano no quisiera celebrar tan señalada fecha con todos nosotros. Primero se engalanan todas las iglesias católicas y arrianas antes de celebrar la gran misa de la Navidad, después se celebra un gran banquete en el que los cocineros se esmeran en la calidad y cuantía de platos, aves de todo tipo, unas dentro de otras, comidas impensables e imposibles, una mesa llena de dulces exóticos, todo ello acompañado con buen vino; en fin que con ese banquete se come

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durante un mes. Cuando el banquete no da más de sí, comienzan los juegos, las teserae, el calculi, el latrunculi… Se suelen formar grupos, cada grupo en una mesa juega a lo que quiera. Hasta se dejó sus propias piedras pintadas para jugar el día que se fue.
– No te hagas daño recordando sólo lo malo.
– Lo sé, Félix, pero está demasiado reciente su muerte como para olvidar. Sé que no fue infeliz del todo, fíjate creo que hasta a veces fue feliz, pero yo sabía que era demasiado joven para esa vida y que eso le traería consecuencias. Mira si las hubo.
– Entonces no lo volviste a ver.
– Sí, dos veces, una al año y medio de haber dejado Rávena y otra poco antes de morir. La primera vez estaba yo estudiando unos documentos enviados por el Senado de Roma y, de pronto, aparecieron Atalarico, Ansila y Berimundo, los tres apestando a suciedad y vino.
– Madre, estos son dos amigos del campamento, son expertos en el manejo de la espada y de la lanza.
– Hijo, déjame que te vea, parece que has crecido, vas camino de ser todo un hombretón, como tu padre ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¿Queréis bañaros? Lo digo para que podáis dormir mejor.
Atalarico miró buscando un gesto en sus amigos, estos negaron con la cabeza y mi hijo contestó.
– No madre, dormiremos igualmente, pero lo que sí haremos es comer, tenemos más hambre que nuestros caballos.
– Desde aquel momento supe que mi hijo era una marioneta en manos de sus amigos y seguramente en manos de los padres de esos amigos. Escuché que tosía y le propuse que se quedara un tiempo hasta que se le pasara esa tos, pero no quiso; además, sus

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amigos no se separaban de él ni a sol ni a sombra, no querían que habláramos a solas, que nos contáramos cosas, seguramente algunas no muy agradables. Le vi desaliñado, con la larga melena rubia enmarañada, más delgado, se le había afilado la barbilla, a pesar de la crecida barba se le notaba. Sus risueños ojos azules me parecieron un poco apagados y la bonita nariz recta un poco más afilada. Pero no dije nada, sabía la retahíla de protestas que me diría mi hijo, parecía estar escuchándolo, “madre no seas tan agobiante” o “eres demasiado pesada, siempre estás con lo mismo” o cosas por el estilo. Cuando un hijo de casi dieciséis años se empeña en una cosa no atiende a razones y mucho menos si es la madre quien aconseja. Callé, pero el dolor y la tristeza se escaparon de su cuerpo para llenar el mío. Estuvieron sólo una noche y partieron al alba. En el petate de mi hijo pude introducir a escondidas dos saquitos con hierbas medicinales para el catarro (malvavisco y tomillo) y un pequeño frasco de miel, no sé si las tomó, me figuro que no.
– No se sabe, puede que sí, delante de los padres se actúa de forma distinta a cuando estamos solos.
– Las compañías que trajo –sigue Amala-, no son de las que ayudan, más bien al contrario, las miradas de los amigos de mi hijo estaban empapadas de envidia. La segunda vez que lo vi estaba casi agonizando. Teodato, que ya estaba unido al trono, quiso acompañarme a visitarlo pero me negué, sabía que era la morbosidad lo que le movía y le dije no. Cuando los nobles con los que vivía vieron que estaba grave enviaron un emisario para comunicarme el estado de salud del rey. Inmediatamente mandé ensillar mi caballo, Luna, una yegua blanca regalo de mi padre y marché rápidamente hacia Cortona, cerca del lago Trasimeno, donde le habían llevado. Él quería que lo llevaran a Rávena pero su estado no lo permitió. Matasunta quiso acompañarme, me pareció bien y vino conmigo. Hicimos el viaje en unas siete horas

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cambiando de caballo varias veces, no quería que mi pobre yegua muriera reventada, la dejé en Forum Livii y encargué a uno de los gardingos que nos acompañaban que volviera con ella a Ravena, pienso mucho en Luna, es una yegua muy cariñosa acostumbrada a que la acariciara y la aseara, espero que Matasunta siga cuidándola, si puede, a ella y a todos los perros. No creo que Teodato llegue a impedir que se cuide de mis animales, a él también le gustan pero por hacer daño y por pasar por encima de mí es capaz de cualquier cosa.
Llegamos a Cortona a tiempo de hablar con Atalarico, aunque le costaba mucho pronunciar las palabras; apenas se le podía entender. Lo habían llevado a la mejor casa de Cortona, perteneciente al obispo. Estaba postrado en una gran cama con la almohada llena de sangre reseca que nadie limpiaba, cada nuevo vómito de sangre caía sobre el anterior formando una pequeña elevación. Por la mejilla izquierda le corría un hilillo de sangre también reseca; a pesar de sus vidriosos ojos que miraban al vacío nos reconoció a Matasunta y a mí, estaba muy delgado, con la piel completamente transparente. Nos tendió la mano, mientras Matasunta se la besaba yo pedí una palangana con agua templada y un paño para limpiarle un poco la sangre de la cara, también mandé que le cambiaran la almohada por una limpia y lavaran la manchada para tener de repuesto.
– Tengo más, Señora –era el obispo ofreciéndome la mano en la que llevaba su anillo para que se lo besara, como es costumbre, pero yo le dije que no estaba para esos rituales.
– Se lo besaré en otro momento, ahora tengo que atender al rey –contesté clavando mi mirada en su orondo rostro-. Calló y se marchó de la habitación. Matasunta se colocó a un lado del lecho y yo al otro lado cogiéndole la otra mano que también besé con

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fruición, así estuvimos largo rato, los tres en la habitación, callados. Sólo se escuchaban los sollozos de Matasunta que quería de verdad a su hermano y se le destrozaba el corazón verlo agonizar. Comenzó a oscurecer, alguien trajo unas palmatorias con velas encendidas y una lucerna de aceite. Seguimos los tres en silencio, yo haciéndome la fuerte para dar ánimos de los que yo misma carecía, he sido demasiadas veces fachada en mi vida. Parecíamos fantasmas plasmados en la pared por las sombras que proyectaban las velas y la lucerna. No sé cuánto tiempo estuvimos así; de vez en cuando una sirvienta del obispo entraba para preguntar si necesitábamos algo o si queríamos cenar, pero no teníamos ganas de nada; pensé que a lo mejor Atalarico sí podría tomar algo de caldo y le pedí a la sirvienta si tenía un poco. Enseguida lo trajo; incorporamos al rey e intentamos que tomara algunas cucharadas, él lo intentaba pero un gran vómito de sangre lo impidió. Otra vez el silencio con los sollozos de Matasunta de fondo. Al rato noté en la mano con la que agarraba la de Atalarico una pequeña presión, lo miré y me pidió que me acercara. Cuando lo hice me susurró que le perdonara todo lo que me había hecho sufrir.
– Ahora comprendo –me dijo-, que siempre has querido mi bien, pero nunca me he dado cuenta. He tenido demasiada rabia en mi cuerpo.
– Hijo, descansa, sólo el descanso y la buena alimentación pueden curar esta enfermedad. Duerme tranquilo, no te tengo que perdonar de nada, si acaso será al contrario, tú eres quien me tiene que perdonar el haberte agobiado con mis obsesiones.
Se quedó tranquilo y así pasó toda la noche mientras Matasunta y yo llorábamos (no pude más y cuando mi hijo me pidió perdón estallé a llorar sin consuelo), rezábamos, prometíamos, nos rebelábamos, volvíamos a rezar…, hasta el alba. Con las primeras luces del dos de octubre del año 534 el alma de

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Atalarico, rey del pueblo ostrogodo, y mi hijo, abandonó su cuerpo. Lo hizo con suavidad, como si la muerte no quisiera despertarlo, parecía que seguía durmiendo, con una expresión dulce, tranquila. Fue su hermana la que primero se dio cuenta. ¡Madre, qué frías tiene las manos!
– El resto es fácil adivinarlo.
– Sí –contesta el sacerdote, que ha visto morir a mucha gente, sé el gran dolor de ver morir a un ser querido, y si es un hijo, supongo que más.
– Es indescriptible el dolor por la muerte de un hijo, es parte de ti lo que se muere. Ya no se es la misma persona, por muchos años que se siga viviendo. Menos mal que me queda Matasunta, demostró ser una persona adulta. Los primeros momentos fueron terribles para las dos, pero ella logró reponerse y me ayudó con todos los preparativos. Quise levantarme del asiento en el que había pasado la noche, pero no podía, me dolía todo el cuerpo como si hubiese estado acarreando enormes piedras de un lugar a otro. Cuando por fin me pude levantar ordené preparar y engalanar un carro para transportar al rey hasta Ravena, que todos supieran quién iba en él. Puse un lecho para que fuera mejor y no sufriera con los baches. Lo sé, Félix, lo sé, estaba muerto y no podía sentir nada, pero me daba igual, quería que fuera lo mejor posible.
La comitiva partió de Cortona con el sol próximo al mediodía, íbamos todos apesadumbrados, tristes, agotados, la muerte siempre agota a los vivos. Cruzamos el caudaloso Tiberis y pasamos sin demasiada dificultad el monte Inginus, ya oscurecido paramos en una aldea para pasar la noche; buscábamos la vía Flaminia y después la Popilia, quería marchar por buenas carreteras aunque el camino fuera un poco más largo. Hacía no mucho había mandado reparar el firme de la Flaminia y la Salaria que estaban en mal estado.

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Nos levantamos al alba y tras comer algo nos pusimos en marcha, esa parte de Italia está muy poblada y pasamos por muchos pueblos hasta alcanzar la vía Flaminia. Ya recogidas las cosechas, se veía mucho movimiento de campesinos en los campos preparando la tierra para la siembra de la siguiente cosecha, cuando nos veían llegar y se daban cuenta que era el cortejo fúnebre de su rey salían a nuestro encuentro y se unían a nuestro dolor gritando, llorando y alabando al rey muerto a pesar de que la mayoría no sabían quién era, ni cómo se llamaba.
Llegamos a Forum Sempronii e hicimos noche allí; a pesar de no hacer ya calor guardamos el carro de Atalarico en un gran nevero que había junto a una huerta en las afueras de la ciudad para que se conservara mejor el cuerpo de mi hijo.
Al día siguiente llegamos a Ariminum y tomamos la vía Popilia hasta Ravena, fue la jornada más larga pero todos queríamos llegar para poder descansar en nuestras camas.
Ya en Ravena lo enterramos en el mausoleo de mi padre, en el mismo sepulcro, así lo hubieran querido los dos. La ceremonia del entierro fue demasiado pomposa según algunos pares y el rey demasiado acicalado según otros, si hubiera sido por los nobles godos lo hubiéramos enterrado en una cuneta del camino. Estaba bien lavado y vestido con sus mejores galas, peinado con la larga melena cayendo por los hombros y la poblada barba recortada. Se habló de embalsamarlo, eso habría sido ir demasiado lejos. La solemne comitiva partió del gran atrio del Palacio Real. El carro fúnebre, engalanado con tela de brocados negros al igual que los caballos, marchaba rodeado de músicos tocando la lira, el aulós, la cítara. Atalarico iba dentro del ataúd que estaba abierto para que su pueblo pudiera despedirse de él; el ataúd no iba horizontal sino

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que se había elevado sin llegar a estar vertical para que pudiera ser visto desde afuera, detrás del carro íbamos los que de verdad le quisimos en vida, Matasunta, Casiodoro, Marcelina y yo, todos vestidos de negro; después iba el nuncio eclesiástico, que vino desde Roma, el obispo de Ravena y tres sacerdotes; detrás marchaba Teodato con su familia, los Seniors palatii, los gardingos, en fin toda la Corte y por último la ciudad de Ravena entera; creo que aquella mañana todas las casas ravenesas se quedaron vacías.
Llegamos al cementerio godo donde está la gran mole circular que es el mausoleo de mi padre, la comitiva dio tres vueltas alrededor y paró en la puerta de entrada, entonces el portero me dio las llaves de la puerta que abrí sin dificultad. Los soldados amigos de mi hijo bajaron el ataúd del carro, lo posaron sobre una mesa que hay en la entrada y le rindieron honores con las espadas y lanzas en alto, después entonaron una canción que cantaban juntos cuando realizaban maniobras en los campamentos. Acto seguido se adelantó el magister officiorum y le quitó la corona que llevaba puesta, el nuncio rezó un responso, también el obispo rezó unas oraciones y se procedió a cerrar el ataúd para meterlo en el mismo sepulcro que mi padre. Cuando ya se marcharon todos me quedé sola un rato pensando en la muerte, como es frecuente en estos casos, recordando a los que ya se han ido, elucubrando acerca de cuándo nos iremos nosotros, en qué hay después…, los seres humanos no somos muy originales y la mayoría pensamos las mismas cosas en parecidas circunstancias.
– Es cierto –contesta el sacerdote que ha empezado a mirar a Amala de una manera más carnal. Mientras estaba hablando se ha fijado en la belleza de su Reina, los expresivos ojos azules, su recta nariz, la larga cabellera rojiza iluminada por los tibios rayos del vespertino sol, un poco despeinada como si acabara de saltar

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del lecho, la perfecta tez aterciopelada que parece pedir una caricia, todo en ella es sensual, atractivo, no me extraña que Teodato estuviera enamorado de su prima, como todavía parece que lo está. Y para completar tan bella estampa, el interior, las cualidades morales y mentales son el complemento perfecto, seguro que tiene muchos defectos, pero yo no los he descubierto aún, ¿qué estas pensando, Félix?, se recrimina-, después de un entierro las conversaciones suelen parecerse mucho –termina la frase de forma mecánica, con el pensamiento en otra cosa.

Hispania

La sonora voz de Sofía anuncia la cena. Le gustan los comensales puntuales por lo que unos minutos antes de que se pueda ya comer apremia para que se vayan sentando en las respectivas mesas.
Ha preparado una apetitosa sopa espesa de farro, un estofado de carne y de dulce requesón con miel, y como siempre, para beber vino aguado.
Amala y el sacerdote van a la cocina para cenar pero escuchan las risas de los soldados y salen para unirse a su charla y cenar todos juntos; los soldados ya van conociendo el buen talante de Amala y no callan cuando se sienta con ellos cerca de la chimenea; un soldado se adelanta y echa dos grandes troncos al fuego para reavivarlo.
– Como eches más troncos nos tendremos que sentar junto al ventanal – dice el sacerdote mientras señala la ventana del lago, como así la llaman-, hace mucho calor.
– Mejor –contesta el soldado-, además, ahora parece demasiado calor, pero al rato de estar sentado aquí, se va notando el fresco, creo que el tiempo va a cambiar.

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– Bueno, bueno –dice Amala sentándose a la gran mesa-, de modo que sois mis carceleros. Os agradezco que seáis amables conmigo y me dejéis dar paseos por la isla.
– Normal –contesta otro soldado-, la isla tiene sus defensas naturales, las frías aguas del lago, si tuvierais la peregrina idea de escaparos a nado, enseguida os daríamos alcance.
– Lo sé, pero también sé cómo suelen portarse los soldados de tropa; los que he conocido son, cómo decirlo, brutos, sin miramientos, en cambio vosotros sois amables con una prisionera.
– Que es una reina goda, no hay que olvidarlo. De todas formas nosotros también estamos en cierto modo prisioneros como vos y no sabemos si podremos salir con bien de esta isla.
– Seguro que sí –contesta Amala que no comprende lo que ha querido decir con eso de que también son prisioneros, ya se lo preguntará después-, de todas formas os estoy agradecida. Por cierto tenéis un acento extraño ¿de dónde sois?
– Somos godos del oeste, no hemos nacido en Italia, somos hispanos.
– ¡Ah, sois de Hispania!, la patria de mi marido, bonita tierra, aunque no haya llegado a conocerla. La noche es joven y quiero saber algo de vosotros. Llevamos varios días juntos y ni siquiera conozco vuestros nombres.
Respetuosamente y en riguroso orden fueron desgranando sus nombres y lugar de procedencia
– Mi nombre es Hermene, aunque nací en Arelate Sextanorum, desde pequeño he vivido en Barcino y la considero mi ciudad.
– Nosotros somos hermanos nacidos cerca de los Campos Godos, concretamente en una aldea con cuatro casas, cerca de Albacastro.

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– Mi nombre es Germán, he nacido en Orippo pero de pequeño mi familia se trasladó a Barcino y allí me he criado, junto al bonito mar.
– Pues yo soy de Toletum, la actual capital de los visigodos en Hispania, ¡ah! Se me olvidaba, mi nombre es Heriberto.
-En cambio yo soy de Emerita Augusta, la antigua capital de los godos en Hispania, me llamo Ermenrico.
– Yo he nacido un poco más al norte de los Campos Godos, en Virovesca, bonita tierra a la que quiero volver en cuanto pueda, me llamo Alberico.
– Nosotros dos somos primos lejanos y somos de Barcino, nos llamamos Sisenando y Adroaldo –por último se presentó el soldado que quedaba.
– Buenas, me llamo también Ermenrico, pero todos me llaman el Toletano, o también el menor, por haber nacido en la capital y para distinguirme del otro Ermenrico que es el mayor.
– Lo que me intriga –interviene Amala, tras las presentaciones-, es cómo habéis llegado a ser mis carceleros.
Se adelanta Hermene, que parece ser el menos vergonzoso y narra la pequeña aventura que los ha llevado a tierras de los ostrogodos.
– Algunos de nosotros estábamos destinados en Toletum, que acababa de ser nombrada capital del reino por el rey Teudis, antes era Barcino.
– Y antes de Barcino era Narbo Martius –interrumpió el joven Ermenrico.
-¿Quieres callar? –gritaron varios soldados a la vez, incluso uno le pegó un pescozón al Toletano.
– Haya paz –intercede el sacerdote-, que hable sólo uno, de uno en uno-. Terminada de recoger la cocina, Sofía se une al grupo y se sirve un poco de vino, ya sin agua.

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– Sigo –no grita, pero casi. Hermene se impone-. Teudis acababa de trasladar la capital a Toletum y allí estábamos seis de los que veis aquí haciendo instrucción y preparándonos para un posible ataque suevo. Corrían rumores, infundados o no, sobre una posible invasión de los suevos, querían imponer su religión católica a toda costa. Nosotros los dejábamos en paz, no nos importaba si eran católicos o arrianos, como nosotros; los suevos son obcecados.
Pero un día, sin motivo aparente, nos ordenaron a unos cien soldados trasladarnos a Barcino.
– Se te olvida decir quién era nuestro dux –esta vez es Heriberto quien apunta, es un godo de libro, alto, fuerte, de anchas espaldas, con larga cabellera rubia oscura, ojos de un azul profundo, casi negros, nariz prominente y un poco desviada, gran barba unida al bigote que tapan casi por completo la boca y los dos hoyuelos en las mejillas que cuando alguna vez se le han visto le dan un toque de simpatía. Heriberto es sensato, con gran personalidad y sus opiniones se tienen en cuenta, motivo por el cual no le ha gritado Hermene por haber interrumpido, como lo hubiera hecho a cualquier otro.
– Es cierto, se me olvidaba decir que nuestro dux era Teudiselo, al igual que nuestro rey, es también ostrogodo.
– Es cierto –esta vez es Amalasunta quien interrumpe-, ahora me acuerdo, Teudis, el general de mi padre que marchó a ayudar al joven rey Amalarico ante los ataques de los francos.
– Así es, Señora –sigue Hermene-, bajo el mando del dux Teudiselo llegamos a Barcino donde seguimos con nuestra rutina de la instrucción diaria. Allí pensamos que nos preparábamos para luchar contra los francos de Clotario; en Barcino nos conocimos los once. Ya sé que ahora sólo somos diez, pero los que salimos de Barcino hacia Italia éramos once. Después de unos meses

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de instrucción, nos mandaron formar en nuestro campamento y pidieron diez voluntarios para una misión y como éramos ya amigos nos presentamos al nuevo dux, Ignildo, como voluntarios.
Echan varios troncos más a la chimenea y piden a Sofía que traiga una jarra de vino sin aguar, la mayoría están un poco achispados, sin embargo su cuerpo aún tolera más vino. Hermene sigue contando el viaje que comenzó cuando empiezan a llegar las cigüeñas anunciando el final de los grandes fríos, si bien esto no es siempre cierto; salieron de Barcino cuando ya habían acondicionado sus nidos de los años anteriores y se hablaban de uno a otro nido crotorando con sus grandes picos. Los soldados no sabían nada de la misión que los llevaba a tierras lejanas. Sólo el dux Ignildo conocía la finalidad de su misión, sus subordinados confiaban poder sonsacarle información durante el viaje.
A pesar de ser invierno no hacía demasiado frío, caminaban cercanos al mar para evitar malos encuentros con los francos. Salieron de Barcino y cogieron el ramal hacia Gerunda por donde pasa la vía Augusta hasta enlazar con la Domitia, que por esa parte discurre siempre cerca del mar. En los primeros días la marcha era rápida, los días claros y luminosos aunque al atardecer soplaba una pequeña brisa que secaba y agrietaba los labios; después, al quinto día, aflojó el ritmo caminando tranquilos y distendidos, como si estuvieran haciendo un viaje de placer. En Narbo Martius tuvieron que pernoctar unos días hasta que el dux se curó de una gran diarrea adquirida seguramente por beber agua en mal estado, al menos es lo que pensaban todos. El agua es mala mi dux -le comentó Germán, que parecía saber algo de medicina por ser hijo de curandera-, es mejor beber vino que mata la enfermedad. Y así se curó el dux Ignildo, a base de buen vino; bebió tanto que apenas podía levantarse del catre. Según el soldado cuando se le terminara la borrachera estaría curado de la

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diarrea y aunque parezca mentira eso fue lo que ocurrió.
Mientras su dux estaba casi sin sentido en la piltra llena de chinches de una hostería de las muchas que había en la ciudad (no quisieron utilizar las importantes instalaciones militares que históricamente ha habido en Narbo Martius, para que su jefe estuviera más cómodo), los soldados se divirtieron todo lo que pudieron en una ciudad tan animada como esa, ni Barcino ni Toletum podían hacerla sombra. Al haber sido un núcleo galo, después romano y por último visigodo, se notaba el rastro de esos pueblos en forma riqueza y tolerancia hacia el extranjero, todos eran bien venidos, pero si son visigodos, mejor. Las bulliciosas calles atestadas de gente cautivaron a los soldados hispanos; la mayoría sólo conocían su aldea y los campamentos de Toletum y Barcino, nada más, motivo por el que se zambulleron de lleno en la vida de Narbo Martius. Para no dejar solo al dux se turnaban haciendo guardia acompañando al enfermo, de forma que siempre había un soldado junto a su jefe.
Ya bueno y tolerando la comida partieron de madrugada y sin demasiada prisa de Narbo Martius, siempre por la Domitia que no abandonarían hasta estar en Italia; el dux estaba débil y se cansaba pronto. Todavía no habían descubierto el motivo de ese viaje tan misterioso, sabían, eso sí, que su destino era Ravena, capital del pueblo ostrogodo, sin embargo no sabían el porqué, aunque confiaban en descubrirlo, aún quedaba mucho camino por delante para averiguarlo.
La siguiente parada fue Baeterris, como estaba cerca, tardaron sólo medio día en recorrer las veinte millas que hay entre las dos ciudades, al encontrarse el dux ya bien del todo pernoctaron en las instalaciones militares.
Ignildo seguía sin soltar prenda. Actitud que dio lugar a que entre los soldados se hicieran todo tipo de conjeturas, hasta barajaron ser embajadores casamenteros.

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Tanto los godos del este como los del oeste siempre tuvieron relaciones fluidas, sabían unos de otros y cualquier novedad importante rápidamente era conocida por los otros godos, en especial los visigodos que siempre miraban hacia sus hermanos en Italia, pues éstos parecían ser los primeros en recibir tanto lo bueno como lo malo, proveniente del resto de Europa o del Imperio Romano de Bizancio. El rey visigodo Teudis estaba al tanto de todo lo que pasaba en Ravena; enseguida supo que Atalarico había muerto por una enfermedad, también supo que antes de ése terrible suceso Amalasunta había asociado a su primo al trono; además en la corte de Toletum estaban al tanto de la belleza de la hija de Amala, en edad de casar ¿sería ese el motivo del viaje? Los soldados conocían el afecto de Teudis por Amala al ser él ostrogodo y haber sido general del gran Teodorico, lo más lógico es que fuera una petición de mano para el hijo del rey.
Fue en Nemausus cuando por fin le plantearon el asunto matrimonial de la misión y, por fin, el dux les contó el motivo de su embajada ante Amalasunta.
Los dos primos ya eran ya corregentes, pero Teudis confiaba más en Amala, la había conocido de pequeña y ya entonces se admiró por su perspicacia, su formación y su interés por aprender. Lo que había escuchado de Teodato no le gustaba demasiado.
– Os ponéis tan pesados con vuestros cuchicheos que ya me estoy hartando, no creo que por comunicaros el motivo que nos lleva a Ravena vaya a cambiar el rumbo del universo, por lo tanto os lo diré, pero, eso sí, tenéis que jurar no decir ni una palabra a nadie, que vuestras bocas permanecerán selladas.
Sacaron todos sus espadas y sobre una gran hoguera que habían hecho en el campamento de Nemausus juraron silencio. Se pusieron en círculo alrededor del fuego con las puntas de las espadas extendidas sobre las llamas, unas sobre otras y pronunciaron el “aips” (juramento) solemne godo del silencio. El dux dio tres vueltas al círculo que formaban los soldados para

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atar bien las lenguas y dijo con voz profunda “swarip” (juran). A continuación juraron todos a la vez.
“Que el agua apague el fuego y ahogue nuestras gargantas si de ellas sale una sola letra de cualquier palabra que se nos comunique bajo juramento. De ahora en adelante somos hombres juramentados”.
Una vez hecho el juramento se sentaron, muy juntos, alrededor del fuego y se prepararon para escuchar.
– Lo que os voy a contar no es un gran misterio –comenzó Ignildo-, sencillamente es un encargo que el rey Teudis nos ha hecho, pero en vosotros ha podido más la imaginación de algo grande, oculto, glorioso, que el razonamiento y habéis magnificado la misión –algunos se impacientaban con tanto rodeo del dux, por costumbre era bastante rollista hablando-. Tenemos que llegar a Ravena y pedir audiencia con la reina Amalasunta, me ha rogado encarecidamente nuestro rey que su primo no se halle delante, no se fía de él. Una vez en su presencia tenemos que comunicarle la propuesta de Teudis: “ante la ambición del rey de los francos, Clotario, y el peligro que supone sus ansias expansionistas, creo un deber que unamos nuestras fuerzas y seamos nosotros, todos los godos unidos, quien ataquemos a Clotario. Debemos quitarnos la espina de Vouillé, pero para poder vencer a los francos hay que utilizar la sorpresa y la astucia, el valor ya lo tenemos”. El pensamiento de Teudis es formar una tenaza, que él llama la tenaza goda, para aprisionar en el medio a los francos. Si la Reina acepta, comenzarán los preparativos con el mayor de los sigilos, sólo cuando esté todo a punto se le comunicará a Teodato, el corregente. ¿Veis cómo la misión no es tan misteriosa?
– ¿Y si Amalasunta no quiere? Las mujeres no son muy amigas de de las guerras –preguntó el Toletano.

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– Sé que tenéis ganas de conocer la respuesta –interrumpe Amala la narración del viaje que está haciendo Hermene, momento en el que Sofía aprovecha para sacar otras dos jarras de vino-, ya estáis delante de la todavía reina de los ostrogodos y os voy a contestar.
– Te lo agradecemos, Señora –esta vez es Heriberto quien se erige en portavoz-, es cierto que desde que supimos el correo que os traíamos, hemos estado discutiendo sobre la respuesta que nos darías. Hemos pensado que dirías de todo, sí; no; lo pensaré; en fin, estamos deseosos de conocerla de primera mano.
– No es fácil contestar a una proposición tan importante, es cierto que hay que pensarla bien para poder contestar adecuadamente, Teudis debe llevar tiempo dando vueltas al asunto hasta que se ha decidido a dar este paso, en cambio yo acabo de conocer sus intenciones y creo que también tendría derecho a disponer de un tiempo para pensar. Dicho esto y como ahora las circunstancias han cambiado y no tengo poder de decisión, es una de las características de los prisioneros, os diré que en principio me parece una buena idea. Pero, siempre hay un pero, Teudis debe saber, y si no vosotros os encargaréis de comunícaselo, que la corte de Ravena está en el punto de mira de Justiniano, el emperador quiere reunificar el destrozado Imperio Romano con los mismos países que tenía en tiempos de Diocleciano, al que admira profundamente por sus codificaciones legales, con la diferencia de que será Constantinopla la capital en vez de Roma, que pasará a ser la segunda ciudad del imperio.
Como es fácil adivinar Ravena se interpone en sus planes, aunque el emperador Anastasio reconociera a mi padre como rex italiam, y siempre hayamos sido federados de Bizancio, me consta que Justiniano quiere convertirnos en una provincia del imperio. Es uno

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de los motivos por el que mi padre ordenó construir una gran flota, que yo he reforzado cuando gobernaba, así como también he aumentado el número de soldados de nuestro harjis*. Todo hay que ponerlo en la balanza.
– Qué complicado es tomar una decisión de Estado – es Ubaldo; en su momento se le olvidó decir su nombre, nació en una aldea cercana a la antigua tierra de los cántabros, llamados los Campos Godos, al igual que su hermano Argimio.
– Es cierto –sigue Amala-, cualquier decisión, por pequeña que sea, hay que sopesarla mucho, informarse, escuchar, estudiar y después decidir. De todas formas quien dijera que las mujeres somos menos guerreras tiene algo de razón, nos gusta conservar y enriquecer lo que conservamos. Es cierto que protegemos más la industria, la cultura, las ciencias y el bienestar del pueblo, que el arte de la guerra. Cuando una mujer gobierna un país, éste florece y se enriquece, aunque sea pequeño. Hay varios ejemplos en la historia, los que más me fascinan son los gobiernos de las faraonas egipcias, que hubo unas cuantas, durante sus reinados, Egipto, alcanzó gran esplendor. En cambio he observado que los hombres prefieren agrandar los límites de su reino al bien estar del pueblo, al que poco le importa si han conquistado tal o cual territorio. El pueblo prefiere comer a diario, poder criar bien a sus hijos, ver cómo crecen sus cosechas y tener unas monedas para gastar en caso de apuro. Las guerras sólo traen devastación, miserias, enfermedades y hambrunas. Aunque comprendo que a veces sean necesarias.
Todos quedan pensativos hasta que el Toletano no puede más y salta.
– Lo veis, tenía yo razón, a las mujeres no les gusta la guerra, la Reina habría dicho que no. 

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El silencio es aún mayor que el anterior. Ermenrico, el Toletano, se encoge hasta extremos impensables para llegar a tener el tamaño de una pulga. Se maldice a sí mismo por ser tan impulsivo, siempre que mete la pata recuerda el consejo de su madre, “primero piensa y luego habla”. Pero no puede remediarlo, necesita decir lo que se le cruza por la mente sin pensar en las consecuencias. Inmediatamente es recriminado por sus compañeros.
– Dejad de reñir al pobre muchacho –interviene Amala-, la sinceridad es buena, está bien decir lo que se piensa siempre y cuando no dañe a alguien. En este caso a mí no me ha hecho daño. Comprendo su reacción después de lo que he dicho anteriormente. Si bien tengo que decirte Ermenrico, y para ser sincera del todo, que casi seguro querría sellar con Teudis un pacto de guerra contra los francos, por lo que pediría entrevistas entres ambos para aclarar dudas y repartir fuerzas. Pero todo esto son sólo conjeturas sin fundamento, la triste realidad es que estoy presa y nada puedo decidir. La idea de vengar a amigos que murieron en Vouillé no me parece mala.
Algo más distendidos tras las palabras de Amala siguen las típicas conversaciones cruzadas de las reuniones en las que es muy difícil enterarse de algo, aún más si hay vino por medio, como en este caso.
Ya es bastante tarde y todos deciden marchar a dormir, incluido el soldado que le toca la primera guardia. Esa noche han decidido no hacer guardia, confían en su Reina, para ellos ya es su Reina aunque sean visigodos.

A la mañana siguiente y a la hora del baño, también llamada la hora de las confidencias, Amala está más contenta que de costumbre, ha dormido bien y ha sido visitada en sueños por su marido, es lo que le ha dicho a Sofía.
– Sofía, ¿tú sueñas?

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– Claro, como todo el mundo, creo yo.
– No lo creas, yo tenía una amiga que decía no soñar nunca. ¿Y te acuerdas de lo que has soñado?
– Algunas veces.
– Pues yo esta noche he soñado con Eutarico, creo que cuando soñamos con nuestros seres queridos es como si éstos nos visitaran. Ya sé que no, pero me gusta fantasear con la idea de que cuando quieren comunicarse con nosotros se nos aparecen en sueños. ¿Sería estupendo, verdad?
– Sí, sí que lo sería, yo he tenido temporadas de soñar mucho con mi marido, mira que si fuera cierto eso de que quieren hablar con nosotros.
– No –responde Amala-, no puede ser cierto, al menos para mí que creo en pocas cosas –no se atreve a decir a Sofía lo que piensa acerca de la muerte. Tampoco se atreve a comentar con ella el sueño de esa noche, un sueño placentero, como hacía mucho no la había experimentado. Quiere regocijarse con el sueño y dice a Sofía que la deje sola en la gran bañera, sola con sus pensamientos.
Cuando se queda sola cierra los ojos y se zambulle en el agua de la bañera que esa mañana lleva aceite de rosas ¿de dónde sacará esta mujer los aceites para el baño?, con seguridad estarían en la fortaleza, piensa mientras se aclara el pelo echándose por la cabeza el agua de unos cántaros que ha dejado Sofía junto a la bañera. Apoya la cabeza en el reposacabezas de la bañera y disfruta del baño, y rememora el agradable sueño que ha tenido por la noche; en él aparecía Eutarico como la primera vez que lo vio, montando su bonito caballo negro con una oreja rojiza, Tagr, ¿por qué le llamas Lágrima?, -fue la primera frase que Amala dirigió a su futuro marido. Él sonrió de esa forma que a ella la cautivaba, entre infantil y pillo, era un hombre risueño, no sólo reía con la boca, lo hacía sobre todo con los ojos que se

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le achinaban un poco y su color azul parecía resplandecer más. Después, sigue soñando que están los dos juntos en la tierra natal de Eutarico, paseando por las peñas tan bien descritas por él. Suben por caminos de cabras hacia la peña en cuya falda se erige una pequeña aldea que a Amala le gusta mucho, son sólo unas seis casas de piedra y adobe con techos también de adobe, paja y boñigas de vaca. Pregunta a su esposo el nombre de la aldea, pero éste no lo sabe, ven a una mujer acarreando agua en dos calderos y le preguntan el nombre de la aldea, les contesta pero ellos no pueden oírla, habla moviendo la boca pero no oyen nada. Es cuando deciden subir a la peña que tiene otra encima, cuadrada, se fatigan, ya que la subida es pronunciada, descansan un rato y siguen hasta llegar a una oquedad que hay en la peña de abajo, es una oquedad redonda, enorme y con dos salientes a modo de bancos formados por la propia piedra en los que se sientan y se entusiasman con la vista de todo el valle. Es una valle grande cerrado por grandes macizos de peñas sobre montañas, Eutarico le indica con la mano, “mira, esa gran peña redonda que parece una reina con un gran vestido es la peña Amaya, abajo está el pueblo donde nací yo, después si quieres vamos a ver si está mi familia; aquella otra peña de la derecha es la de Albacastro, donde cerca nace el Áutruca”. Qué bonito es este valle, me gustaría vivir aquí, piensa Amala. Siguen la ascensión, quieren coronar la peña cuadrada, ven cerca de la oquedad una grieta que parece de fácil acceso, se meten entre las rocas y comienzan a sentir el agradable aroma dulzón de alguna planta. Cuando coronan la primera peña, se dan cuenta, asombrados, que la cuadrada está bastante lejos aunque a ellos les parecía cercana, casi encima de la primera. Se admiran de la majestuosidad de la peña y comienzan a andar hacia ella. Atraviesan un tupido bosque de pinos y robles, de pronto parece haberse hecho de noche, pero ellos siguen, por fin salen del bosque a la luz del sol. Están bajo la gran mole cuadrada por la que es muy difícil subir, miran y ven que por un lateral parece más fácil. Empecinados, siguen el paseo, necesitan

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llegar a la cima, es como una necesidad, no saben muy bien porqué; tras media hora más de caminata llegan a la cima de la peña cuadrada, buscan el extremo de la gran roca para poder henchir el pecho y participar del espíritu de Dios, su presencia se nota en sitios parecidos o en la inmensidad del mar. Ven, asombrados, que todavía quedan algunas chozas de piedra en pie; es un poblado –comenta Amala-, ¡claro! –da un grito Eutarico, es uno de los poblados cántabros de hace muchos años que seguramente fue abandonado cuando perdieron la guerra contra Roma. Sé que muchos pobladores se suicidaron, otros morirían en combate y los pocos que quedarían huirían. No creo que los soldados romanos subieran hasta aquí para destruirlos.
Vieron algunas chozas a las que sólo les faltaba el techo pero con su estructura intacta, formaban pequeñas calles que terminaban en una plaza. Entraron en una choza de piedra que hasta parecía habitada, una gran chimenea central y varias habitaciones alrededor recordaba a las casas de `pastores que Amala había visto en algún pueblo. Eutarico le propuso descansar un rato antes del regreso. Un momento –y salió afuera en un brinco, Amala quedó pensativa, Eutarico volvió con una gran gavilla de hierba, salió y trajo más hasta formar una especie de catre en el que se podía dormir perfectamente. El olor de la hierba embriagaba los sentidos, parecía que estuvieran en un pajar; si llueve nos podemos guarecer aquí- dice Amala-, yo no estaba precisamente pensando en guarecerme –contesta Eutarico-, trae la mano, y la posa sobre su entrepierna. No le deja apenas contestar, la besa apasionadamente, mientras, ducho en la materia, desabrocha las cuerdas que cruzan el corpiño de Amala. Ella, excitada por la situación, por estar en una casa de hace más de quinientos años en la que se vivió y seguro que también se amó, excitada porque le gusta mucho el cuerpo de su marido y, sobre todo, excitada por el aroma de la hierba fresca bajo su cuerpo, se entrega con pasión, como siempre lo hace. Se susurran al oído obscenidades que sólo

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ellos conocen, eso los excita aún más; juegan cómo a ellos les gusta y cuando Amala siente el gran sexo de su marido en sus propias entrañas aúlla de placer hasta llegar al orgasmo. Es cuando se despertó para volver a la realidad gris amarillenta y parduzca en la que vive, experimenta el desconsuelo de haber perdido algo valioso. Llora por todo, lo que tiene y lo que no. Enseguida se repone, tiene que echar mano de su gran voluntad para ser la de siempre, a ello le ayuda especialmente la sensación placentera que le acompaña durante todo el día.
Me quitarán la vida, pero esta noche no me la quitará nadie. Sale de la bañera para vestirse y tomar algo de ientaculum, es cuando percibe el agua del baño helada.
– Hoy parece que estamos de mejor humor ¿no es así, Señora? –a Sofía no se le escapa ni el más mínimo detalle.
– Así es, he soñado con mi esposo.
– ¡Ah!, ¡ya! Ya me has dicho que ha venido de visita, comprendo –esto último lo dice Sofía con cierto retintín.
Dice a Sofía que quiere comer pronto para seguir escuchando el relato del viaje que la noche anterior quedó inconcluso, no es la única que tiene ganas de escuchar a los soldados, el sacerdote también está intrigado con el viaje de los hispánicos.
– Poco después de pasar Glanum, abandonamos el mar y nos adentramos entre montañas cada vez más altas – sigue Hermene su narración frente a la ya habitual jarra de vino-, solíamos andar más de veinte millas al día, ya habíamos recuperado el ritmo. Procurábamos hacer las paradas en los lugares donde hubiera posibilidad de pasar la noche bajo techado, se iba notando el verdadero invierno y por las noche era agradable no estar al raso. Salimos de Brigantio, cerca del cruce de los Alpes, bajo una buena nevada, menos mal que la vía estaba bien señalizada y por esa parte además de las antiguas piedras miliares romanas también había pequeños postes relativamente cercanos a modo de señales

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para no salirse del camino cuando las nevadas igualan el paisaje. Conozco a más de uno que se ha perdido en el mar blanco –Ubaldo, siempre disciplinado, levanta la mano, como así han acordado hacer para interrumpir, apostillar o aclarar algo del discurso. Di, Ubaldo, ¿qué quieres añadir?
– No, no es añadir, es simplemente contar que allá, en mi aldea, donde nieva mucho, cada invierno se extravía alguien en la nieve, comienzan perdiendo el camino, andando en círculo y muriendo de frío. Alguna vez hemos recogido el cadáver de alguien que para guarecerse del frío ha matado al animal, en caso de llevarlo, y se ha metido dentro de las entrañas. Eso sólo alarga la agonía, aunque dicen que morir así es indoloro, primero entra mucho sueño y la muerte llega acompañada de sueño –se queda un momento pensativo-, recuerdo que con las primeras nieves aparecían los lobos que paseaban en parejas por la aldea.
– Es cierto, en mi pueblo –dice Alberico-, también nieva mucho en invierno y es frecuente que muera alguien.
– Salimos de Brigantio –sigue Hermene un poco contrariado por la interrupción-, y a pesar de la nevada llevábamos buena marcha, veíamos poco por la ventisca, el cielo estaba negruzco a pesar de estar en las primeras horas de la mañana, cuando de pronto aparecieron unos hombres a caballo que venían en sentido contrario al nuestro. Nos preguntaron si estaba cerca Brigantium, asentimos y no sé cómo pasó pero en un momento se nos echaron encima para matarnos, eran unos doce o alguno más. Recuerdo que pensé ladrones no son porque somos soldados y saben que no llevamos nada de valor, pero resultó que sí, que eran ladrones y pensaban que éramos una patrulla que transportaba parte del tesoro godo que aún permanecía en Iulia Carcaso. Habían escuchado en un albergue del santuario de Druantium algo acerca de una patrulla goda que portaba el resto del tesoro godo para

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esconderlo en otro lugar o llevarlo a la nueva capital, Toletum.
Con la nevisca nos confundieron con la otra patrulla, si es que existía, y pensaban que íbamos hacia Hispania. Todo fue una gran confusión; por supuesto nos defendimos como pudimos y les hicimos huir. Matamos al menos a tres, pero nuestro dux también pereció de una estocada. Le enterramos entre la nieve, con piedras por encima, en la tierra helada era imposible cavar; pensábamos seguir nuestro camino pero nos surgió la duda de seguir o volver a Hispania ya que nuestro dux estaba muerto. Al fin decidimos seguir porque estábamos más cerca de Italia y sabíamos la finalidad de la expedición.
La sorpresa fue al llegar.
Llegamos como pudimos ateridos de frío y agotados por el cansancio al santuario de Druantium, el paso de los Alpes; estuvimos reponiéndonos dos días y al tercer día partimos rumbo a Ravena. Hemos venido por caminos y por la vía Aemilia, hasta Ravena.
Sorpresa en Ravena
– Conforme nos íbamos acercando a Ravena los campos comenzaban a cubrirse con flores y los trigales mostraban sus orgullosas espigas verdes, parecían inmensas alfombras con dibujos intercalados formados por campos de alfalfa, farro y garbanzos. El día que por fin vimos las murallas de Ravena saltamos de alegría, por fin habíamos llegado a nuestro destino. Entramos por la Puerta de Honorio y buscamos algún lugar para dormir; antes de presentarnos ante la reina Amalasunta queríamos asearnos un poco, pero lo primero del todo era dormir.

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Estuvieron durmiendo hasta bien entrado el día, el dueño de la fonda donde se hospedaron les ofreció la posibilidad de bañarse, pero ellos declinaron amablemente la oferta y sólo se lavaron un poco la cara y los brazos, no vieron la necesidad de más.
Los godos del oeste eran tan guarros como los del este.
Eso sí, se peinaron un poco las greñas que alguno recogió en una coleta, para estar más presentable. Ya arreglados y presentables se echaron a la calle para tomar el pulso a la ciudad, estaban emocionados, ¡se encontraban en tierras extrañas!, aunque fueran todos de la misma raza, era otra tierra distinta a Hispania la que pisaban, en realidad ya desde las cumbres alpinas era territorio ostrogodo, mas para ellos la verdadera Italia era la corte de Ravena. Comieron algo en una tasca y siguieron hasta el gran palacio de Teodorico.
Nunca habían visto un palacio tan majestuoso. Se quedaron boquiabiertos frente a la gran mole con la fachada llena de arcos y columnas de mármol; la gran puerta por la que cabían varios carros apilados les sobrecogió, nunca antes habían visto una entrada con una puerta tan grande; encima de la puerta, en el primer piso había un enorme balcón enmarcado en un gran arco. La fachada tenía una franja decorada con pinturas y motivos dorados, también pendían colgaduras, pendones y banderas señalando que ése era, por si había alguna duda, el Palacio Real.
Entraron temerosos al palacio y preguntaron a uno de los guardias que estaban en la puerta por la reina Amalasunta.
– Venimos desde Hispania, de la corte del rey Teudis, queremos ver a la Reina pues traemos un mensaje de nuestro rey.
El soldado de guardia se quedó muy sorprendido, les dijo que esperaran y se marchó a preguntar a otro guardián cercano que estaba en un gran vestíbulo. El segundo soldado fue al encuentro de los visigodos y les hizo varias preguntas, después los llevó por

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pasillos eternos, decorados y llenos de columnas esculpidas, de suelos adornados con mosaicos, de pesados cortinajes recogidos con cordones multicolores… Eso era un palacio y no el del rey Teudis en Toletum, bien es cierto que el palacio ravenés tenía una solera de la que carecía el de Teudis. Aunque se llame el Palacio de Teodorico y por ése nombre sea conocido, fue el emperador Valentiniano, hijo de Gala Placidia, quien comenzó su construcción, sin embargo sería el gran Teodorico quien lo terminase y le diera ese magnífico esplendor que causaba la admiración de los godos hispánicos. Por fin llegaron al salón del trono y les dijo que esperaran un poco quedándose solos con un secretario y un escriba que trasteaba en una mesa llena de pergaminos y demás útiles de escritura. Efectivamente al rato apareció vestido con todo el lujo posible un hombre, que por llevar la corona real dedujeron sería el corregente.
– Soy Teodato, rey del pueblo ostrogodo. Me han dicho que habéis venido desde Hispania con nuevas del rey Teudis, sé que acaba de trasladar la corte a Toletum. Venid, acercaos y contadme.
– Majestad –esta vez fue Heriberto quien se adelantó para hablar con Teodato-, venimos con una misión, un encargo para Amalasunta, así nos lo ha comunicado nuestro dux.
– Bien, y ¿dónde está vuestro dux?
– Murió durante el viaje, señor, fuimos asaltados por una banda de ladrones, creían que llevábamos parte del tesoro godo. Luchamos y matamos a tres de ellos, pero nuestro dux murió también en la pelea. Dudamos en volver a Hispania, pero como conocíamos la embajada del dux, decidimos seguir viaje.
– Entonces, contadme la embajada de Teudis.

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– Señor, con todo el respeto del mundo, nuestro rey encareció al dux que sólo a la reina Amalasunta podía comunicársele la embajada. La conoció de pequeña, en la corte de su padre y le tiene cariño.
– Esto sí que es bueno –explotó Teudis, dando un golpe en el reposabrazos del trono. ¡Cuándo se va a enterar todo el mundo que el rey soy yo, y más ahora! –dio unas palmadas y como por arte de magia salieron varios soldados de detrás de unos cortinajes-. Llevad inmediatamente a estos traidores a las mazmorras, veré qué hacer con ellos.
Los visigodos no ofrecieron resistencia, era tal su estupor que no acababan de comprender el porqué de su encierro. Ni siquiera les dio ocasión de explicarse. ¿Dónde estaba la Reina? –Se preguntaban-, ¿por qué no iba en su ayuda? Cada vez comprendían menos. Fueron llevados por oscuros sótanos y angostas escaleras hasta las mazmorras del palacio donde los encerraron en dos oscuros calabozos sin que se pudiera ver absolutamente nada, carentes de ventanucos, sin antorchas ni fuente de luz alguna, la oscuridad era absoluta.
– ¿Estáis todos bien? –Se oyó la voz de Ubaldo.
– Si te refieres a que si estamos heridos o enfermos, no, no lo estamos. Pero si te refieres a si estamos bien en otro sentido, tampoco lo estamos –era Hermene quien contestó.
– Pero bueno, ¿por qué nos han encerrado?
– Por no comunicar la misiva a Teodato.
– Pues con decírselo…
– El dux recalcó que fuera a la Reina en persona y a solas. Teudis le dijo que no se fiara de su primo. Ya sabemos el motivo, sin venir a cuento nos ha encerrado.

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– Ahora, que como salgamos de ésta vivos y podamos volver a Hispania, nos quejaremos a Teudis.
Al cabo de unas horas unos soldados les llevaron comida y dejaron una antorcha encendida en el pasillo para que pudieran ver algo.
– Al fin y al cabo sois compañeros, he preguntado el motivo de vuestro encierro y nadie lo sabe, significa que es que es por algo pequeño, si fuera importante se sabría en todo el palacio.
Al ver que ese solado era algo simpático, se decidieron preguntarle por la Reina.
– Y Amalasunta, ¿dónde está? ¿Por qué no nos ha ayudado?
-¡Ah! ¿Pero no lo sabéis?, es verdad, acabáis de llegar a Ravena, la Reina está presa, la ha hecho prisionera su primo y no sabemos muy bien dónde la tiene encerrada. Se dice que la ha llevado a Roma, otros a Mediolanum, todos son habladurías.
La sorpresa fue mayúscula, ¡Amalasunta prisionera! Entonces no podrían verla ni comunicarle su correo, tanto esfuerzo para nada. El desánimo reinó entre los bravos soldados, ni se dieron cuenta de que volvían a estar a oscuras. Intentaron dormir, pero les resultó casi imposible, buscaron a tientas una bacina para hacer sus necesidades y la encontraron, una por calabozo; como eran cinco en cada uno enseguida se llenó a pesar de que decidieron orinar en las paredes y sólo usar la bacina para evacuar el vientre. Pronto el olor se hizo insoportable, comenzaron a gritar y llamar al soldado que les había llevado la cena, pero nadie acudió a sus llamadas. Lo peor de todo es que como no se veía nada y alguno se hizo sus necesidades en una esquina por estar la bacina llena, sin querer pisaban los excrementos y comenzaban, otra vez, los gritos de asco y pidiendo que al menos les vaciaran las bacinas.

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A las horas vino otro soldado, esta vez más antipático, con algo de comer, no sabían si era la primera del día o si era la comida o incluso la cena, estaban completamente desnortados, además de tristes, furiosos, deprimidos y asqueados, todo a la vez, aunque fueran sentimientos contradictorios. Al menos les dieron bacinas vacías.
Poco después vinieron más soldados, los sacaron de las celdas y, a empellones, los obligaron a subir las escaleras, llegaron a un vestíbulo y los mantuvieron un buen rato vigilados.
– ¿Dónde nos lleváis? – todos temían lo peor.
– A callar-contestó uno de los soldados que vigilaban.
– ¡Nos van a matar! Van a matarnos si haber hecho nada.
Como toda contestación un buen empujón de otro soldado mandando silencio. Quieren que nos desesperemos y alborotemos para matarnos a golpes –pensó Heriberto, y así se lo dijo a los demás. Por lo tanto hay que estar callados sin dar motivo a la represión.
Por fin vieron llegar un grupo de soldados, al frente de ellos el ya odiado Teodato que se dirigió a los visigodos con tono autoritario para infundir más miedo, le gustaba que la gente le temiese.
– He estado pensando qué voy a hacer con vosotros, no se me ha ocurrido gran cosa, desde luego no puedo dejaros en libertad para que retornéis a Hispania, quién sabe dónde iríais. Así que he pensado enviaros con Amalasunta, de ese modo podéis hacerla llegar el mensaje de Teudis. Como ya sabréis, Amala está pasando una temporada como invitada mía en una fortaleza del lago Vulsinio, ya veremos si regresa o no a Ravena, me lo pensaré. A vosotros os voy a encargar la vigilancia de la isla y de mi prima, por supuesto nadie debe abandonar la isla, mucho menos Amalasunta. Aunque os ofrezca todo el tesoro de los godos que no tiene, no debéis dejarla escapar, entre otras cosas porque todos

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los alrededores del lago son de mi propiedad, son parte del ducado de Tuscia y yo soy el dux, además del rey. Con eso quiero decir que en cada pueblo tengo apostados cincuenta soldados de mi confianza, les he prometido una recompensa si matan a alguien que quiera huir, y están deseando cobrarla. Como veréis soy clemente con vosotros, en otras circunstancias os habría ajusticiado en la plaza del Pueblo, frente al palacio. Os llevarán ahora mismo y ocuparéis el puesto de los guardianes que están en la fortaleza Martana. Y tú, ¿qué miras?, le dijo al Toletano que no podía apartar la mirada de los ojos de Teodato, nunca en su corta vida había visto una persona bizca.
– Nada, no miro nada.
Consciente de su estrabismo Teoodato no soportaba que le miraran a la cara, él procuraba hablar un poco de perfil.
Salieron del Palacio de Teodorico y de Ravena escoltados por veinte soldados fieles al rey por la puerta más antigua de la ciudad, la puerta Valentiniana. Ni se habían podido lavar un poco, tan grande era la prisa de Teodato por encerrarlos en la isla. Tomaron el camino del lago Vulsinio por la vía Popilia hasta Ariminun, donde conectaron con la Flaminia que lleva directamente a Roma. A pocas millas de la antigua capital imperial, en Interamna, se desviaron por vías vecinales, atravesaron el Tiberis y poco después llegaron al lago, cerca de Marta, la aldea que da nombre a la isla asentada sobre ruinas etruscas.
– Fue esa noche que hubo tanto follón en la fortaleza porque unos llegábamos con el miedo en el cuerpo y otros se iban más contentos que unas pascuas; aunque fueran soldados de Teodato no les gustaba tener que ser guardianes de una reina, a nadie le gusta –es Hermene quien habla, hacía mucho que no hablaba y con lo charlatán que es no ha podido resistirse.

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– Lo peor fue –esta vez ha sido Argimio quien interviene, es tímido y ha intentado hablar en varias ocasiones pero siempre se le ha adelantado otro. Amala que escucha con atención la pequeña odisea de los visigodos, se fija bien en Argimio, en sus bellas facciones, ocultas bajo las barbas que se empeñan en llevar todos los godos. A Amala le gusta la cara rasurada de los latinos. Sin embargo, y a pesar del desaliñado aspecto, Argimio es apuesto, muy apuesto, resaltan sus ojos, no por el color azul frecuente entre los de su raza, sino por la profundidad de su mirada que no le hace falta ni hablar, sus ojos lo dicen todo. Durante el relato ha coincidido con su mirada, una o dos veces, ella ha sido quien ha tenido que mirar para otro lado. Ha comenzado a notar por la columna vertebral esa sensación extraña entre miedo y excitación que tan bien conoce y le hace protegerse la espalda. Como los caballos, que cuando notan el peligro presentan la cara y se protegen las patas traseras-. Lo peor fue –sigue Argimio-, que se llevaron todas las barcas y sólo nos dejaron una barcucha medio rota que hace aguas por todas partes. Y encima nos riñe Sofía por no ir más a menudo a comprar pescado a los pueblos, pero ¡cómo vamos a ir!
– Esto es todo, Señora, aquí estamos por fin frente a vos a la que ya consideramos también nuestra Reina.
– No seáis exagerados, creo que todos los visigodos sois muy exagerados, mi marido también lo era.

Ya es la hora de la cena, pero Sofía ha estado absorta escuchando la historia y no ha hecho nada, menos mal que es mujer de recursos y prepara rápidamente unas sopas de pan con huevo deshilachado y ajo; después saca tres grandes fuentes de farro cocido en leche endulzado con miel.

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– Con esto os tendréis que conformar; quien tenga más hambre que se dé un bocado en el culo y comerá carne.
Las risas que provoca la frasecita disipan los posos de tristeza del ambiente. Se levantan y salen un poco al patio de la fortaleza para estirar las piernas y airearse un poco.
Después de la cena se sientan todos junto a la chimenea y terminan de beberse el vino sin agua que Sofía ha sacado con el dulce; el ambiente es mucho más distendido que en días anteriores, se conocen todos, al menos saben sus nombres y situación en la que se encuentran, esa sensación de vivir momentos parecidos une mucho a la Reina con los visigodos. Se forman los típicos corrillos de las reuniones, con lo que el murmullo cada vez se hace más fuerte pasando a ser casi conversaciones de mercado. Llega un momento en que el barullo es demasiado y el sacerdote pega un golpe fuerte en la mesa para hacer callar a todos, una vez en silencio propone hablar por turnos, quien quiera hablar tiene que levantar la mano para hablar cuando termine el otro, ya lo había dicho anteriormente pero no le han hecho caso. Si son varios los que quieran hablar sin llegar a ponerse de acuerdo, un moderador decidirá el turno, sin esperar más él mismo se autonombra moderador.
A todos les parece muy bien la iniciativa del sacerdote que, en su nuevo papel de moderador, cede el turno al primero que quiera hablar de lo que sea. Silencio, todos siguen callados sin saber qué decir, Félix va preguntando uno por uno, nadie tiene nada de qué contar, de pronto se les ha quitado las ganas de charla, ni a Amala, que suele estar acostumbrada a hablar disciplinadamente, se le ocurre nada, les ha entrado sueño a todos y se despiden hasta el día siguiente, hasta Sofía se ha quedado dormida con la cabeza apoyada en sus brazos sobre la mesa.
– Sofía despierta que es tarde y nos vamos a acostar – le sonríe Amala dando unos pequeños toques sobre el hombro.

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– ¡Ah!, es verdad, me he quedado dormida con el murmullo de las conversaciones y el calorcillo de la chimenea.
Se despereza un poco y sube corriendo las escaleras hacia su habitación. Amala, tiene sueño pero también tiene miedo, desde que está en la fortaleza duerme mal y se enfrenta a la cama con prevención. ¡Bah!, se dice a sí misma, si no logro coger el sueño bajo y me pongo a escribir. Con esta válvula de escape se queda más tranquila y sube a dormir.
Ante su sorpresa enseguida le entra sueño y antes de hacer sus ejercicios mentales para relajarse se queda dormida. Pronto comienzan los sueños, sueños enmarañados en los que se mezclan vivencias del día con miedos y emociones. Primero está en Hispania que parece perseguirla en todos sus sueños; de pronto se ve luchando con los ladrones de los caminos, uno de ellos es su primo ¡cómo no! Sabe que es él por su bisoja mirada, ella le pregunta ¿por qué haces esto con lo que te gusta Platón? ¿Cómo es que te has metido a ladrón?, tienes el suficiente dinero para poder vivir holgadamente tú, tus hijos, nietos…, hasta la sexta generación por lo menos. Su primo no contesta, no puede hablar por tener los labios cosidos. Más tarde está en el entierro de su tía Amalafrida, cuando van a meterla en un sarcófago, Amalafrida se levanta, abraza a su sobrina y le susurra al oído: “Amala, véngame”. Entonces se despierta con el pulso acelerado y el corazón parece que se le va a salir del pecho, se incorpora en la cama hasta poder ubicarse, mira hacia el ventanuco por el que sólo entra oscuridad. Consigue volver a dormir, pero es un sueño ligero en el que oye lejanos los ruidos de la noche entre los que sobresale el canto de la lechuza, la compañera de Minerva.
Se levanta con las primeras luces de la mañana y al bajar para ir a la sala de baños ve con sorpresa, a través de la ventana del gran salón, el paisaje nevado. Como no cree lo que ve, asoma un poco la cara por la puerta y, efectivamente, el patio está con un palmo de

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nieve. Se baña, se arregla rápidamente y baja a la cocina para hablar con Sofía, es la única que está levantada.
– ¿Has visto la nieve?
-Sí, y me extraña porque ya estamos en primavera. El tiempo está verdaderamente loco. Sólo una vez he visto nevar casi a finales de abril –dice Sofía, atareada preparando el ientaculum, como lo llaman ya todos en la fortaleza-, hablo de montañas en las que hay nieve durante todo el año.
– Qué pesadillas he tenido, Sofía.
– Yo tampoco he dormido bien –contesta la cocinera-, debió ser que anoche bebí demasiado.
– Yo bebí poco, pero a pesar de eso…-queda un rato pensativa y le cuenta a Sofía su pesadilla.
Entra en la cocina Félix con la frase de la mañana: “¿cómo puede ser que en nieve en abril?” Conforme van despertándose los soldados también se asombran por la nieve. Con la última cucharada de sopas de leche en la boca salen a jugar fuera de la fortaleza, los animales están todos guarecidos en sus cobertizos, en especial las ocas, gansos y gallinas que son bastante frioleros.
¡Qué bonito está todo! El lago ha cambiado el azul por el blanco grisáceo, igual que el cielo. Ante la novedad de la nieve salen a dar un paseo por la isla, es la primera vez que van todos juntos, nadie desde afuera diría que son presos, juegan con la nieve, corren, cantan y hasta se mojan la cara con el agua fría del lago. Es una de las pocas ocasiones en la que Amala no siente la espada sobre su cabeza, por un rato su mente parece descansar y se le nota en la expresión de la cara, gana en belleza. Ya se sabe, lo que es por dentro se manifiesta por fuera.

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Deciden subir a la iglesia para que el sacerdote la vea, desde su llegada todavía no ha visitado el pequeño templo, pero se levanta una gran ventolera por lo que prefieren regresar al abrigaño de la chimenea y del hipocausto.
Con el paseo se ha abierto el hambre y apremian a Sofía para que haga pronto la comida; ya comen todos juntos en la sala de armas, la mesa es grande y caben bien. Acostumbrada a las prisas de su casa de comidas, Sofía prepara enseguida una sopa de gallina con un poco de farro; siempre tiene un perol grande con caldo de ave para estas ocasiones, con añadir pan o farro ya hay un primer plato sustancioso. Mientras, ha puesto a cocer unas berzas que rehogará con tocino, de dulce pondrá el consabido queso con miel que tanto gusta y tantas veces le ha sacado del apuro.
Devoran la comida como si no hubiesen comido en un mes cosa que alegra a Sofía, siempre le han gustado las personas de buen comer, como su difunto marido.
La comida y el calor adormecen a los soldados que desaparecen para dormir un rato, Amala también siente el sopor de la sobremesa, pero hace un acto de voluntad para no dormir, si no, por la noche dormirá aún peor. Como Félix tampoco va a dormir aprovecha para hablar y despabilarse.
– Esta noche ha venido a visitarme mi tía Amalafrida.
– ¿Cómo? –pregunta el sacerdote extrañado por la confesión de Amala. ¿Habrá perdido la cabeza?, se pregunta.
– Tranquilo –parece que la Reina ha leído los pensamientos de Félix-, estoy todo lo cuerda que se pueda estar en esta situación. Es una especie de juego que Sofía y yo tenemos, ayer estuvimos discutiendo acerca de si cuando se sueña con alguien significa que ése alguien viene a visitarnos ¿por qué no?
– No sé, nunca había pensado en ello, ¿son sólo las personas muertas, o también las vivas?

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– No, creo que sólo nos pueden visitar las muertas, las vivas ya lo pueden hacer en persona.
– Entonces a mí me ha visitado muchas veces mi padre, menos mal que no me ha podido pegar –queda un rato callado-, si eso fuera cierto mi mejor amigo de estudios se habrá muerto porque de vez en cuando sueño con él.
– Pues esta noche ha sido mi tía, la hermana de mi padre, quien ha venido a verme.
– No sabía que tuvieras una tía.
– Sí, Amalafrida, madre de Amalaberga y Teodato, hijos de su primer marido, Hugo. Después de enviudar casó con Trasamondo, rey de los vándalos, y se marchó a vivir a Cartago llevando como dote, que le entregó mi padre, cinco mil soldados godos y parte de Sicilia. Todo le iba bien a mi tía hasta que enviudó por segunda vez. No sé en otros lugares pero en nuestra sociedad una viuda es peligrosa, y más si tiene hijos. La mujer que enviuda debe inmediatamente volver a contraer matrimonio o vivir en un convento. Pobre de la que se sale del patrón social establecido, yo misma soy un ejemplo. Mi tía tampoco quiso volver a casarse y el nuevo rey, Hilderico, la acusó de conspirar contra él, posteriormente la encarceló. Al poco la asesinaron después de torturarla. Recuerdo al gran Teodorico llorar cuando supo la noticia pues quería mucho a su única hermana. No pudo ayudarla y eso le dolía, los años le pesaban ya no tenía el coraje de la juventud y un año después murió, triste por no haber podido vengar a su hermana.
Una de las primeras cosas que hice cuando asumí la regencia del reino fue enviar una embajada a Cartago con la finalidad de investigar qué pasó exactamente y quién o quienes tuvieron que ver en la muerte de mi tía. No se logró sacar nada en claro, como

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es frecuente en estos casos los unos culpaban a los otros en un eterno círculo sin salida.
– Menuda tragedia –dice Félix-, todos tenemos que llevar nuestra cruz, cada cual a su manera pero todos tenemos una. Nos creemos que por ser reyes o príncipes son más felices, pero también llevan sus cruces.
– Bien es cierto que suelen ser más livianas que las de los campesinos, no digamos que la de los esclavos –contesta Amala que está resignada con su cruz plagada de dolor por la muerte de su hijo.
De pronto Amala siente la congoja ya tan familiar en el pecho, el pensamiento de la muerte de su tía le trae a la mente su posible muerte, “que no me torturen”, la frase se cruza en su mente con imágenes que no quiere pensar. Menos mal que los soldados llegan en su ayuda, sin la modorra encima entran buscando el calor de la chimenea, vienen alegres, despreocupados, la nieve parece haberles vivificado. Se unen a la tertulia del sacerdote con Amala que varía el rumbo, las historias familiares y amorosas de los soldados visigodos son entretenidas y eliminan el pellizco anímico de la Reina. Es lo que necesita, tener la mente siempre ocupada, si puede ser con cosas alegres o intrascendentes mucho mejor.
Quieren dar otro paseo para aprovechar la nieve, pero el gran frío del exterior los desanima y deciden quedarse a seguir la charla o jugar a cualquier cosa.
Sacan dos tableros de tesserae y latrunculi que Sofía ha encontrado en el gran armario de una estancia con muebles viejos, comprueban que las fichas y los dados estén todos y comienzan una especie de liga para ver quien se proclama vencedor. Amala no es gran jugadora y duda en escribir o participar en la liga, al final decide jugar, le da menos que pensar. En cambio el sacerdote sí es un gran jugador y queda finalista contra Ubaldo que es especialista en los dos juegos y acaba proclamándose el vencedor. No se han jugado dinero, sólo la honrilla.

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– Allá, en mi aldea, jugamos mucho –explica Ubaldo-, las tardes de invierno son largas. Fueron los soldados romanos del campamento cercano quienes enseñaron a nuestros abuelos.
– Pues en mi pueblo también se juega mucho –comenta Alberico-, también las largas y frías tardes invernales son propicias para las reuniones junto al hogar contando historias y jugando.
Con el fin de la liga la jornada se da por concluida, llenan la clepsidra y van todos a dormir. Ya no hay ningún soldado que se quede haciendo guardia ¿para qué?

Todos contra la Reina

Pedro Ilirico se calmó, contó a su preocupada esposa una mentira para no inquietarla a la vez que protegerla, cuanto menos supiera de su doble embajada menos peligro correría. La cruel fama de la emperatriz, lo sabe muy bien el Ilirico, es merecida, quien ose desobedecerla lo paga caro, él o su familia. Hace y deshace matrimonios, alianzas, voluntades, a su capricho o conveniencia, como un niño mimado. Es vox populi en Bizancio, Teodora está mimada por su poderoso marido al que, en ocasiones, supera en el ejercicio del poder. Pedro sabe que la Augusta (como le gusta ser llamada) tiene una poderosa red de fieles confidentes que le cuentan todo lo que ocurre desde Bizancio hasta el limes del imperio, e incluso más allá.
– Mujer, no te asustes, ya estoy mejor.
– Dime, ¿qué te ha pasado?, estabas amarillento como la cera.
– Nada, al venir del Gran Palacio hacia casa han estado a punto de robarme, resulta que llevaba ¡nada menos! que el rollo con el encargo de Justiniano, lo que tengo que enseñar a Amalasunta, la reina goda, con las instrucciones de las preguntas que debo hacerle. ¡Imagínate, si me lo llegan a robar!

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– No pasaría nada –contesta convencida Nati, su esposa-, con pedir otro rollo de instrucciones…
– No es tan fácil, tengo la misión de partir en cuatro días y tendría que volver al palacio, esperar a que la infinidad de servidores me fueran pasando despacho a despacho hasta llegar a ver a Narsés, el secretario personal de Justiniano; ya sabes cómo es el eunuco, quisquilloso como él sólo. Me haría miles de preguntas de cómo, dónde, por qué perdí las instrucciones, llamaría a un escriba para redactar un duplicado, en fin, menos mal que nadie me ha robado nada.
Pedro Ilirico está acostumbrado a viajar allá donde haya un pleito; esta vez es distinto, tiene encomendadas dos misiones, una le preocupa sobremanera. Hace todo lo posible por parecer calmado al despedirse de su mujer aunque por dentro presienta que será su último viaje y no podrá volver a ver el bello y tranquilo rostro de Nati.
-Este viaje es el más largo que he hecho –dijo a su esposa ante la expresión interrogativa de Nati. Mujer perceptiva e intuitiva que algo barruntaba aunque nada decía-, no te preocupes que tendre todo el cuidado del mundo, además el emperador me ha asignado escolta.
Partió con paso firme hacia la plaza del gran mercado donde había quedado con los tres soldados que le acompañarían. Le tenían preparado un gran caballo gris oscuro, casi negro, con la gran cola levantada dándole un porte grácil y majestuoso. Se fijó en ese detalle y en la pequeña protuberancia entre los ojos típica de los caballos árabes. Buen caballo –pensó-, si me porto bien con él será mi amigo para toda la vida. Los soldados también montaban bonitos caballos persas, además llevaban una mula para la impedimenta.

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Era temprano cuando salieron por la puerta Aurea, la ciudad apenas había despertado y los cascos de los caballos resonaban por la ausencia de gente en las calles.
Emprendieron el camino hacia Ravena avanzado el mes de marzo del año 535.
El Ilirico no tenía mucha prisa, no hacía más que darle vueltas al dichoso encargo de la emperatriz; desde luego nunca había matado a nadie con sus propias manos y no estaba dispuesto a que hubiera una primera vez. Por otro lado estaba la orden expresa de Teodora, la de los mil ojos. ¿Qué hacer? ¿Cómo salir con bien de este berenjenal al que había sido empujado?
– Haremos jornadas de medio día, después buscaremos alojamiento y dejaremos que los caballos descansen, no quiero que se agoten.
Su idea era tantear a los tres soldados para ver si alguno de ellos sería capaz de asesinar a Amalasunta. En caso de que no fueran capaces, pensaría en pagar a cualquier mendigo o esclavo godo de Ravena para que llevara a cabo el crimen, todo menos hacerlo él.

Son jóvenes y les gusta la diversión. Siempre que sus obligaciones militares lo permiten se reúnen en las tabernas más populares de Ravena, casi siempre es en la famosa taberna de la plaza del Pueblo, la de Juan Tiberi, al ser su dueño judío es conocida como Tiberíades. Se come el mejor pescado de la ciudad y tiene dos sirvientas famosas por su gran belleza y sus laxas conciencias. Por todo ello los cuatro jóvenes nobles hijos de la aristocracia goda acuden a la taberna Tiberíades a cenar al menos cinco noches por semana. Tres de ellos son hijos de Gumersindo, Teodomiro, Ubaldo, respectivamente, los conspiradores mandados asesinar por Amala; la orfandad creó entre ellos un vínculo fuerte, duradero, de manera que desde la muerte de sus padres formaron una especie de clan en el que sólo dejaron entrar a Gundemaro por

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ser hijo de un famoso general ostrogodo y ser, él mismo, diestro en el manejo de cualquier arma conocida, habilidad ensalzada entre los godos. Sisebuto, el hijo de Teodomiro, lleva una temporada dando vueltas a una idea, vengar a su padre; eso de que una mujer, por muy reina que sea, ordene matar a un hombre casi tan noble como ella no lo ha acabado de digerir. Desde el momento que supo la noticia de la muerte de su padre comenzó a gestarse en su cabeza la idea de la venganza, si no la ha llevado a cabo es porque ha estado esperando el momento oportuno. Ahora cree que ése momento ha llegado.
Esa noche el vino corre abundante por los vasos de los jóvenes, Sisebuto está esperando el momento propicio para introducir el tema venganza en la conversación. Con la tercera frasca de vino llega, por fin, ese momento. El ambiente en la taberna es bullicioso y el aire casi irrespirable: emanaciones humanas se mezclan descaradamente entre sí y con olores que desprenden las tripas de cerdo secándose colgadas de largos palos sobre el mostrador. Sisebuto se atreve, por fin, a hablar.
– Me consta el dolor que todavía sentís por el asesinato de vuestros padres, igual que yo aún me conduelo por la muerte del mío. ¿No habéis pensado nunca en vengarlos? – Los otros jóvenes se miran un poco sorprendidos por la gravedad del tema y la súbita seriedad de Sisebuto.
– Yo sí lo he pensado alguna vez.
-Yo también –contesta el otro, como es lógico Gundemaro no opina, con él no va esta conversación pero se queda por cotillear, le intriga el tema de la venganza y de si la cosa va en serio.
– Entonces si los tres lo hemos pensado ¿por qué no la llevamos a cabo? –propone Sisebuto.
– Porque no están fácil –comenta el más joven.

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– Ahora sí lo es. Es mucho más fácil que hace unos meses, las circunstancias no son las mismas. Ahora Amalasunta está presa en la fortaleza Martana. Teodato nos ha allanado el camino.
Callan pensando en la idea propuesta por Sisebuto, el ruido de la taberna es molesto, deciden salir y dar un paseo para poder hablar tranquilamente sin que nadie los escuche. Las sirvientas de la taberna se despiden de ellos tirándoles un beso al aire y quejándose de lo pronto que se van esa noche. Salen a la calle y un gélido viento del norte los recibe con el anuncio de ventisca.
– Será mejor que vayamos a mi casa –propone el hijo de Ubaldo-, hace un frío que pela, además, llamaríamos la atención, no hay un alma por la calle.
Van a casa de Ubaldo dónde siguen viviendo la viuda con sus hijos, ahora el cabeza de familia es el hijo mayor de Ubaldo, y como tal ejerce.
– Madre, tráenos una jarra de vino sin agua. Estaremos en mi estancia.
Todos agradecen el calor que sube del suelo proporcionado por el hipocausto atizado dos veces en días de frío. Se quitan las túnicas y las casacas para estar más cómodos y ya frente a un vaso del buen vino tinto de Tuscia comienzan a plantar los pilares de su conjura.
La historia se repite.

Teodato está intranquilo, desde que tomó la decisión de encerrar a su prima en la fortaleza del lago y la llevó a cabo no ha podido dormir bien, ni centrarse en asunto alguno. Ni la lectura de las Sagradas Páginas ni la lectura de Platón, del que es estudioso, pueden darle la tranquilidad que necesita para poner en orden todos los asuntos de gobierno y personales acuciantes, que exigen rápida resolución. El solo pensamiento de su prima prisionera lo solivianta. Ha llegado a la conclusión de que su prima es un engorro, una rémora para realizar sus planes, el primero de ellos es reinar solo, sin nadie que le pueda contradecir, ni discutir sus

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decisiones; pero no se atreve a dar el paso definitivo para quitársela de encima, con lo fácil que es –piensa-, no tengo más que ordenárselo a cualquier soldado de confianza, pero…Gracias a ese pero sigue viva Amalasunta.
Teodato es cobarde, Teodato es ambicioso, Teodato es injusto, pero Teodato no es tonto y sabe dos cosas, la primera, que mientras viva Amalasunta él corre peligro, de que se escape, de que sus partidarios (y son muchos) se unan, le destronen y hasta puede que lo maten; la segunda es el peligro bizantino. Teodato sabe que después de derrotar a los vándalos, los siguientes en la lista son ellos, los godos; la guerra contra Bizancio está cercana, Justiniano se ha empeñado en recomponer el antiguo Imperio Romano sin división alguna, con la única diferencia de que la capital no será Roma, sino Constantinopla. Por su parte Belisario, el gran general de Justiniano, está deseoso de poder ofrecer a su señor otra victoria y demostrar, así, que él no es ambicioso y que mientras viva Justiniano no se dejará engatusar por los que quieren nombrarlo rey de la península Itálica.
Teodato podría negociar con el emperador ofreciendo como moneda de cambio a Amalasunta, sabe que Justiniano, aún sin conocerla, le tiene cierto aprecio y siempre ha estado dispuesto a ayudarla. Descarta esta opción por ser demasiado complicada y lenta; negociaciones, embajadas, misivas, demasiado tiempo en el que Amala podría recobrar su trono, Teodato necesita solucionar sus situación lo antes posible.
No se atreve a discutirlo con nadie, pues en nadie confía; su gran amigo y confidente Adem ha muerto hace ya dos largos años. Crecieron juntos allá en la lejano Cartago; Hanon, el padre de Adem, ayudante personal de su padrastro el rey, era el noble con más abolengo del pueblo vándalo. Con Adem vivió Teodato esas experiencias que por ser las primeras quedan indelebles en la memoria, con frecuencia, ligadas a las cosas buenas. Siempre estaban juntos, jugaban juntos, aprendieron a montar a caballo a

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la vez, les salieron los primeros pelos precursores de la barba casi al tiempo y, ¡cómo no! Conocieron mujer el mismo día. De vez en cuando pasaban los dos, largas temporadas en la corte ravenesa de su tío Teodorico.
Al morir el padrastro de Teodato, el rey Trasamundo, y después ser asesinada su madre Amalafrida, los dos amigos dejaron Cartago y marcharon a vivir a Ravena instalándose en el Palacio Real como príncipes godos, aunque Adem fuera vándalo. El joven Adem se convirtió, con los años, en un hombre honesto, justo y valiente, todo lo opuesto de Teodato, motivo por el cual se llevaban tan bien. Cuando comenzó la rapiña para calmar su ambición del entonces duque de Tuscia, Adem fue el único amigo que le amonestó por su conducta delictiva, los demás no se atrevían o pensaban comer algún trozo del pastel.
Al igual que Atalarico, Adem murió de tisis, enfermedad endémica entre el pueblo ostrogodo, de fácil diagnóstico y difícil curación. Teodato sintió la muerte de su amigo como si hubiera sido la de su padre, al que apenas conoció, pues como tal lo quería.

En la fortaleza de la isla la vida discurre con más relajo que los primeros días, Amala ha perdido la cuenta de los días que lleva encerrada, le parece que son ya muchos, demasiados, siente la extraña sensación de haber vivido siempre en la isla. A veces cree estar de vacaciones, en cambio otras veces se angustia por recordar su realidad; sin embargo desde que se han hecho todos amigos y el ambiente es más distendido, Amala empieza a dormir un poco mejor.
Al día siguiente de la nevada ya no queda ni un triste copo que recuerde la nieve del día anterior. El sol ha comenzado pronto a calentar deshaciendo cualquier traza de nieve. La isla vuelve a estar tan florida como hacía dos días. La frase del día es “el tiempo está loco, un día nieva y al siguiente luce el sol”.

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Hoy el sacerdote se impone y obliga a todos a visitar la pequeña iglesia de la isla, desde que ha llegado ha querido hacerlo infructuosamente, pero por una cosa o por otra ha ido posponiéndolo.
– De hoy no pasa que vaya a la iglesia, quien quiera acompañarme…
Deciden ir todos, así se entretienen un poco.
Los soldados llegan los primeros y abren la iglesia que sigue tan gélida como cuando fueron Amala y Sofía. Se respira humedad y abandono, por un lado se está cayendo la pared, la madera del pequeño coro está podrida, las pinturas de las paredes han desaparecido casi todas y apenas se pueden ver algunos trazos.
– Aquí hay que meterse de lleno –comenta el sacerdote que piensa pedir a Cerbonio, obispo de Populonia, el traslado a esta iglesia, o al menos a uno de los pueblos costeros, le está tomando cariño a la isla. Cuando acabe todo, porque tiene que acabar alguna vez y de alguna forma, digo yo, personalmente preferiría que acabara con la libertad de la Reina-, esta iglesia debe llevar mucho tiempo cerrada, sin celebrarse culto y se nota.
– Las cosas cuando no se usan se estropean más –sentencia Sofía que también ha subido.
Escudriñan todos los rincones, algunos soldados suben al coro a pesar de estar derrumbado por una parte, el sacerdote rebusca en la sacristía y descubre medio escondida entre los ropajes litúrgicos varios rollos de una biblia arriana, a pesar de lo cual la coge para leer en la fortaleza, comprobar si está entera y contrastar las diferencias con la ortodoxa.
– Félix –llama Amala al sacerdote-, aquí hay un pequeño sarcófago, ¿de quién será? Desde luego etrusco, no parece.
Félix acude detrás del altar, junto a Amala, para ver si entre los dos descubren algo sobre el pequeño sarcófago.

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– Es relativamente pequeño, yo creo que es el de la niña virgen que torturaron por haberse hecho cristiana ¿recordáis la historia?
– Sí, Cristina, que primero estuvo sepultada en una cripta de Castro Cryptarum y después fue trasladada.
– Vamos a limpiarlo un poco –propone Amala-, seguro que hay alguna inscripción por algún lado que lo corrobore.
Salen a por ramas para limpiar el sarcófago, los soldados intentan levantarlo para bajarlo a la fortaleza y poder limpiarlo bien, pero pesa demasiado a pesar de su tamaño.
– ¡Qué emoción! –exclama el sacerdote que está decidido a pedir este destino si se comprueba que los huesos pertenecen a Cristina-, esto daría categoría a mi iglesia –porque ya es su iglesia y la imagina restaurada, pintada, el tímpano de la entrada con el pantocrátor católico bien pintado y él celebrando misa para los pocos habitantes de la isla. Sí, está decidido a pedirla como destino.
Una vez limpia la piedra del sarcófago pueden leer en latín una pequeña inscripción en la parte central, “HIC IACET CRISTINA VIRGO ET MARTYR” y debajo la fecha” ANNO DOMINI CCII.
El sacerdote sufre un pequeño mareo, tanta emoción no es buena para el espíritu; pensar que sea la tumba de la pequeña Cristina a la que ya se la veneraba en los alrededores del lago como santa. Se sienta en uno de los desvencijados bancos de la iglesia, de pronto nota un cansancio extremo, como de siglos, y suda a pesar de que en la iglesia hace frío.
– ¿Se encuentra bien, Félix? –Amala, pendiente de todo, se ha dado cuenta de los sudores y la cara blanquecina del sacerdote-, ¿quieres que salgamos para que nos dé el aire?

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– Gracias, Señora, ya me encuentro mejor, ha sido un mareo sin importancia, pero ya estoy bien. ¡Cuidado no vayáis a romper algo! –grita a los soldados que miran y rebuscan por todos lados sin tener cuidado-, hay que mirarlo todo como si fuera un tesoro, en realidad lo es.
Amala se sienta junto al sacerdote y comenta el descubrimiento de la tumba de la mártir, lo increíble de haber encontrado dos sepulcros en tan poco tiempo y tan distintos, si no fuera por lo que es, mandaría buscar más enterramientos y adecentar la isla, al menos se lo diría a su primo ya que la isla es suya.
Repuesto de la emoción, el sacerdote se acerca, otra vez, junto al sepulcro dudando si mirar su interior o no, por poder ser una profanación. Por otro lado, si la niña mártir es santa puede que sus huesos tengan poder curativo y sean considerados reliquias. No sabe qué hacer, sólo tiene su conciencia y la sabiduría de la Reina para consultar el dilema. De su conciencia duda, puede estar contaminada por sus ansias de ver y tocar los huesos de la, ya para él, santa y no se fía mucho. Confía más en la sabiduría de Amala aunque no del todo; durante sus charlas con la Reina se ha dado cuenta que para ella la Filosofía está por encima de cualquier fe religiosa; sí, habla mucho de la providencia pero no está seguro a qué providencia se refiere si es a la Divina Providencia, es decir al conjunto de las acciones de Dios en el socorro de los hombres, o se refiere a la providencia como Fortuna, al estilo Boecio. Puede que Amala sea demasiado racional para él. No lo tiene claro, se atormenta con la duda, siempre ha odiado dudar, prefiere equivocarse a dudar; las pocas veces que le ha ocurrido ha notado hasta síntomas físicos de estupor y pesar, mucho pesar por el resultado de la decisión, si es que ésta ha llegado a producirse. Por todo ello siempre ha procurado decidir rápido y no anclarse en la duda, al final decide preguntar a la Reina, la sensatez de Amala prevalece sobre el posible descreimiento y recelos.

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– Señora, ¿te parece que veamos lo que hay dentro? ¿Sería profanar el sueño de la muerta?
– No lo sé muy segura, Félix, la teología no es mi fuerte, pero creo que no es profanación, en caso contrario habría muy pocas reliquias. Si tuviera libertad, enviaría una misiva al Papa para tener la certeza, de todas formas ha habido muchos obispos y papas que han vendido hasta el alma, los unos para llegar a ser papas y cuando ya lo eran para enriquecerse. El papa Mercurio parece un buen hombre con temor de Dios, respetuoso con la religión, confío que todavía esté el mármol que hice poner en nombre de mi hijo para evitar el pecado de simonía. Ya sabrás que las reliquias son muy apreciadas y se ha llegado a pagar sumas importantes para tener una de ellas.
-Sí, también yo he llegado a la misma conclusión, si sus huesos pueden curar a la gente, ¿por qué no probar? ¿No recobró una vieja la vista cuando se lo pidió a la niña?
Una vez tomada la decisión el sacerdote descansa, sea buena o mala la resolución se ha determinado abrir el sepulcro y la odiosa duda desaparece con todos sus efectos negativos. Piden a los soldados que arrastren la losa que tapa el sepulcro para poder ver su interior; los soldados recelan, son supersticiosos y tienen miedo de que les suceda algo malo. Félix, con impaciencia, les explica que es necesario ver los huesos de la niña, cuenta otra vez su historia para que sepan quien está sepultada y el milagro que ya realizó después de su muerte. Si están sus huesos serán considerados como reliquias.
– Estamos hablando sin haber visto nada, quizá sus huesos ya sean polvo –termina Félix su argumentación que parece haber convencido a los soldados.
Comienzan a empujar la losa, más pesada de lo que parece a primera vista, empujan con fuerza y logran moverla medio palmo; no es suficiente, hay que empujar otro poco. De pronto un quejido

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inmoviliza a todos, es Heriberto, uno de los soldados visigodos, quien ha emitido tan lastimero grito.
– Apenas puedo moverme, tengo agarrotados los músculos, tampoco puedo girar bien la cabeza. Me duelen muchísimo los brazos y las piernas.
– Será algún tirón por el esfuerzo –piensa al principio-, ya se me pasará.
Se queda quieto un rato, apoyado en el respaldo de uno de los desvencijados bancos, pero nota que lejos de pasarse el dolor va a más.
Le ayudan a bajar hasta la fortaleza pues apenas se sostiene, por lo que entre Hermene y Ubaldo forman una silla con sus brazos y lo bajan sentado en la improvisada silla.
Amalasunta se ha fijado en la expresión de su cara, tiene una mueca que ha visto con anterioridad, cuando era pequeña y todavía vivía su padre. Teodorico la llamó risa sardónica, las personas que padecen esa enfermedad tienen pocas probabilidades de curación, decía. Los primeros síntomas son dolor de cabeza, inquietud y contracción muscular para después encajarse la expresión de la boca, como si rieran; en realidad esta risa es muy dolorosa y apenas pueden hablar. Aparecen convulsiones. La muerte llega por asfixia cuando la rigidez alcanza la caja torácica.
Ya en la fortaleza Sofía quiere poner el catre de Heriberto junto a la chimenea para que no pase frío, Amala prefiere que esté en una habitación oscura y ventilada pero antes hace unas preguntas a Heriberto que pese a todos los dolores y convulsiones no ha perdido el conocimiento.
– Contéstame moviendo la cabeza, no debes hablar pues te dolerá más y se te encajará más la mandíbula. ¿Tienes alguna herida?
El visigodo contesta con movimientos afirmativos de cabeza.

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– ¿Dónde? –pregunta la Reina que algo barrunta; siempre le han gustado los estudios de medicina y ha leído todos los tratados que han caído en sus manos: Hipócrates, Galeno; el Tratado de Alejandro de Tralles que ejerce en Roma y con el que ha mantenido fructíferas conversaciones epistolares y en persona las pocas veces que ha estado Roma; los escritos de de Aetius y el Tratado de Medicina y Cirugía en sesenta rollos de Oribasius, que fue médico de Juliano el Apostata, entre otros. En su gran biblioteca de Ravena hay una pared llena de pergaminos sobre medicina.
Heriberto señala su pierna, la Reina pide una espada para cortar el ceñido pantalón de piel, cuando lo corta aparece la pierna hinchada por la herida infectada; un poco más arriba del talón tiene un corte que supura abundantemente, un líquido espeso amarillento verdoso inunda la herida.
– Qué brutos sois, estás con esta herida y ni siquiera te la has vendado un poco, seguramente ni sepas cuando te la hayas hecho. Hay que limpiar bien la herida, Sofía, pon a hervir un poco de romero en abundante agua, vamos a ver si podemos curarte.
Heriberto, al que le es cada vez más doloroso hablar por tener la boca completamente encajada con la risa sardonica, como si hubiera comido la venenosa planta. Ante la pregunta de Amala ha negado con la cabeza haber comido planta alguna por lo que se descarta el envenenamiento. Los gestos que hace el soldado son como de pelea, como si blandiera una espada, quiere expresar algo pero nadie lo entiende.
– ¿Sabes escribir –pregunta el sacerdote, pensando en comunicarse con la pluma.

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– Niega con la cabeza –está pesaroso por ello pero nunca ha tenido la oportunidad de aprender y piensa que la Reina tiene razón al obligar a todos los niños a leer y escribir.
– No pasa nada –lo tranquiliza Amala que va a la cocina para ver si ya está hirviendo el romero.
Mientras esperan, Heriberto sigue blandiendo la espada en el aire, hasta que el Toletano se da cuenta de lo que quiere decir.
– Ya sé, quieres decir que te hirieron cuando nos atacaron los ladrones y murió nuestro dux ¿es eso?
El soldado afirma con la cabeza.
Esperan otro rato grande hasta que el romero haya hervido y trasladado al agua sus cualidades antisépticas. Tumban al soldado en la mesa de la sala de armas y cuando Sofía lleva el agua y unos trozos de lienzo limpio Amala comienza con mucho cuidado a limpiar la herida. Primero sale gran cantidad de pus entremezclado con hierbajos, después agua sanguinolenta y cuando parece que ya está limpia toda la herida sale un trozo de hierro con un acumulo de pus pastosa. Es un trozo de espada, seguramente del que lo hirió. Amala hace una pequeña muñequilla con trozos de lienzo suave, la moja en agua y la introduce en la herida para que salgan todas las impurezas. Una vez limpia la herida venda la pierna y manda a los soldados subirlo a la habitación contigua a la suya y lo tiendan en el lecho, así Amala podrá vigilar su evolución.
– Debes reposar y estar lo más tranquilo que puedas, estaremos todos atentos por si necesitas algo, como no puedes hablar, te dejamos esta campanilla para que nos llames; en caso de no poder tocarla, simplemente la empujas para que caiga al suelo.

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Bajan preocupados por la extraña enfermedad de Heriberto, Amala propone hacer guardia sin que se entere el enfermo, por si necesita algo. Cada tres horas sube la Reina para controlar la evolución de las convulsiones.
Discuten, junto a la chimenea, sobre la clase de enfermedad que es, se trata de una rara dolencia, sin embargo algunos sí que han visto algo parecido con malos resultados.
– ¿Y si traemos un trozo de hueso de Cristina? A lo mejor se realiza el milagro y se cura –quien lo propone, como es lógico pensar, es el sacerdote.
– Id vosotros, yo me quedo a vigilar –dice Amala recordando la última vez que ha estado junto a un enfermo, tan sólo hace unos meses, en cambio a ella le parece que han pasado años cuando Atalarico murió.
Queda sola en la fortaleza, va a por la pluma, el tintero y el pergamino, quiere entretener su mente para que no vague por los mundos inapropiados de dolorosos recuerdos o de reproches. Se sienta en su mesita, junto a la ventana y comienza.
“Noto cercana la presencia de Atropos, escucho el chasquido de sus tijeras, no sé si viene por mí o el hilo que cortará será el de Heriberto. En caso de ser el mío, me gustaría poder estar ven paz con los míos, quiero que estos deslavazados pergaminos que estoy pergeñando sean entregados a mi hija en el caso de que sea yo la elegida. Estoy influenciada por los descubrimientos de los enterramientos y veo a la muerte por cualquier rincón, o será mi estado de ánimo que no es demasiado optimista. Te quiero mucho, Matasunta, siempre lo he hecho y si no lo has notado, te lo digo ahora, ojala pudiera decírtelo en persona para que no tuvieras duda alguna. Siempre has pensado que quería más a tu hermano por ser el rey y has sentido el mordisco de los celos. La sacrosanta verdad es que os he querido a los dos por igual. Os quiero a todos los que sois mis amigos, a ti, Casiodoro, mi amigo y colaborador, Marcelina no hace falta decírtelo, porque ya lo sabes, además te encargo que cuides de mi hija como lo has hecho

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conmigo. También os dejo el encargo de cuidar mis perros, mis caballos y mis aves.
No quiero engolfarme en ideas tristes, además no son tan tristes, si no vuelvo a Ravena pensad que sigo en la isla, porque eso es la muerte, estar en otro lado, sin poder ver a los seres queridos.
Todos sabéis que no creo mucho en la otra vida y que el cielo como recompensa o el infierno como castigo pienso que los llevamos nosotros dentro con nuestra actitud.
La juventud por lo general es generosa, ingenua, confiada, esperanzada, he aquí el cielo; conforme vamos cumpliendo años esos maravillosos valores se tornan en rencor, miedo, egoísmo, manipulación, ambición y deseo del mal ajeno, eso es vivir en el infierno. Cuando hacemos el mal nos salpica en forma de tormento interior; al igual que cuando hacemos el bien también revierte en nosotros como tranquilidad de espíritu, alegría y momentos de felicidad.
Hija mía, tienes que procurar mantener los valores de tu juventud, cultivar tu espíritu con la lectura, no dejar que entren en tu corazón el desánimo, el rencor ni el egoísmo, sólo te conducirán a la infelicidad.”
Oye moverse a Heriberto, deja la escritura y sube a ver cómo está, se acerca despacio, de puntillas para no molestarlo, se asoma un poco.
– Agua, quiero un poco de agua –pide el enfermo.
Baja a por un cacillo con agua y enseguida vuelve, pero se da cuenta de que sigue con la boca encajada y no puede sorber. Un momento –le dice al enfermo-, va a por más trozos de lienzo que moja en el agua para escurrirlo en la boca del soldado.
– Gracias –dice Heriberto; apenas se le oye.
Amala se queda en la habitación que permanece oscura, se sienta en un taburete y observa callada las convulsiones del enfermo. Al rato escucha a los demás que vuelven de la iglesia, sale de la habitación, les ruega que hablen bajo.

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– ¿Habéis encontrado algo?
– Sí –contesta el sacerdote entusiasmado-, el esqueleto está intacto, el pelo, la calavera y hasta trozos de la vestimenta. Está en perfecto estado.
– ¿Habéis traído algún hueso? –a Amala le da un poco de grima todo el asunto de los huesos y en general cualquier reliquia.
– Pues sí, hemos traído dos pequeños huesos de la mano derecha.
-Entonces, ahora ¿qué se hace?
– Nosotros hemos rezado en la iglesia por la pronta curación de Heriberto, ahora se pone debajo del colchón o cerca de él la reliquia para que surta su efecto.
Acto seguido el sacerdote sube a la habitación y mete bajo el colchón del enfermo los dos pequeños huesos de la niña mártir.
– Ahora sólo hay que esperar –dice ufano.
– Deberíamos hacer cocimientos de algunas hierbas que haya en la fortaleza o por el campo, para que no tome sólo agua –propone Sofía, Amala se recrimina no haberlo pensado ella.
– Tienes muchísima razón, Sofía, ¿qué es lo que tenemos en la fortaleza?
– Poca cosa, sólo hay manzanilla y otras hierbas que creo que son salvia y romero.
– No, la salvia es para la menstruación, con la manzanilla valdrá y si hay espliego afuera también, ambos son tranquilizantes.
Cuecen en bastante agua la manzanilla seca y el espliego que han cogido de la isla dos soldados. Una vez bien cocido lo cuelan en dos jarras para tener de reserva.
Así va pasando el resto del día y de la noche, Amala se queda parte de la noche vigilando la evolución de la enfermedad que sigue prácticamente igual. De vez en cuando el enfermo se desvela por la fiebre, que le hace tener pesadillas repetitivas, durante toda la noche; siempre la misma pesadilla, siempre la misma pesadilla, una y otra vez, como una cinta sin fin. Cuando Amala ve

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al enfermo medio despierto aprovecha para hacerle beber un poco de la cocción de manzanilla y espliego, después se adormila otro rato, a veces parece relajado.
Amala se entrega a su pasatiempo favorito, fabular, imaginar, dejar que los pensamientos vayan de un sitio a otro sin control. Cuando ve que esos pensamientos se convierten en remordimientos trata de arrinconarlos y volver a sus retahílas de siempre, Ravena, Hispania, Bizancio; se imagina que en todos esos lugares le ocurren situaciones maravillosas, en Ravena sí que le han ocurrido y simplemente las recuerda. Las moiras han mezclado muchas hebras de oro para hilar el hilo de su vida; hebras negras ha habido pocas, aunque intensas, en general no se puede quejar.
Cercana el alba se levanta Sofía y sustituye a la Reina para que descanse un poco.
Es buena señal que los espasmos no vayan a más, parecen estabilizados, lo que hace albergar esperanzas. El enfermo pasa el día inquieto, pero lo pasa, que es lo importante –dice Sofía-; se turnan entre todos y siempre que pueden le dan unas gotas de la cocción.
Amala necesita soltar la tensión que nota por todo el cuerpo, aprovecha que el sacerdote está de guardia para salir un poco al aire libre. Hace un día magnífico, luminoso, tranquilo. Pasan grandes bandadas de pájaros en dirección norte desapareciendo tras las casas de Volsinii, desde la isla parecen diminutas manchas de cal espurreadas sobre la gran mancha verde de prados y bosques. Sigue la dirección de los pájaros y corre para alcanzarlos sabiendo que es imposible. Agotada por la carrera, vuelve mansamente a la fortaleza. Ahora podría alcanzar la otra orilla nadando, el agua no está demasiado fría. No lo hace, los soldados personales de su primo están acechando y no quiere dar motivos al bizco, aunque sabe que no le hacen falta motivos para asesinarla.

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Al amanecer del día siguiente por fin el enfermo comienza a notar un poco de mejoría, al menos puede cerrar y abrir despacio la boca sin que le duela espantosamente, no puede todavía sorber pero sí articular algunas palabras. Sus compañeros lo celebran brindando con vino si aguar, todos están contentos, parece que la crisis ha pasado.
– Vamos a brindar, Félix –propone Hermene al sacerdote-, lo peor parece que ha pasado. Te veo un poco mustio ¿qué pasa?
– Nada –contesta-, estoy contento por la curación de tu amigo, pero un poco decepcionado porque no sé si ha influido la reliquia de la mártir. Lo lógico sería que si hubiera sido un milagro, se habría producido la mejoría total, súbitamente, no poco a poco, como parece que está sucediendo.
– Lo importante es que parece que está mejor. No te desesperes, quien sabe cómo cura la reliquia, ¿no decís vosotros que los caminos del Señor son inescrutables?
– Tienen razón, seguramente sea la reliquia la que esté curando a Heriberto, soy demasiado impaciente, a pesar de los años no aprendo.
A media tarde, después de la comida, el enfermo pide que se le baje a la sala de armas para estar con los demás; Amala, que se ha erigido en su enfermera, accede y entre cuatro compañeros lo bajan, con catre y todo, para que esté más cómodo. Bajo el suelo de esa estancia pasan los canales del hipocausto por lo que el calor traspasa el colchón de paja llegando hasta el enfermo, que lo agradece.
– Gracias –masculla despacio-, gracias a todos por haberme cuidado, gracias, Señora, te he visto durante la noche junto a mí a pesar de haber venido a la isla como tu carcelero. Lo que no me gusta es que me hayáis recortado la barba y el bigote.

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– Déjate de tonterías, te prohíbo que hables más, quién sabe si la enfermedad ha dicho todo lo que tenía que decir. Hay que ser cautos. En cuanto a tus barbas, ha habido que hacerlo para poder darte de beber con el lienzo, tanto pelo nos estorbaba. En unos pocos días ya te habrán crecido otra vez.
– La impaciencia es mala –apostilla Félix-, lo dice un impaciente.
– Mejor hablamos de mujeres, con tu permiso, Señora –es Sisenando quien propone hablar de algo de lo que todos saben algo, incluido el joven Toletano.
– Lo tenéis, me voy a mi mesa a repasar y ordenar un poco lo que he escrito, os dejo hablar de lo que queráis, menos a Heriberto que no le dejo hablar de nada, ni siquiera por señas. El soldado sonríe agradecido a la Reina ante su firmeza; es disciplinado y promete estar callado, como si fuera mudo.
Amala se sienta, cansada, ante su mesita de escribir y desenrolla el pergamino para ver si puede dar algo de forma a lo que tiene escrito. Hace un esfuerzo para concentrarse, no se entera de lo que lee, por mucho que lo intente sólo llega a la tercera palabra, a partir de ahí su imaginación comienza a volar a cualquier lugar del mundo. Se ve caminando deprisa por una de las muchas estrechas calles de Bizancio y abriendo la puerta de la que es su casa, una sombra parece perseguirla aunque no llega a alcanzarla. Acto seguido está en su añorada y desconocida Hispania, junto a Eutarico y a sus hijos, aún pequeños. En Hispania se siente a salvo, el rey Teudis la ha aceptado en la corte de Toletum y le regala tierra donde ella quiera para vivir tranquila con su familia. Como es lógico elige vivir en Amaya.
Desde su mesita se oye perfectamente la conversación de los soldados y, sin ella querer, acaba escuchando las procacidades típicas de la soldadesca. Todos son iguales –piensa-, da lo mismo que sean soldados godos, vándalos, patricios, romanos, todos son hombres y piensan sólo en dos cosas, las mujeres y la guerra, aunque el orden no sea siempre el mismo.

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Se fija en el grupo y ve a Sofía santiguándose y a Félix muy callado, pero no se van; mucho escándalo, mucho rezo pero siguen sentados escuchando. Una de las palabras que más usan los soldados es “tetas”, o “grandes tetas”, conversan ayudándose de gestos, también obscenos, que sin embargo a Amala le hacen gracia. Los gestos también son universales.

Cenan pronto y suben a Heriberto a su habitación, todavía no se puede tener de pie. Las convalecencias a veces suelen durar más que la propia enfermedad y él aún no ha llegado a la convalecencia. Cuando lo dejan arriba pide a la Reina que se quede un rato junto a él, a lo que accede Amala gustosa.
– No me riñas, Señora, ya puedo hablar mejor, de todas formas hablaré bajo para no forzar la voz.
– Tranquilo, no te reñiré, voy a tener la sensación de parecer una abuela gruñona.
– Quiero decirte que tu presencia ha sido un consuelo para mí. El miedo que tenía a morir ha desparecido cuando en ese duermevela nocturno abría los ojos y te veía sentada. Eres una buena persona, Amalasunta, reina de los ostrogodos, y quiero ayudarte a escapar de la isla para que recuperes tu trono o hagas lo que quieras. Lo hablaré con mis compañeros, seguro que me apoyarán, si no fuera así, no importa yo solo te ayudaré. Cuando me encuentre mejor y pueda sostener el mandoble con las manos nos iremos de la isla. Hay que calcular cada paso para no fracasar. En los pueblos del lago hay soldados vigilando según nos dijo Teodato, se ve que no se fía mucho de nosotros. Hace bien.
Amala se sorprende gratamente con la propuesta de Heriberto y le da las gracias con un beso en la frente, inmediatamente los ojos del visigodo se llenan de vida.

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– Ahora a descansar y tratar de dormir lo mejor posible.
Ya en su habitación piensa en la propuesta de Heriberto, no estaría mal que llegara a Ravena escoltada por soldados visigodos, arrianos convencidos. Iría directamente a por su primo, pero no lo encarcelaría sino que directamente lo mandaría matar. El golpe de efecto estaría dado, sabe que en esos casos la mayoría del ejército y cortesanos se decantan por el supérstite, también le consta que sigue teniendo muchos partidarios suyos. No olvida que hay algunos nobles partidarios acérrimos de Teodato, a éstos los mandaría arrestar y ya vería.
Otra cosa que podría hacer es no ir a Ravena, ir directamente al sur, a Sicilia, llamar a Belisario, que desde la victoria sobre los vándalos permanece en el norte de África, muy cerca de las costas sicilianas, explicarle la situación para marchar península arriba, derrotar a Teodato, y por supuesto ejecutarlo. Tanto en un caso como en el otro si quisiera seguir en el trono debería tomar esposo, al menos para acallar a los nobles; como es lógico el gobierno seguiría en sus manos, y ¿quién mejor que un bravo visigodo como consorte? Ese visigodo puede ser de nacimiento humilde, lo importante es que su corazón sea grande y noble y da la casualidad que conoce a uno con esas características. Como hombre es muy atractivo, un verdadero godo de anchas espaldas. Entre tantas ensoñaciones y pensamientos se queda dormida sin darse cuenta.
Al día siguiente la mejoría del visigodo es palpable, por lo que el sacerdote no para de achacarla a la reliquia de Cristina.
– No ha sido fulminante, como dicen por ahí que sucede, pero sí efectivo. Estamos ante un verdadero milagro y cuando yo sea sacerdote de estas dos pequeñas islas mandaré hacer un altar para venerar a la santa. Ya sé, el papa y la Curia Romana tienen que declararla santa, pero eso es fácil, cuando sepan este milagro

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y el de la curación de la vieja que recobró la vista, seguro que la hacen santa –al sacerdote también le gusta fantasear.
– El caso es que el enfermo está en vías de curación –contesta mecánicamente Amala con la mente en otra cosa.
Bajan al enfermo para que pase el día entretenido, ya puede hablar con bastante fluidez y hasta se ríe con cualquier cosa. Ha tenido la muerte muy cerca, le ha visto la cara y ha sentido mucho miedo; ahora, que se encuentra mejor, sin apenas convulsiones, le parece todo mucho más bonito, la gran sala de armas es alegre, la chimenea muy bonita, sus compañeros son magníficos, Sofía es una excelente cocinera, Félix un sacerdote muy comprensivo y caritativo. De Amalasunta ¿qué va a pensar? Es una especie de ángel en el cuerpo de la mujer más guapa del mundo. Se siente feliz porque se está curando y no le duelen apenas los músculos, ni tiene encajada la mandíbula, se siente feliz porque sigue vivo.
Amala quiere quedarse a solas con él para hablar de SU tema, comprobar si sigue pensando lo mismo o si fue un delirio, pero le es imposible, todos quieren hablar con Heriberto, por lo que decide salir y sentarse en los escalones de acceso a la torre; coge un poco de grano de uno de los cobertizos, lo esparce a su alrededor e inmediatamente acuden ansiosas todas las aves; incluso hay una oca, la más confiada, que come directamente de su mano.
Después de la comida, con el trajín de Sofía en la cocina como música de fondo y la somnolencia de los soldados y del sacerdote, aprovecha para charlar un poco con Heriberto.
– No quiero parecerte ansiosa, sólo quiero saber si lo que me dijiste anoche
sigue en pie o te parece una tontería. Comprendería el que no quisieras hacerlo.
– ¡Señora!, me ofendes que me tomes por un veleta, por un hombre sin palabra.

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– No era esa mi intención. Compréndeme, Heriberto, estoy en una posición delicada, ¡qué digo! Más que delicada, vivo con una espada sobre mi cabeza, que no sé ni si caerá, ni cuando lo hará, no sabes cuánto desgasta esta incertidumbre en la que vivo desde que estoy prisionera. Sé que eres un buen godo y que mantienes tu palabra, pero ya te digo…
– Ni ya te digo ni nada, cuando esté bien del todo, a este paso será en dos o tres días, nos iremos todos donde te plazca, si el sacerdote y Sofía se quieren quedar, que se queden, esta tarde tantearé a mis compañeros.

30 de abril de 535

La taberna Tiberíades tiene siempre una mesa reservada para los cuatro jóvenes que acuden noche tras noche a cenar y preparar la estrategia para realizar su venganza. Se han trasladado a una mesa apartada, donde no puedan ser escuchados; tampoco les importa demasiado que le vayan con el cuento a Teodato, saben que él incluso los apoyaría, tan seguros están de los sentimientos de su rey.
– Debemos partir de Rávena por separado para reunirnos en un punto que decidamos.
– ¿Por fin lo haremos con nuestras propias manos?
– Por supuesto –dice Sisebuto mirando al más joven de los conjurados, Ediulfo, hijo de Gumersindo-, si no te atreves es mejor que no escuches el plan. Así que decídete.
– Me quedo, no será la primera vez que mate con mis propias manos –dice ufano Ediulfo, no quiere ser considerado ni cobarde ni traidor, aunque en su fondo le repugna un poco matar a la Reina, por mujer y por reina. Al fin y al cabo su padre le dijo que todos

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los reyes son el primero entre los pares ganándose el título por méritos en la lucha, por ser hombres sabios o por otro mérito reconocido en el consejo de los dux. Es cierto que Amalasunta aporta pocos méritos, haber sido madre del rey y ser una persona con grandes conocimientos; Ediulfo no sabe si tener grandes conocimientos significa ser sabio. En todo caso es mujer y está de acuerdo en que eso la incapacita para gobernar bien, pero matarla…, le parece ir demasiado lejos. Sólo un rey puede asesinar a otro –decía su padre-, cosa distinta es matarlo en batalla.
– Bien –sigue Sisebuto, el cabecilla de la conjura-, me alegro de que decidas seguir con nosotros, así podremos charlar por el camino. Lo mismo que le he dicho a Ediulfo, os digo a los demás, este es el momento de marcharse.
Nadie se mueve de la mesa, se miran de reojo para observar sus caras y encontrar alguna mueca de reparo, mas las caras de los conjurados parecen haberse vuelto de piedra, nadie quiere demostrar lo que piensa o siente. Tras unos segundos de silencio Gundemaro alza su vaso y propone un brindis.
– Por el éxito de la empresa.
– Que así sea –contestan los demás con los vasos en alto.
Después del brindis llegan los preparativos que son interrumpidos por uno de los esclavos de Sisebuto, su esposa está de parto y le llama con urgencia junto a ella. Es su primer vátago.
– Dice la señora que tiene miedo de morir y necesita verlo –el esclavo se aturrulla pero acaba entendiéndose el recado.
– Tendrán que posponerse los preparativos para mañana, es mi primer hijo y quiero ser quien primero lo sostenga entre mis brazos. Mañana nos volvemos a ver aquí, si no pudiera venir por algún motivo extraordinario, os lo haré saber.

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Con la partida de Sisebuto se quedan todos un poco desangelados sin saber qué decir, la conversación se vuelve intrascendental, el alma de la idea (no les gusta llamarlo conjura o conspiración) es Sisebuto, sin él no pueden planificar nada por lo que deciden terminar el vino sin agua y marchar cada cual a su casa.
Al día siguiente los amigos de Sisebuto, intranquilos, se acercan a casa de éste para saber si por fin ha sido padre; precisamente en el momento que llagan acaba de nacer su hijo, al que todavía no ha pensado cómo llamarlo. Ha sido un parto largo y costoso que casi se lleva a la madre por delante. Por suerte no ha sido así –piensa el orgullosos padre-, ama a su esposa desde el primer momento que la vio en Roma. La esposa de Sisebuto es una noble de origen latino, y el suyo uno de los primeros matrimonios celebrados tras la derogación de la ley que prohibía los matrimonios mixtos. No, si Amalasunta gobierna bien el reino y tiene buenas ideas –piensa de vez en cuando Sisebuto-, pero mandó matar a mi padre y eso no tiene perdón. La excusa que puso para llevar a cabo tan horrible crimen fue decir que mi padre y los otros conspiraban contra ella ¡mentirosa!, Teodato nos ha dicho que no conspiraban contra ella, simplemente no estaban a gusto regidos por una mujer, es su propio primo quien lo dice. Y vuelve con más ahínco a la idea de la venganza.
Esa noche se reúnen todos los conjurados en la taberna alrededor de su mesa para perfilar el plan.
– He estado pensando que podemos quedar para vernos en Forum Livii, o en Ariminun –esta vez es el hijo de Ubaldo quien comienza a hablar, Sisebuto está un poco despistado con su estrenada paternidad y no consigue centrarse como suele hacerlo-, los dos lugares están bien. Saldremos tal y como se había acordado, cada cual por un lado para que nadie relacione el viaje.
– Tardaremos unos cuatro o cinco días –interviene Gundemaro-, en el caso de que espoleemos bien a los caballos y los cambiemos por otros de refresco. Lo sé porque yo he hecho alguna vez ese

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trayecto, tengo un hermano que vive cerca del lago Vulsinii
– Entonces hay que partir cuanto antes, mañana mismo, a lo más tardar pasado mañana.
– Mejor pasado mañana –dice Sisebuto, le apena separarse tan pronto de su hijo y de su esposa y maldice para sus adentros el haber sido tan impulsivo. Sabía que su esposa estaba esperando su primer hijo, pero creyó que nacería más tarde; tampoco pensó que el tener en brazos a su pequeño hijo le fuera a provocar tanta emoción y tantas ganas de estar mirando sus pequeñas manos, tan perfectas, sus azules ojos y su cara regordeta.
Quedan todos de acuerdo en salir pasado el día siguiente y reunirse al medio día en Forum Livii, son peores caminos, aunque para los caballos son mejores porque hay muchos trechos en los que se va campo a través, además de ser un poco más corto.
Teodato lleva cerca de una semana sin poder conciliar el sueño, no para de dar vueltas al problema Amalasunta, que él y sólo él ha provocado. Si no la hubiera hecho prisionera ahora no estaría dándole vueltas al asunto, ha ido demasiado lejos y lo sabe. No puede devolverle su libertad porque a continuación ella iría contra él. Piensa en los motivos por los que decidió encerrarla en la fortaleza Martana y no los recuerda bien o ¿es que no hubo motivos?, y fue simplemente producto de su desarreglado temperamento. Él mismo reconoce que a veces se empecina en algo y hasta que no lo consigue no para. Quienes lo conocen y viven con él traducen ese empecinamiento en desequilibrio mental, siempre somos demasiado benévolos con los juicios que nos hacemos. Cuando se le cruza la vena, como dice su esposa Ermenfrida, empieza a desconfiar de todos, cualquier pequeño gesto o comentario es motivo para que comience a ponerse en marcha la fabulación; casi siempre en la misma dirección, su vida corre

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peligro y todos están en contra suya. Nadie puede hablar por lo bajo en alguna celebración en la que él esté presente, pues piensa que lo están criticando. Recién casados le dio por pensar que su mujer quería envenenarlo para casarse con otro y aunque Ermenfrida juró y perjuró que no había otro, no la creyó, la tuvo encerrada en sus habitaciones durante un mes, además para quitarse del todo el mal sabor de una posible infidelidad mandó matar al pobre infeliz del que sospechaba.
No, Teodato no duerme bien, y no lo hará hasta que su problema se haya solucionado, él sabe que la solución pasa por el asesinato; se tiene que decidir pronto, el tiempo juega en su contra.
Llama a su secretario personal en el que sí parece confiar y le pide que traiga a los diez soldados más fieles al rey de todo el reino para una importante misión, los quiere lo antes posible, a lo más tardar al día siguiente.
Casiodoro sigue en la Corte desempeñando su trabajo de siempre como magister officiorum, pero no goza del favor real por lo que se siente relegado. Si todavía lo mantiene Teodato es debido a su gran experiencia y buen hacer; conoce la situación política y económica de todo el reino mejor que nadie y se relaciona con la corte de Bizancio con fluidez. Mantiene correspondencia tanto con Justiniano como con Teodora y con Narsés, el influyente eunuco secretario personal del emperador.
Con gusto le habría cortado la cabeza o desterrado a sus tierras del sur o hecho prisionero junto a su prima a la que siempre ha querido mucho, pero es valioso y por ahora le sirve de ayuda.
A primera hora del día siguiente se personan los diez soldados frente al rey. No saben para qué los ha llamado, con Teodato nunca se está seguro de nada y sienten un poco de miedo; sólo tres de ellos se conocen, los demás no se han visto jamás. Esperan en la sala del trono a que llegue el rey, esperan firmes para dar buena impresión cuando éste llegue. Los grandes cortinajes

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granates que penden en una de las paredes de la sala parecen moverse, automáticamente los diez soldados piensan que hay espías tras ellos, se equivocan, en realidad son cinco soldados apostados detrás de las cortinas con la única misión de defender al rey de un posible ataque de quienes se presentan ante él para exponer sus problemas o peticiones. El medroso Teodato tiene miedo de ser asesinado mientras despacha con sus secretarios, sus escribas o con cualquiera que se presente ante él, tiene miedo a pesar de estar siempre rodeado de sus fieles gardingos. En las temporadas en las que no tiene miedo, no hay nadie detrás de las cortinas.
Por fin llega el rey, siempre con sus gardingos, pasa revista a los soldados. En principio son de su agrado, les hace preguntas cuyas respuestas encajan con la misión que les va a encomendar.
– Imagino que no sabréis el motivo por el que estáis aquí, frente a vuestro rey. Como ya estaréis al tanto, hasta hace unos días mi prima y yo estábamos asociados al trono actuando como corregentes –los soldados permanecen callados-. Ante la sospecha de que mi prima, Amalasunta, pretendiera encerrarme y casi seguro que asesinarme no me quedó más remedio que adelantarme a sus planes y ser el primero que moviera ficha. Desde hace trece días está encerrada en la fortaleza de la isla Martana, en el lago Vulsinio. Aún así han llegado a mis oídos que está preparando su huida para hacerse con un ejército y asesinarme –miente, sin saber que en realidad es verdad su mentira-, como comprenderéis no lo puedo consentir por lo que me veo obligado, otra vez, a tomar la delantera y ordenar su muerte. He aquí el motivo por el que estáis aquí, todos sois unos curtidos soldados acostumbrados a la lucha, valientes, e imagino que con ganas de ganar unos sólidos para completar el salario siempre escaso –los soldados siguen callados, expectantes-. Por lo tanto os encomiendo la sagrada

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misión de preservar la persona de vuestro rey y la paz del reino, ¿qué decís? –Ya sí se atreven a contestar.
– Ordénanos lo que creáis oportuno, mi señor, lo cumpliremos con la fidelidad de un perro.
– Es bien sencillo, iréis a la región de Tuscia, concretamente al lago Vulsinio, una vez allí tomaréis una o dos barcas para ir a la isla Martana, cuidado no os vayáis a equivocar de isla, es la más pequeña de las dos, también se reconoce porque sobresale la torre de la fortaleza. Tendréis que ir con mucho cuidado de no ser descubiertos, la sorpresa es fundamental para poder llevar a buen término la misión. En la fortaleza hay diez soldados visigodos que no sé si os ayudarán o no, contad con que no. Id muy entrada la noche o al alba, para sorprender a todos. Por supuesto si alguien opone resistencia ¡matadlo! No os fiéis de nadie, aunque parezca amigo. Buscad a la Reina y matadla de la forma que queráis, eso os lo dejo a vuestra elección.

Heriberto, el visigodo, ya hace prácticamente una vida normal, puede andar solo, no tiene convulsiones y todos sus músculos responden casi como antes de la enfermedad; ha perdido un poco de fuerza que trata de recuperar con ejercicios. Quiere estar en perfecto estado para llevar a cabo su plan de huir con la Reina.
Todavía no ha dicho nada a sus compañeros, quiere hacerlo cuando estén solos para que puedan hablar en libertad, para ello ha pensado hacer una carrera por la isla.
– ¿Qué os parece dar una vuelta a la isla? Me gustaría que me acompañarais, podemos hacer una carrera hasta la punta rocosa ¿Quién se anima?
Lo dice sabiendo que todos van a decir que sí, como así ocurre. Se preparan desde la puerta de la fortaleza y cuando el sacerdote da la salida, comienzan a correr como el rayo. Llegan sin apenas

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cansarse hasta el punto convenido, el ganador de la carrera se mofa de los demás.
– Cállate Toletano, os he hecho venir aquí para proponeos un plan, quiero que estemos solos pero como últimamente el sacerdote no nos deja ni a sol ni a sombra, he tenido que inventar lo de la carrera. Hay que darse prisa, es capaz de venir.
– Habla, te escuchamos.
– He pensado que Amalasunta tiene que recuperar su trono, para lo cual debemos ayudarla a escapar de su encierro. Lleva demasiado tiempo encerrada en la isla, seguro que su primo piensa que si sigue viva mucho más tiempo, sus partidarios va a venir a rescatarla, lo que no sabe Teodato es que sus partidarios están dentro de la isla por lo que no hace falta que vengan, seremos nosotros quienes la rescataremos ¿Qué decís?
– Es un poco peligroso, pero me parece bien, contad conmigo –es Hermene quien primero se ha adherido a la propuesta. Los demás, al ver que los juiciosos del grupo están dispuestos, también deciden participar.
– Si hay alguien que de verdad no quiera hacerlo, este es el momento de decirlo. No pasaría nada.
– No seas pesado, ¿no te hemos dicho todos que sí?
– Entonces vamos a planificar la estrategia. No hay que olvidar que en la orilla nos esperan soldados de Teodato.
– Para eso es mejor ir de noche –dice Argimio, entusiasmado ante la nueva aventura, está un poco harto de tanto sedentarismo; él, que se ha criado triscando por las peñas, como una cabra. De los dos hermanos él siempre ha sido el más aventurero, en cambio su hermano Ubaldo es el sensato.
– Sólo tenemos una barca y está medio rota- apunta Ermenrico.

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– Lo tengo pensado –contesta Heriberto-, dos de nosotros irán a la orilla a por una barca en condiciones y volverá con ella, acordaos que vimos unas cuantas cuando vinimos aquí. Montaremos el resto de nosotros con la Reina y remando con la suavidad de un gato llegaremos a la orilla. La hora mejor para salir creo que es cuando la clepsidra esté por la mitad.
– ¿Y la cocinera, y el sacerdote?
– Tendrán que quedarse, a ellos no les harán nada cuando se enteren de la huida, entre otras cosas, porque nada saben. ¡Ah! Se me olvidaba, en la fortaleza no podemos hablar de esto, no quiero que se enteren, Sofía me merece más confianza, pero el sacerdote es capaz de empezar a chillar cuando nos vayamos para que nos oigan los de la otra orilla, por la noche cualquier ruido se oye en millas. Si queréis decir cualquier cosa o preguntar alguna pega salimos al patio para hacer algún ejercicio o damos un paseo. ¿De acuerdo?
– ¿Cuándo tienes pensado que nos vayamos?
– Dentro de tres noches. Tenemos que sacar nuestra impedimenta con disimulo y en ese tiempo podernos hacerlo sin despertar sospechas, dejaremos las armas escondidas junto a la orilla. Ahora volvamos a la fortaleza, Félix nos estará echando de menos.

A Pedro Ilirico y a sus tres soldados les queda poco para pisar suelo italiano, han dejado sus caballos en unas cuadras de Mucurum, un pueblo de las costas adriáticas imperiales, para que los cuiden hasta la vuelta; no quieren embarcarlos en la nave que los conducirá directamente a Ravena. Es la última etapa del camino, para Pedro la más pesada. Cuando se está cerca de conseguir algo que nos cuesta o de llegar a nuestro destino todo el cansancio acumulado se nos echa de golpe sobre nuestras espaldas, es lo que le ocurre a Pedro Ilirico. Está nervioso, con ganas de llegar para que se termine su pesadilla, por otra parte no

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quiere llegar para que no se cumpla su pesadilla. Si vuelve con bien de este viaje se ha prometido a sí mismo marchar lejos de Constantinopla, lejos de los tentáculos de la emperatriz, vivir en la soledad del campo. Tiene una gran finca, rica en frutales y cereales y con una bonita casa que parece una fortaleza, la tiene medio abandonada a pesar de gustarle mucho. Sabe que a su esposa, Nati, también le gusta la fértil finca de Antigonia por su clima templado sin ser tan pegajoso como el de Bizancio, a pesar de estar cerca de un lago. Sí, eso es lo que hará cuando vuelva, ya se queda más tranquilo, no sabe por qué no lo ha hecho antes, con lo que le gusta a él el campo, ver cómo brota lo sembrado y saborear los ajos cultivados por uno mismo. Sí, cambiará la agobiante ciudad por el tranquilo campo. Además, siempre está pensando en escribir y nunca tiene tiempo, ahora por fin lo hará.
Durante el viaje ha estado hablando con cada uno de los soldados por separado y los tres han aceptado matar a la Reina de los ostrogodos, ante lo cual ha hablado con los tres a la vez. Les ha prometido una buena recompensa por llevar a cabo el encargo del encargo; en puridad es su encargo, para que lo realizase él con sus propias manos. Qué desesperada tiene que estar Teodora o cuanto miedo tendrá a Amalasunta para que a mí, un simple abogado, me haga el encarguito de matar a la reina goda. Con lo inteligente que es y lo poco acertada que ha estado con mi elección.
Como casi siempre, Pedro tiene razón.
Teodora está intranquila, no es la primera vez que ordena una ejecución, bien es cierto que esta será la primera reina en su lista particular de muertos, los de su marido son aparte. Su intranquilidad tiene origen en haber sido demasiado impulsiva, ella, que piensa hasta el más nimio de los detalles antes de tomar cualquier decisión, esta vez el encargo ha sido producto de la impulsividad y no le gusta nada. Confía en el abogado, es discreto,

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por ese lado no hay cuidado; el temor de Teodora es que sea incapaz de cumplir su misión, al fin y al cabo matar no es lo suyo. Esa incertidumbre es la que le produce intranquilidad. Por otro lado la emperatriz sabe que Pedro Ilirico es consciente de que sin haber cumplido el encargo, no puede volver ante su presencia, Teodora no tolera una desobediencia, al menos eso la tranquiliza un poco, sólo un poco.

Nunca tanta gente ha partido desde Ravena con destino al lago Vulsinio en tan poco espacio de tiempo, unos toman la vía Popilia para seguir por la Flaminia hasta Narnia u Otriculum, donde un ramal lleva enseguida al lago; otros prefieren ir campo a través, bajando por Forum Livii hasta el lago, otros, como Pedro Ilirico y sus tres soldados van por el camino más largo, sugerencia de Teodato.
Nada más atracar el barco en el puerto de Classe, el abogado alquiló un carro para ellos solos y poder ir a Ravena más rápidamente, los carros públicos hacen demasiadas paradas y tardan mucho. Una vez en Ravena, Pedro fue directamente al palacio de Teodorico para pedir audiencia con Amalasunta, pero para su sorpresa fue recibido por Teodato, con la misma cantinela de siempre: no tuvo más remedio que recluir a su prima por un tiempo.
– Me enteré por casualidad de sus infames intenciones, no me dio oportunidad, supe que estaba conspirando contra mí y me adelanté – habla Teodato simulando preocupación-. Está recluida en una fortaleza del lago Vulsinio por un tiempo, pasado el cual mi pensamiento es devolverle la libertad y amonestarla para que no sea tan revoltosa –habla con carácter jocoso para quitar importancia a la prisión de su prima.
– Entonces, majestad –pregunta Pedro dubitativo, no sabe si entregar el correo al rey o no. La misiva que lleva del emperador es sólo para Amalasunta, además está el segundo encargo, el engorroso, y si no la ve no puede realizarlo. Todo se complica-,

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¿podría visitarla en esa isla? Tengo dos recados para ella personalmente, sobre todo el de la Augusta Teodora.
– No hay problema – Teodato se siente muy molesto, todos quieren hablar con su prima personalmente, se siente relegado frente a ella ¡tan sólo una mujer! Ante el nuevo embajador bizantino finge una tranquilidad que no tiene; debería haber matado a su prima, en vez de llevarla a la isla, por fin va a hacerlo, mañana saldrán los diez soldados enviados por él para hacer lo que ya debía haber hecho. A toda costa quiere dilatar la partida de Pedro Ilirico-. Puedes pernoctar con tus soldados en el palacio y salir mañana hacia la fortaleza Martana. No te preocupes, te indicaré el camino. Ahora descansad en vuestros aposentos, esta noche nos veremos en la cena.
Pedro hubiera preferido seguir camino pero teme desairar al rey, aunque sea federado del imperio, es rey al fin y al cabo. No le queda más remedio que resignarse y pasar la noche como invitado de Teodato, demasiado simpático en la cena, a juicio del Ilirico, piensa que es para sonsacar información sobre su misión y acerca de las intenciones de Justiniano respecto al pueblo ostrogodo. Pedro, ducho en esas lides, contesta con ambigüedad a todo, sólo se explaya en asuntos ya pasados o que no tienen importancia, como por ejemplo los disturbios del hipódromo, llamados ya de Niké.
– Majestad, me gustaría saber el camino mejor para llegar a ese lago, si sois tan amable de indicármelo, os lo agradeceré.
– Qué impacientes estos bizantinos, no sabía que fuerais así. Mañana, en el ientaculum te lo puedo indicar.
– Me gustaría salir temprano y no quisiera que os despertarais por nosotros, señor, preferiría saberlo esta noche.

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– Está bien, está bien, os lo diré, tomad nota –Pedro saca un rollo de pergamino y una pluma que siempre lleva con él, no hay que olvidar que es abogado y en cualquier momento puede necesitar tomar notas, como es el caso.
Es fácil adivinar que Teodato les indica el camino más largo, tortuoso y peligroso de todos. Ya no hay tantos ladrones por los caminos, pero de haberlos el rey sabe por dónde pueden merodear.
– Tenéis que llegar hasta Florentia y tomar la via Cassia dirección Roma. Cerca de Roma está el lago Vulsinio, en cualquier pueblo de la orilla preguntad y os dirán cual es la isla Martana, alquilad una barca y ya está -le faltó decir que con ese itinerario tardarían en llegar tres o cuatro días más de lo ordinario-. Si no os veo antes de vuestra partida, os saludo hasta la vuelta.
– Buenas noches, majestad.
Ninguno de los dos pudo dormir apenas dos horas. Teodato soliviantado por la situación. Ya podría haber tardado cinco días más en llegar el dichoso Pedro Ilirico; también piensa en mandarle asesinar, pero no se atreve, esas cosas trascienden siempre y si llegase a oídos del emperador no quiere ni pensar en la venganza, ni hablar, al abogado-embajador ni tocarle un pelo, que salga de Italia sano y salvo.
Ha encargado a los diez soldados que salgan al alba camino del lago, desconfiado hasta la médula, quiere verlos partir y darles las últimas instrucciones.
Por su parte Pedro parece que intuye algo, es sólo una sensación. Tiene miedo de ser asesinado durante la noche, duermen los soldados y él en la misma habitación, pero no se fía, le ha llegado información sobre Teodato que no lo deja bien parado. A pesar de haberles dicho a los soldados que hicieran guardia en la habitación, un rato cada uno, se ha desvelado y pasa la noche charlando con el que hace la guardia.
Al día siguiente, muy temprano, después de comer un buen ientaculum, parten por la ruta marcada, antes quieren despedirse del rey, en el caso de que esté despierto.

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– Su majestad duerme todavía –ha ordenado que dijeran eso si preguntaban por él-, ha pasado mala noche y se levantará tarde –mejor, piensa el Ilirico.
Pero Teodato, en el colmo del desasosiego, desde antes de amanecer estaba esperando a los diez soldados, no para darles las últimas instrucciones, como era su intención, sino `para acompañarlos y llevarlos por el camino más corto. Cambiando de caballos dos veces al día, pueden llegar en casi cuatro días.
Cerca de Perusia casi coincide la expedición de los jóvenes conjurados con la de Teodato, pues ambos grupos están comiendo en la ciudad, a pocos metros unos de otros. Los jóvenes, con Sisebuto a la cabeza, han venido más despacio campo a través y han tardado más en pasar los Alpes Centrales, pero son los primeros en salir de Perusia para cubrir la última etapa del camino y también los primeros en llegar a la orilla del lago Vulsinio.
Desde que ha tenido el hijo, a Sisebuto se le han pasado las ganas de cumplir su venganza, no se explica el porqué pero es lo que siente, sabe que ha sido él quien ha animado a los demás para vengar a sus padres y por eso calla. Está esperando que alguno oponga la más mínima pega para abortar el plan y volver a Ravena. No sabe que a los demás les pasa lo mismo, se han sentido arrastrados por el liderazgo de Sisebuto sobre ellos, con sus arengas incendiarias en la taberna, sin atreverse a decir que no tienen ganas de cumplir su venganza. Y ahí van, todos callados, pensando en que quedarían mal frente a sus amigos si se echaran atrás, está demasiado avanzada la aventura como para decir ahora, no.
Llegan a la orilla del lago de noche, dudan en pernoctar en uno de los pueblos ribereños para salir de madrugada a la isla o bien salir en ese momento. Después de una pequeña discusión deciden dormir un poco en el primer pueblo que han visto, Volsinii Nova, por la mañana alquilarán una barca para llegar a la isla.

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También de noche, pero más tarde, llegan los diez soldados de Teodato con éste a la cabeza, como si mandara un ejército en la guerra, en realidad para el rey la muerte de su prima es como librar una batalla. En vez de hacer noche en Volsinii Nova, que está más retirado de la isla Martana, hacen noche cerca del pequeño pueblo de pescadores que da nombre a la isla Martana.
Amalasunta está contenta, es una alegría que le viene desde el interior, sabe ya la respuesta de los amigos de Heriberto y se alegra por ella, también por ellos. Si todo sale bien y quieren quedarse en Ravena, les hará sus gardingos, su guardia personal. Si deciden volver a Hispania, cosa natural, los dejará marchar pero cargados de oro para que vivan como les dé la gana. Tiene pensado decir a Heriberto que se quede junto a ella, no está enamorada de él aunque reconozca su gran atractivo, en estos pocos días se ha dado cuenta de que es un hombre bueno, de buenos principios y Amala valora esas cualidades por encima de la belleza externa, son cosas de la edad –piensa ella-, sus casi cuarenta años no son para pensar así, pero ella se cree más vieja de lo que los demás la perciben; es una persona activa, física e intelectualmente, su carácter es más bien optimista, generosa y siempre dispuesta a escuchar, cualidades propias de la juventud. No se ha ido amargando con los años a pesar de que también le haya hecho sufrir la vida, ha encajado bien las decepciones tomándolas como los vaivenes naturales de la Fortuna. Sólo la muerte de su hijo, al que quería con toda su alma, la sumió en dolor extremo; por suerte le queda Matasunta, a la que tiene muchas ganas de ver. Confía en que la hayan respetado, en todos los sentidos. También tiene ganas de ver a su perrita Frida y al resto de la jauría. Pero no quiere pensar en la cercanía de su casa y de los suyos, se pone demasiado nerviosa sin poder casi controlarse, cosa impropia de ella.

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Es la hora de la cena, todos quieren dar sensación de normalidad, como si no fuese a pasar nada. Sofía, mujer perceptiva, nota algo en el ambiente, no sabe de qué se trata, ella lo achaca a la completa curación del visigodo, ni se le pasa por la cabeza que la noche siguiente piensan escapar todos. Es el pensamiento que tienen los soldados y la Reina, es la última noche que paso aquí, mañana será la gran noche, se dice a sí misma Amala, haciendo gran esfuerzo por comer con normalidad, ella es de buen comer, pero desde que Heriberto le ha dicho que se unen los demás un nudo se ha instalado en el estómago sin dejar pasar los alimentos.
Como la noche es agradable y con una gran luna, redonda y luminosa, Amala decide dar un paseo por la orilla del lago; inmediatamente se une a ella el sacerdote, también tiene ganas de sentir la suave brisa de la noche. Están a finales de abril y parece que los calores estivales se van a adelantar a pesar del susto de la nevada, al menos eso parecen anunciar el croar de los sapos y las ranas que se oyen por todas partes. Los soldados prefieren quedarse dentro charlando y jugando. Cuando Félix y Amala salen perciben el dulce aroma de la noche, inundando el aire (a la Reina siempre le han gustado los aromas dulces más que los cítricos).
– ¡Mm! ¡Qué bien huele!, ¿qué flor será?
– No sé –contesta Félix-, tiene que ser una flor pequeña, suelen ser las que más huelen, no son bonitas pero sí olorosas.
– Es cierto, mañana miraremos por los alrededores para ver cuál es. También llegan ráfagas de aroma de espliego.
Se sientan en una gran piedra que hay en la orilla jugando al clásico pasatiempo de tirar piedrecitas al agua.
– ¡Cómo alegran la noche los pequeños destellos de las antorchas de los pueblos! Incluso alguien está haciendo una hoguera cerca de la aldea de enfrente, seguramente serán pastores, cuando llega el

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calor pernoctan junto a sus rebaños para evitar el robo.
– Sí, nunca se sabe ni dónde ni cuándo te van a robar –comenta el sacerdote-, en mi pueblo también tienen esa misma costumbre de dormir junto a las vacas o las ovejas, en época de trilla también duermen en las eras para vigilar los montones de heno y de grano. Antes había más ladrones, ahora hay menos, pero aún quedan demasiados.
Amalasunta piensa que cuando salga y recobre el trono, una de las primeras cosas que hará será enviar cuadrillas de soldados para vigilar los caminos y los campos y proteger a los aldeanos de los ladrones que de vez en cuando asolan los pequeños pueblos. Como si no fuera suficiente con la quema de cosechas y expoliación del ganado por los soldados durante las guerras. Llevamos unos años de paz que se deben aprovechar para hacer crecer y fortalecer la economía.
– Hay que ver cómo croan ya las ranas, el ruido que hacen, eso significa calor. La verdad es que hace una noche esplendida, con el cielo lleno de estrellas, sin nubes, y esa maravillosa luna que nos mira regalándonos, generosa, sus suaves y `plateados rayos. Todo se vuelve misterioso bajo su luz.
– Muy poético estamos esta noche –interrumpe Amala-, ¡un momento!, cuando las ranas callan se puede escuchar casi hasta trozos de conversaciones de la gente del pueblo, o de los de la hoguera.
Aprovechan el silencio para escuchar; efectivamente llegan desde el otro lado del lago alguna palabra suelta, aunque no logran entender lo que hablan. Amala, que sólo tiene un tema en la mente, su huída, imagina la cara de sorpresa de todos, especialmente de su primo, cuando la vean aparecer en Ravena; automáticamente desvía su pensamiento para no estallar en carcajadas de alegría y poner en guardia al sacerdote, parece de confianza pero no sabe

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hasta qué punto es fiel a Teodato. Mejor callar.
Mañana será un día difícil, estaremos todos demasiado nerviosos, tenderemos que hacer mucho ejercicio para soltar los nervios –casi se le escapa el final del pensamiento en voz alta.
– ¿Qué decís?
– Nada, nada, son tonterías de mujeres –disimula Amala-, ya sabes que las mujeres estamos constantemente dándole vueltas a la cabeza, somos un poco pesadas – ha comprobado que diciendo “son tonterías de mujeres” se trivializa todo, ella lo utiliza cuando no quiere decir algo, como en esta ocasión.
De pronto nota una punzada en el pecho que la deja triste por unos segundos, sin saber el motivo se le ha cruzado la imagen de una araña esperando a su presa. No le gustan demasiado las arañas, admira su habilidad para tejer y su paciencia para esperar a la víctima, pero le resultan repulsivas. De pequeña le picó una en la mano y no se dio cuenta hasta que notó el dolor, la mató de un manotazo, no fue gran cosa pero tomó nota de la suavidad con la que pueden estar andando por el cuerpo sin que se note. A ella lo que más repelús le da es que se le puedan meter entre su larga cabellera, menos mal que se ha acostumbrado a peinarse dos veces al día, como su madre, eso mantiene su pelo sin nudos y sin bichos.
Aunque sabe que no va a poder dormir bien (por ella pasaría la noche charlando junto al lago), propone entrar en la fortaleza, la apariencia de normalidad debe llegar hasta el final.
Entran y ven a todos, incluida Sofía, jugando animadamente al latrunculi y a las teserae. Ya sabemos que a Amala no se le dan muy los juegos de mesa, pero se une al grupo de los jugadores de teserae para probar suerte. Félix, por su parte espera su turno para jugar al latrunculi. Nadie tiene prisa por ir a dormir.

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Los diez soldados de Teodato han hecho una gran hoguera para calentarse, hace buena noche, de madrugada seguro que refrescará. Intentan dormir mientras uno hace guardia, pero les resulta difícil conciliar el sueño, incluido a Teodato. Él no pasará a la isla, se quedará en la orilla esperando noticias, mas la emoción y el nerviosismo se han conchabado para impedir el descanso. Está emocionado porque le queda poco tiempo para ser rey en solitario, poder hacer y deshacer lo que le dé la gana sin rendir cuentas a nadie, está nervioso por si sale algo mal o por si llega el idiota de Pedro Illirico a torcer sus planes, en fin cualquier cosa puede suceder que lo estropee todo, nunca se sabe.
Desde la orilla en la que está puede ver el resplandor de las antorchas que sale por la ventana de la sala de armas de la torre-fortaleza ¿qué estarán haciendo? –Se pregunta intrigado-, ¿qué vida hará mi prima en la fortaleza?, ya va siendo hora de dormir, no sé a qué esperan. La noche es clara y puede ver unas siluetas que entran en la fortaleza, una parece la de su prima, la reconoce por su larga cabellera. ¡La dejan salir al exterior! –Se admira-, menuda prisión más blandengue. Lo que él quería es que hubiera estado confinada en la estancia más lóbrega de la fortaleza; más que prisión han sido unas vacaciones, espero que se terminen pronto. Pero bueno –piensa exasperado-, ¿es que esa gente no piensa nunca marcharse a dormir?
Él prefiere que los visigodos estén dormidos, así ofrecerán menos resistencia, piensa con razón que ante un ataque de desconocidos, aunque se identifiquen como soldados, los visigodos defenderán a la Reina, es una reacción normal de cualquier soldado. Tiene plena confianza en sus diez soldados, sabe que llegado el caso matarán a cualquiera que se ponga por delante aunque prefiere que primero maten a su prima y después ya verán si es necesario matar a los demás. En el fondo a Teodato no le gusta la sangre, sólo cuando es

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verdaderamente necesaria acude a la violencia, esta vez es necesaria, por supuesto. Le hubiera gustado que después de la muerte de Atalarico, su prima le hubiera cedido la responsabilidad del reino a él sólo, y sólo a él, sin tener que compartirlo con nadie y menos con ella que siempre se las ha dado de sabionda.
Cuánto le gustaba de pequeño y cuantas noches se ha dormido soñando con su prima, incluso ahora sigue pensando muchas veces en ella cuando se masturba o cuando está sobre su esposa Ermenfrida. Reconoce haber estado fascinado por su prima, aún lo está, y a pesar de ese punto de admiración tiene que mandarla asesinar, ¡qué compleja es la vida!, no hay nada sencillo. Si se hubieran casado…, pero su tío eligió al visigodo Eutarico, ¡la vida! Y ahora ahí está, esperando junto a la hoguera a que llegue el alba y la que siempre ha sido su amor sea asesinada.
El cambio de guardia de los soldados le saca de su ensimismamiento, se refuerza en su decisión, lo mejor para él es que su prima muera. Aún tiene tiempo de cambiar de parecer, sabe que sufrirá con la muerte de Amala, si sigue viva puede seguir viéndola y quien sabe lo que pasaría si…, pero su ambición es mayor que el amor por su prima. No quiere dudar, así que decide afianzarse en su decisión sin seguir pensando en el tema, tiene miedo de convencerse a sí mismo y acabe perdonando la vida a Amala.

A pesar de que el camino indicado a Pedro Ilirico por el rey es mucho más largo, están a tan sólo una jornada de distancia del lago Vulsinio. Acostumbrados a viajar desde Bizancio las cortas distancias de Italia son como un paseo para ellos, al menos eso les parece al abogado y a sus tres soldados. Han cambiado varias veces la montura alquilada en Ravena para llegar cuanto antes ante la Reina, es de noche y están pernoctando en la orilla sur de otro lago, el Trasimeno. Han creído que se trata del Vulsinio porque

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también tiene islas, por haber oscurecido no se han dado cuenta de que tiene tres islas, en vez de dos, como es el caso del Vulsinio. De todas formas es de noche cuando llegan por lo que prefieren dormir, al día siguiente alquilarán una barca para llegar a la isla Martana.
Con las primeras luces de la mañana buscan una barca que les lleve a su destino, es entonces cuando conocen su error, les queda todavía una jornada para llegar al otro lago.
– Esta tierra está llena de lagos –comenta uno de los soldados-, dicen que es mucho más pequeña que Bizancio, poca tierra debe haber si todo son lagos, tierra de ranas.
– No exageres –contesta el abogado-, en nuestra tierra también tenemos muchos lagos, pero hay que viajar hacia el interior para verlos. No os creáis que Bizancio es sólo su capital, hay mucha vida fuera de sus murallas.
Con resignación emprenden la que confían sea de verdad su última jornada. Para atajar se desvían de las vías públicas y van campo a través, le han dicho que se ahorran cerca de veinte millas.
Pedro hace el camino final pensativo, tiene ganas de terminar su encomienda para volver a su hogar, junto a su esposa, Nati, y poder partir hacia su finca en el campo, lejos de los peligros cortesanos. Menos mal que los soldados harán la parte dolorosa, ha llegado a la conclusión de que él no podría ahogar ni a un pollo.
No está muy seguro, cree que es veintinueve de abril, si todo sale bien en un mes estará de vuelta en Constantinopla, a tiempo para celebrar la fiesta de aniversario de su esposa, ¡qué ganas tiene de terminar!

Los nervios de los jóvenes conjurados les impide conciliar el sueño por lo que a instancias de Sisebuto, que no quiere pero una vez embarcado en la conjura no le queda más remedio que seguir

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adelante, deciden salir hacia la isla por la noche, ya dormirán cuando todo haya terminado. Despiertan al posadero y le piden una barca para alquilar, siempre servicial el posadero les dice que por unas pocas monedas más él mismo les alquila la suya.
– Estupendo, así terminaremos cuanto antes –suspira Gundemaro, que también está arrepentido de haberse unido para ejecutar la venganza, al fin y al cabo a él ni le va ni le viene, son de esas tonterías que se hacen sin saber muy bien el porqué. La diferencia es que la tontería de ahora es quitar la vida a una persona, y reina, para más vergüenza. Está a punto de fingir una enfermedad, un ataque fulminante que le impida subirse a la barca, sin embargo sube el primero, como un borrego.
Los demás le siguen en silencio y comienzan a remar hacia el medio del lago, menos mal que hay luna llena y pueden ver la lejana silueta de la isla; reman despacio para no hacer ruido y no despertar a los soldados que custodian a la Reina. Saben que hay diez visigodos en la fortaleza y no quieren despertarlos, los visigodos tienen fama de valientes y ellos, aunque también lo son, sólo son cuatro. Deben entrar sin que se entere nadie, buscar con extremo cuidado la estancia de Amala y clavarle la daga que cada uno lleva, piensan dejar clavadas las cuatro dagas para que se sepa que se trata de una venganza. Todo el mundo, en Ravena, sabrá rápidamente quienes son los vengadores, por lo que no podrán volver a Ravena después del asesinato; primero se tendrán que cerciorar bien cómo está el ánimo del rey respecto a ellos, en cuanto se le pase el enfado (creen que será pronto), volverán a ver a sus familias, ya les parece que ha pasado demasiado tiempo sin verlas.
Están a pocos metros de la isla y los latidos de sus corazones es lo único que escuchan, ni las lejanas ranas, ni los cantos de las nocturnas aves llegan a sus oídos, sólo el río de la sangre pasando por el corazón. Dejan amarrada la barca a una roca de la orilla, bajan despacio y suben por un risco hasta llegar a un bosque.

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Este bosque será la referencia para poder encontrar la barca –piensa Berimundo-, no vaya a ser que tengamos que volver a nado.
Salen del bosque y se dirigen hacia la fortaleza, Sisebuto sabe que está en el lado sur de la isla y hacia él se dirigen, agachados, casi arrastras. Pasan cerca de unas casas y un perro comienza a ladrar. Como venga el maldito perro, lo mato –piensa Sisebuto, estaría bueno que nos descubrieran por un triste perro. La luna, que está sobre sus cabezas, sigue ayudándolos con su blanquecina luz.
De pronto se topan con el agua.
– Debemos de haber equivocado el camino –susurra Berimundo.
– No sé, estoy casi seguro que hemos cruzado al lado sur de la isla –contesta Sisebuto.
– Sí, pero no hemos visto la fortaleza.
– Recorramos el perímetro de la isla –propone Ediulfo-, si dices que está cerca de la orilla se tendrá que ver, digo yo, la noche es clara.
Le hacen caso y comienzan a recorrer todo el perímetro de la isla que por algunas partes es rocosa, caminan en fila, con las espadas en la mano por si hay un mal encuentro. Ven la silueta de una pequeña iglesia, la sombra de unas casas, llegan al bosque que creen sea el mismo por el que vinieron aunque no están muy seguros, siguen por la orilla, escuchan lejanos los ladridos del perro. Por aquí ya hemos pasado –piensan todos-, ¡que no seamos capaces de encontrar la fortaleza!
Por fin, ante lo infructuoso de la búsqueda, Sisebuto propone quedarse escondidos en algún lugar hasta que se haga de día y se pueda ver, desde luego es mucho más arriesgado pero no ve otra solución. El resto está de acuerdo con la proposición y deciden esconderse entre los árboles del bosque acurrucándose junto a los troncos o en alguna oquedad, a esperar el día.

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En la fortaleza Martana parece que tampoco hay sueño, a pesar de lo cual se van todos a dormir, la mayoría sabe de antemano que no podrá conciliar el sueño. Efectivamente, sólo el sacerdote y Sofía logran dormir bien, los demás dan vueltas y más vueltas esperando que les venza el sueño. Amala prefiere bajar a escribir un poco, sabe a ciencia cierta que aunque haga sus ejercicios mentales para dormir o acuda a la masturbación, que siempre la relaja, no lo va a lograr, así pues prefiere seguir nerviosa intentando escribir que intentando dormir. Siempre que intenta dormir sin conseguirlo se pone de mal humor, cualquier postura resulta incómoda, los malos pensamientos se agolpan asaeteando la mente provocando la temible ansiedad.
Baja despacio, enciende una vela que pone en una palmatoria, echa dos troncos a la chimenea para revivir el fuego, mira la clepsidra y se sienta en la mesita de escribir donde tiene ya la pluma, el tintero y el pergamino.
Es cuando su mente se queda en blanco.
Como no tiene el hábito necesario de escribir las ideas le vienen en los momentos más inoportunos, sobre todo cuando pasea o realiza algún trabajo manual; para que no se le olvide la idea debe escribirla inmediatamente, de lo contrario, por mucho que la repita, se le olvida.
Para refrescar la memoria, relee lo poco que ha escrito, aun así no se le ocurre nada, sólo lo de siempre.
“Lo mejor que me ha pasado en la vida es haber tenido a mis dos hijos a los que quiero con toda mi alma. En segundo lugar tener la suerte de saber leer y escribir. En tercer lugar ser la hija del gran Teodorico…”
Mira la clepsidra que va por la mitad. Dentro de poco llegará el alba –piensa-, qué lento pasa el tiempo ante la espera. Se amodorra un poco sobre los brazos hasta que nota una mano que la zarandea.
– Señora, otra noche en vela ¡esto no puede ser!

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Es la madrugadora Sofía que se levanta temprano para sus quehaceres. Amala le dice que quiere bañarse para relajarse un poco y tomar fuerzas para el día. La clepsidra está con poco agua, pronto amanecerá. Al cabo de un rato la cocinera le anuncia que ya está lista el agua y si no quiere que se enfríe deberá bajar a bañarse pronto.
Obediente, Amalasunta, baja a la sala del baño, se desnuda y se introduce en la gran bañera que ese día desprende aromas dulces como a ella le gustan.

A Teodato le escuecen los ojos de tanto mirar fijamente hacia la fortaleza, está pendiente de ver oscuridad para dar la orden de partida a los diez soldados, pero en ningún momento ha estado completamente a oscuras, siempre hay una luz que sale por alguna ventana y eso le ha puesto muy nervioso ¿sabrán algo los visigodos y nos están esperando? No puede ser –se contesta a sí mismo-, nadie sabe que estamos aquí ni cuáles son nuestras intenciones ¡qué tonterías pienso!, están totalmente incomunicados, déjate de obsesiones, Teo. Y a la vista de que nunca se van a dormir en la fortaleza, despierta a todos los soldados y da la orden de partir para matar a su prima.
– Sólo os recomiendo que vayáis en silencio y matéis a la Reina, estad preparados para repeler un posible ataque.
– ¿Qué hacemos con los visigodos, mi señor?
– Lo que queráis, si presentan lucha, tendréis que luchar, si queréis matarlos, podéis hacerlo y si queréis hacerlos prisioneros, también.
– ¿Y con la cocinera y el sacerdote?
– No, a ellos dos respetadlos. Cuando la Reina esté muerta, ondead un trapo blanco y esperad a que yo vaya.

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Cogen una barca de la orilla, la más grande, poco a poco van subiendo en silencio los diez soldados, cada uno pertrechado con espada y puñal, sin escudos. Reman cadenciosamente intentando hacer el mínimo ruido, la isla está cerca y llegan enseguida, con las primeras luces de la mañana; orillan la barca en una especie de playa y se dirigen hacia la fortaleza como alimañas a por su presa. Saltan la empalizada de madera y entran en el patio de la fortaleza, saben por habérselo dicho Teodato la manera de entrar en el interior sin tener que forzar la puerta ni las ventanas. Detrás de la torre, en una piedra junto a un ventanuco a ras de tierra, siempre hay una llave que deja él por si en alguna rara ocasión se olvidan las llaves y la fortaleza estuviera vacía; la piedra se mueve y se puede quitar con facilidad, ahí está la llave.
Con la llave en su poder los soldados abren la gran puerta sin ruido alguno, precisamente días antes han sido engrasadas las bisagras y la cerradura por el sacerdote. Una vez dentro escuchan un rato, en el primer piso se oyen los canturreos de Sofía; el que parece el jefe hace una señal con el dedo índice a uno de los soldados que sube gatunamente los escalones, los demás siguen abajo, en la entrada. Al poco baja el soldado y bisbisea al oído del jefe que quien canturrea es la cocinera. Saben que Amala es alta, esbelta, con una larga y sensual cabellera rojiza y de una esplendorosa belleza, así al menos la ha descrito Teodato a los soldados para no confundirla con Sofía.
Ven unas escaleras hacia abajo y deciden comprobar lo que hay, conforme bajan de puntillas perciben los aromas del baño de Amala, cuando están cerca de la puerta también notan los vapores, el jefe abre despacio la puerta y asoma la cabeza un poco para ver quién hay en el baño. Ve a la Reina con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el reposacabezas, sale y hace un gesto afirmativo a los demás.

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A otro gesto del jefe entran todos en tromba a la sala del baño y se quedan quietos rodeando la bañera, maravillados ante el cuerpo de Amala. Todavía es más bella de cómo la imaginaban y a pesar de ser gente degenerada, acostumbrados a matar, notan una punzada en sus endurecidos cerebros. Dudan ¿debe desaparecer una criatura tan bella?
En ese momento Amala abre los ojos y se ve rodeada por soldados desconocidos, enseguida sabe a qué vienen y quién los envía; sólo quiero que no me torturen –piensa recordando a su tía, Amalafrida-, no tiene miedo a la muerte pero sí al dolor. Quiere salir para secarse y vestirse pero el que parece el jefe se acerca a ella rápidamente y rodea con todas sus fuerzas el cuello de la Reina, no puede ni quiere estropear con la espada un cuerpo tan bonito, después, sumerge a la Reina en la bañera y empuja con las dos manos su cabeza manteniéndola dentro del agua.
Amala comienza a chapotear e intentar desasirse de las manazas, sabe que no podrá, pero es instintivo. Su hija, piensa en su hija, Matasunta, se quedará completamente sola, sin familia que la proteja; involuntariamente se suceden vertiginosamente imágenes en la mente de Amala, una detrás de otra; la imagen de su perrita Frida, la playa de Ravena, la cara de Eutarico, la de su padre, la de Atalarico cuando era niño…, las últimas burbujas de oxigeno salen a la superficie, la sensación de ahogo es inaguantable, cuanto estoy tardando en morir –piensa.
Pronto la falta de oxigeno produce sus efectos, quiere respirar pero no puede, el agua entra a raudales en sus pulmones y comienza a marearse. A pesar de tener a los soldados enfrente no los ve, sólo ve sus imágenes pasando en segundos, ve a su amigo Boecio, ve la tumba etrusca de la isla, ya no podré estudiar bien sus costumbres, ve su habitación de Ravena, tampoco podré ir a Hispania, la bella Hispania, de nuevo ve la cabeza etrusca parecida a la de su hijo Atalarico, ve muchas veces repetida la misma imagen de la cara de su hijo muerta, una vez y otra y otra y otra…,

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lo último que ve pero ya no recordará nunca es la imagen del mar Adriático, azul, sereno, y en la playa una pequeña niña jugando.
La maldición de los Amalos también se ha cumplido en esta ocasión, hace diecisiete días que la Reina fue encerrada en la fortaleza.
Nadie en la fortaleza ha escuchado nada. Amala deja de patalear y de moverse, se queda inerte bajo el agua con los ojos excesivamente abiertos, mirando a la nada. Una vez cerciorados de que está muerta los asesinos suben despacio para no ser oídos, son soldados de primera fila pero prefieren no tener que enfrentarse a los visigodos, han sufrido mucha tensión viendo morir a la que hasta hace poco ha sido su Reina y están muy cansados, tienen la sensación de haber hecho una marcha de veinticinco millas cargados con la impedimenta a la espalda, sobre todo el que ha apretado el cuello de Amala, nota tanto dolor en las manos que apenas puede sostener la espada.
Suben las escaleras y la casualidad quiere que se encuentren de frente con seis visigodos bajando para salir al exterior y hacer prácticas con la espada y palos que utilizan a modo de lanza. Inmediatamente se entabla una gran pelea que atrae a todos los restantes visigodos, a Sofía y al sacerdote, es una pelea desigual porque sólo están armados los soldados de Teodato, las espadas de los visigodos están guardadas en el patio, aun así logran matar al asesino material de Amala que apenas puede defenderse y después a otro. Pero luchan sólo con sus manos y pies, sin arma alguna, motivo por el que van cayendo uno por uno. Cuando el resto baja para ver qué ocurre los ocho soldados de Teodato los están esperando apuntándolos con las espadas. No ofrecen resistencia y les hacen prisioneros, son Ubaldo, que se ha hecho el remolón cuando su hermano lo ha llamado para levantarse, Germán, Alberico y Heriberto.

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-Tú –dice el soldado que parece haber tomado el mando al estar muerto su jefe-, trae unas cuerdas para atar a estos. Y tú –señala a otro soldado-, coge un trapo blanco, átalo a un palo y ondéalo bien fuerte para que te vean desde la otra orilla.
Todo ha sucedido con tanta rapidez que el sacerdote y Sofía están confusos no comprendiendo muy bien qué ha pasado. De pronto la cocinera se acuerda de Amala, baja corriendo a la sala del baño y ve a Amalasunta en el fondo de la bañera con los ojos vidriosos y muy abiertos.
-La Reina, han asesinado a la Reina –sube gritando y llorando; sale al patio donde se tira al suelo subiendo y bajando las manos hacia el cielo-, ¡señor!, ¡señor! Han asesinado a la Reina, con lo buena que era, ¡asesinos!, ¡asesinos! La han asesinado
Sofía sigue con sus gritos sin que nadie le haga caso, total están solos y nadie la va a oír.

Eso no es del todo cierto, son tan grandes los gritos y los llantos de Sofía que se escuchan desde la isla vecina, hacia donde sopla el viento. En el pequeño bosque de la cercana isla Visentina, acurrucados entre los árboles duermen plácidamente los cuatro jóvenes conjurados. Berimundo nota en su cara algo humedo y caliente, al abrir los ojos ve sobre él un perrazo blanco con manchas marrones claras que le lame la cara con su gran lengua. Pega tal respingo que asusta al can.
– ¡Eh! Despertad, al final nos hemos dormido y ya es completamente de día. Venga, holgazanes ¡arriba!
– Pues es verdad, es de día.
Se desperezan todos y ven al perro que se ha quedado a una prudencial distancia.
– ¿Con que tú eres el ladrador? –silba Sisebuto para que se acerque. Cuando el perro lo hace acaricia el lomo-, eres bueno, anoche guardabas tu casa ¿verdad?

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– Lupo, ven aquí –se escucha una voz de hombre llamando y silbando al perro que enseguida sale disparado hacia su amo.
Los jóvenes se acercan también hacia el dueño del perro al que saludan.
– Buenos días, buen hombre, ¿nos puede indicar dónde está la fortaleza del rey?
– Entonces era por ustedes que anoche ladraba mi Lupo.
– Sí, señor, era por nosotros que queremos saber dónde está la fortaleza.
El buen hombre comienza a reírse para sorpresa de todos.
– Vengan, seguidme –dice riéndose-, vamos Lupo, vamos a enseñar a estos jóvenes la fortaleza.
Siguen al dueño del perro y cuando llegan a la orilla contraria del lago, extiende el brazo y señala con el dedo.
– Aquella es la fortaleza, está en la otra isla, pero no os preocupéis no sois los primeros en equivocarse, es frecuente, según de dónde se venga; si es de la parte norte del lago casi siempre pican y se creen que es esta. Un momento, callad, se escuchan gritos, ¡silencio! Como el viento sopla hacia acá seguro que podemos entender lo que dicen.
Efectivamente, logran escuchar los gritos de Sofía llamando asesinos a los soldados.
– Parece que una mujer grita asesinos –dice el hombre y todos de se miran completamente atónitos, ellos aún no han matado a nadie y al paso que van parece cada vez más difícil que cumplan su venganza –piensa Sisebuto.
Siguen escuchando para cerciorarse de lo que oyen, sí parece que se ha cometido un asesinato, la curiosidad corroe a los jóvenes ¿quién será la víctima?, ¿quién el asesino? A lo lejos ven cómo una barca se acerca a la isla Martana, rema deprisa, Gundemaro, apodado el águila, por su vista, arruga los ojos y exclama.

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– Parece el rey, pero no puede ser- se pone de puntillas para ver mejor, sólo un palmo más, pero es un movimiento reflejo, cuando el hombre baja de la barca y se dirige hacia la fortaleza lo puede ver bien-, sí es Teodato, es el rey.
Le dan las gracias al dueño del perro, Sisebuto le da una moneda por las molestias y vuelven callados hacia el bosque para bajar a por su barca y volver lo más rápido que puedan a Ravena. Han comprendido quien es la víctima y quien el asesino.
Siguen callados durante buena parte del camino, no se dicen lo que sus corazones sienten, una inmensa alegría por no haber sido ellos la mano ejecutora.

No serán los únicos en saber de primera mano que Teodato ha enviado unos esbirros para asesinar a su prima, por fin Pedro Ilirico con sus tres soldados bizantinos acaban de alquilar una barca y se dirigen a la isla Martana. No se confunden y van directamente hacia la isla. Dejan su barca junto a otras dos que hay, la atan con la boza al tronco de un árbol cercano y se dirigen hacia la fortaleza.
– Cuanta gente –dice Pedro-, aquí ha pasado algo. Algo grave.
– Señor –le dice uno de los soldados-, ¿no es ese el rey Teodato?
– Tienes razón, lo ves, es algo tan serio que requiere la presencia del rey.
Llegan al patio de la fortaleza y ven a los cuatro visigodos atados, intrigado Pedro les pregunta.
-¿Quiénes sois?, ¿qué ha pasado?
– Somos soldados del rey Teudis de Hispania, acaban de matar a la Reina.
– ¿A quién, a Amalasunta?
– Sí, señor.
– Y vosotros, ¿por qué estáis atados?
– Han sido los soldados de Teodato, han asesinado a la Reina, también han matado a nuestros compañeros y a nosotros nos han atado como prisioneros.

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Pedro, hombre sagaz educado en la corte bizantina, enseguida se da cuenta de lo ocurrido, no necesita saber quien ha sido el instigador del asesinato. Se da cuenta de que muchos eran los que deseaban la muerte de Amalasunta, por diversas razones; Teodora la quería muerta por celos y Teodato para reinar en solitario, ¡ingrato!, ella ha sido quien te ha puesto; podría haberse casado con otro, pero prefirió la fórmula de la corregencia, más usada en tiempos remotos de los egipcios, así pagas a la que te encumbró y pudo eliminarte.
Fue el gran error de la Reina, no eliminar a su primo.
Pedro se alegra de no haber sido él quien haya tenido que terminar con la vida de la Reina, mas las personas somos contradictorias y comienza a notar cómo la cólera le sube por el pecho; entra en la fortaleza y ve a Sofía sentada en una banqueta llorando amargamente, junto a ella está Félix, consolándola a duras penas, las lágrimas se le escapan sin poder remediarlo siendo la cocinera quien le consuela a ratos. También ve a Teodato con caras de circunstancias intentando parecer triste y apenado aunque no lo consigue. El Ilirico no puede contenerse y explota, le hace responsable de la muerte de Amalasunta, a todos pilla de sorpresa la filípica tan encendida que dirige al rey haciéndole el único causante de los males futuros que acaecerán sobre los ostrogodos.
– No sé si sabrás, rey necio, que Justiniano es gran admirador de Amalasunta, cuando conozca su asesinato no te quepa duda de que enviará sus mejores tropas, sus mejores generales para aplastaros como lo que eres, un triste y mísero gusano. El emperador quería que la Reina fuese a visitarlo a Bizancio, quien sabe si tenía en mente planes nupciales. Le has quitado un dulce a Justiniano, con lo goloso que es, ¡te pesará!, más te hubiera valido haber huido al confín más remoto de la Tierra.
Teodato está tan abrumado por toda la situación que apenas se defiende, su mente embotada es incapaz de hilvanar dos ideas seguidas.

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En ese momento suben el cuerpo sin vida de Amala; cuando la ven desnuda, todavía bella, sin señales de muerte, una exclamación se escapa de todos.
– ¡Cuánta belleza!
– ¡Era perfecta!
Inmediatamente Sofía se acerca y le cierra los ojos que insisten en permanecer abiertos señalando al culpable, por fin se quedan cerrados para tranquilidad de Teodato; el sacerdote baja a la sala del baño y trae una túnica que echa por encima de Amala.
Teodato da las últimas instrucciones para la marcha a Ravena, ha ordenado enterrar en la isla a los soldados muertos, el sacerdote ha oficiado una improvisada ceremonia, por último dice que preparen a su prima para llevarla a Ravena; su intención es sepultarla junto a su padre, en el mausoleo de Teodorico.
Quien primero parte es Pedro Ilirico con sus tres bizantinos. No parará en Ravena, quiere embarcar lo antes posible en el puerto ravenés de Classe, recuperar sus monturas y llegar a Bizancio con las malas nuevas. Sabe que sólo Teodora se alegrará. Paga a los soldados lo prometido, no ha sido culpa de ellos el no haber podido cumplir lo pactado, cosa que agradecen, matar a una mujer tan bella es un sorbo difícil de tragar.
Cuando Pedro termine esta misión se marchará con su esposa, Nati, lejos de Constantinopla.
A continuación suben a Amala en una barca acompañada por los cuatro compungidos visigodos, dos soldados de guardia y otros dos remeros. El cuerpo de la Reina reposa sobre una tabla en el fondo de la barca, entre sus asesinos. La barca se desliza lentamente sobre el agua que esa mañana del treinta de abril del año 535 es de un azul especialmente intenso.
Como una Walkiria camino del Walhalla.

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Detrás van en otra barca el rey, Sofía, Félix y el resto de soldados asesinos. Durante todo el camino el rey ha ido meditabundo, Teodato no puede quitarse la imagen del cuerpo desnudo de su prima, con el vello púbico rojizo, igual al pelo ¡qué guapa ha sido siempre!, ¿por qué las cosas tienen que ser tan complicadas?, yo debería haber sido el hijo de Teodorico, ahora todo sería distinto y Amala seguiría viva.
Desde ese momento y hasta su muerte le atormentará el asesinato de su prima; también le perseguirá la imagen del bello cuerpo muerto de Amala.
Después de sólo tres días llegan a Ravena donde ya conocían la noticia, cuando los raveneses ven entrar la triste comitiva por la Puerta de Honorio se echan todos a la calle para acompañar a su querida Reina. Es llevada al palacio de Teodorico donde será preparada para las exequias, la esperan para darle la bienvenida Matasunta, que apenas puede sostenerse en pie, Marce, Casiodoro, y todos los habitantes y trabajadores del palacio. Su perrita Frida no está entre los presentes, seguramente ella también le ha dado la bienvenida pero en otro lugar. La mordieron dos grandes perras que entraron al jardín para cazar alguna gallina y Frida, que se consideraba, con razón, la dueña de todo, salió al jardín para ahuyentarlas, las perras se revolvieron y la atacaron. A pesar de los cuidados de Matasunta que, en ausencia de su madre, la consideraba suya, murió.
– Menos mal que mi madre no se enteró de la muerte de Frida –dice Matasunta entre sollozos abrazándose a Marcelina.
– No te preocupes mi niña, estarán la dos juntas en el cielo.
– También estará con Atalarico, mi padre y mi abuelo. Cuanta gente querida ha muerto, Marce.
– Sí, eres demasiado joven para tener tantos muertos a tus espaldas, la vida es dura.
– ¿Te quedarás conmigo, Marce?

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– Por supuesto, ¿acaso piensas que te vas a deshacer tan fácilmente de mí?- y la abraza con el mismo cariño que prodigaba a Amala.
-Aún no había cumplido cuarenta años, le faltaban seis meses, el treinta de octubre los cumpliría.

La actividad en el palacio es frenética, ya comienzan a notarse los estragos de la muerte en el bello cuerpo de Amalasunta. La lavan con agua y aceites esenciales, después le dan unas friegas con resina de pino diluida en leche para que la piel se mantenga más tiempo tersa. Peinan su bonita cabellera entrelazándole perlas y cintas, como a ella le gustaba. Por último la visten con su mejor vestido, el que llevó a la ceremonia de la corregencia, incluida la capa negra. Meten el cuerpo de Amala en un ataúd de madera que ponen sobre una mesa baja en el gran pórtico del palacio para que le diga el último adiós quien quiera. A los dos lados del ataúd están sentados los más allegados, en una parte Matasunta, Casiodoro, Marce, Sofía, Félix, y los gardingos de la Reina; frente a ellos están Teodato, su esposa, Ermenfrida, el obispo de Ravena, el representante del papa que ha venido desde Roma, los Seniors palatii y los tres jueces más importantes de la Corte.
Ravena entera quiere despedirse de su Reina.
Durante toda la noche un reguero de gente visita y dice adiós a Amala, incluidos los cuatro jóvenes conjurados. Muchos lloran en silencio, otros a voz en grito, algunos se tiran tierra por encima de la cabeza en señal de duelo, hay quien se arranca el pelo. Es tal la demostración de dolor de la ciudad y del reino (porque ha venido mucha gente de fuera de la capital), que Teodato comienza a tener miedo, ni siquiera en el entierro de Teodorico se vieron tantas muestras de dolor y él, su primo, ha sido el causante. Como a ella le gustaba tanto la música, Matasunta ha querido que estén los músicos de la Corte tocando durante toda la noche para despedir a su madre.

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Al amanecer empiezan los preparativos para el traslado del cuerpo; cuando nos morimos vamos perdiendo poco a poco la personalidad y hasta el nombre para transformarnos sólo en un cuerpo.
Con los primeros rayos del sol comienza la comitiva a salir del palacio; al igual que a Atalarico, a Amala la han puesto con el ataúd inclinado de forma que se le pueda ver bien. Es su último viaje hacia el mausoleo de Teodorico, pero no va sola, la ciudad en pleno y otros muchos que han venido de otros lugares del reino la acompañan. A pesar de ser mujer reconocen que ha sido una buena Reina, con gran sentido de gobierno.
Llegan al mausoleo y esta vez es Matasunta, entre sollozos, quien abre la pesada puerta para que entre su madre. El obispo y el nuncio papal rezan un responso y se procede a subir al primer piso el ataúd para meterlo en un sepulcro junto al de su padre y su hijo (hay que recordar que el cuerpo de Atalarico estaba junto al de su abuelo, en el mismo sepulcro). El sepulcro de Amala es de pórfido aunque un poco más pequeño que el de su padre. Matasunta quiere quedarse sola un rato para meditar sobre la vida y la muerte, al igual que hacía siempre su madre para hacerse todas esas preguntas que bombardean nuestro pensamiento cuando muere alguien amado.

De vuelta al palacio, Teodato, todavía conmocionado por la manifestación de cariño del pueblo hacia su prima, decide poner en libertad a los cuatro visigodos; podría mandarlos matar pero se siente generoso y con la recomendación de que vuelvan lo antes posible a Hispania, les concede la libertad.
A pesar de no tener dinero para poder comprar comida, respiran contentos el aire fresco y húmedo de la mañana.

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– Vámonos rápidamente, no vaya a ser que cambie de opinión –dice Heriberto a los demás-, ya encontraremos qué comer.
Se entremezclan con la gente que aún pulula por Ravena, muchos aprovechan el entierro para hacer algunas compras; los visigodos preguntan acerca del entierro y deciden acercarse al mausoleo en el que todavía está Matasunta con Marcelina. Se presentan, hablan con la princesa y le piden perdón por haber dejado que asesinaran a su madre.
– Necesitamos que nos perdones para poder volver a Hispania tranquilos. Estamos muy pesarosos por no haberla defendido como se merecía. Pensábamos ayudarla a huir de la isla, pero se nos adelantaron. Teníamos preparado todo para la noche siguiente, la fatalidad ha hecho que por tan sólo unas horas no haya podido escapar con vida de la isla.
– Me ha comentado un sacerdote que había en la isla lo bien que os portasteis con mi madre, marchaos tranquilos y llevaos mi perdón de corazón – va a añadir que los traidores y asesinos siempre están al acecho y llevan más cuidado por la vida que las personas con buenas intenciones, pero está demasiado cansada para seguir hablando y se limita a sonreír.
– Gracias, princesa, cuidaos mucho.
Los cuatro soldados visigodos salen de Ravena hacia su querida Hispania, para nunca más volver, al menos ése es su deseo.
Cuando Matasunta regresa al palacio va directamente a su habitación para leer con tranquilidad lo que su madre ha escrito durante su encierro. Ha sido Sofía quien se ha encargado de recogerlo y entregárselo a Matasunta. Con manos temblorosas desenrolla uno de los pergaminos y comienza a leer “Noto cercana la presencia de Atropos…, no puede seguir leyendo las lágrimas se empeñan en llenar los ojos de la hija de la fuerte Amala.

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Epílogo

La muerte de Amalasunta sirvió de pretexto a Justiniano para invadir Italia. Lo primero que hizo fue no reconocer como rey a Teodato, después, dio órdenes al gran general bizantino Belisario, que estaba en el norte de África, de atacar a los godos. Belisario pasa a Sicilia y en 536 desembarca sus tropas en Rhegium con el fin de conquistar Italia para unirla al imperio. Teodato, que estaba al tanto de los movimientos del bizantino, envió a Ebrimuth, su yerno y general de las tropas godas, para que hiciera frente a Belisario. Ebrimuth lo esperó en Rhegium al mando de su ejército pero, ante el ímpetu bizantino, se retiró hasta Nápoles, donde se hicieron fuertes aunque finalmente se rindieron. Fue una marcha triunfal y rápida por parte de los bizantinos, los destacamentos godos se retiraban hacia el norte sin combatir y las poblaciones de la Lucania y del Aprutium pronto estuvieron en poder del conde Belisario.
Los pares godos reunidos en Regeta, insatisfechos con Teodato por ser la causa de la invasión bizantina y por no saber llevar la guerra, deciden nombrar rey a Vitiges, que ya era el general del ejército godo. Vitiges acepta el nombramiento y da un giro a la guerra. Deja entrar en Roma a los bizantinos para, a continuación, asediarlos.
Además de buen general, Vitiges es hombre astuto, lo primero que hace es asesinar a Teodato en el trayecto del camino de Roma a Ravena; el asesino de Amalasunta tan sólo ha estado dos años en el trono. Después, Vitiges, envía misivas a Justiniano presentándose ante él y también ante el pueblo godo como el vengador de Amala. Por último se casa con Matasunta que está a punto de cumplir veinte años, de esta forma se legitima en el trono y adquiere la nobleza que no tiene.

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La guerra sigue, Belisario logra romper el asedio y sigue subiendo hacia la capital goda. En 540 Ravena capitula. Vitiges y Matasunta son hechos prisioneros y conducidos a Bizancio
Belisario pensó que era el final de la guerra contra los godos pero no fue así, en 541, un grupo de godos eligen a Totila como nuevo rey que, en poco tiempo, recupera el reino ostrogodo peninsular. Totila fue apodado el martillo de los bizantinos.
Será en 552 cuando Narsés (el eunuco secretario personal de Justiniano y gran general bizantino) derrote y elimine a Totila.
Ni siquiera entonces se terminó la guerra, un nuevo rey, Teya, tomó el relevo contra Bizancio. Este relevo duraría poco, un año después fue derrotado en los montes Lataros.
Lo que empezó como una expedición punitiva contra los godos se trasformó en una larga guerra de dieciocho años de duración que destruyó casi toda Italia.
Los ostrogodos acabaron desapareciendo como fuerza política; la mayoría se quedó en Italia cumpliendo el sueño de Amalasunta: fundirse con la población latina; otros muchos viajaron al reino visigodo de Hispania.

Matasunta, enviudó en Constantinopla en 542. Justiniano la nombró patricia por nacimiento. Años después volvió a casarse con Germano Justino, primo del emperador, con quien tuvo un hijo en 551, Germano. Enviudó de nuevo al poco de nacer su hijo y vivió en Constantinopla hasta su muerte cuya fecha es imprecisa.

Teodora, la Augusta emperatriz bizantina, murió de cáncer (no se sabe muy bien si de pecho o de estómago), el 28 de junio de 548, con cuarenta y ocho años de edad. Justiniano la sobrevivió hasta el 565.

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Casiodoro Senador, abandonó la carrera política en el 538 y, durante diez años, tras la toma de Ravena por Belisario en 540, se le pierde la pista. Se piensa que estuvo en sus tierras de Squilace, aunque otros mantienen que estuvo en Constantinopla. Pasados diez años se sabe que se retiró a su monasterio de Vivarium, consagrado a su obra literaria hasta que murió con más de noventa años.

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Glosario

Cecius. Viento del noreste.
Ciudades federadas etruscas. Estaban en la actual región de Toscana; eran doce, Tarquinia, Cerveteri, Vulci, Populonia, Vetulonia, Veyes, Orvieto, Chiusi, Cortona, Peruggia, Arezzo y Volterra.
Constantinopla y Bizancio. Son dos nombres de la misma ciudad: la capital de Bizancio, también llamado Imperio Romano de Oriente.
Francisca. Hacha de dos filos usada frecuentemente por francos y godos.
Gallarones. También llamados agallas del roble, es una excrecencia que sale en robles y encinas debido a la picadura de una avispa. A partir del S.III d.C. se comenzaron a utilizar gallarones para la fabricación de tinta, llamada tinta ferrogálica.
Gardingos. Según algunos historiadores eran los magnates del Aula Regia que acompañaban en todo momento al rey a modo de séquito o comitiva germánica. Otros creen que era la guardia personal del rey.
Harjis. En idioma godo, ejército.
Hipocausto. Sistema de calefacción inventado por los romanos que consistía en calentar los suelos al estar éstos en gran parte huecos. Directo precursor de la Gloria o Glorieta tan usada en Castilla para calentar las casas.
Laudatio. Texto de alabanza en honor a algo o alguien, constituyendo un importante ejercicio de oratoria. Fue famosa la laudatio que escribió Boecio cuando Teodorico el Grande subió al trono ostrogodo.
Ientaculum. Desayuno, muchas de las palabras usadas por los ostrogodos eran latinas.
Juan II. Fue el primer papa que se cambió el nombre, inaugurando así una tradición que llega hasta nuestros días.
Ligula. Nombre latino de la cuchara usada para tomar sopas y purés.

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Pares. Nobles godos entre los que solía ser elegido el rey, al que se denominaba Primun inter Pares.
Sentaos. Era habitual entre los godos tutearse, ya entre iguales o entre distintas clases sociales; en el tuteo estaban incluidos los nobles y el rey. Pero Amala y el embajador bizantino se tratan de usted por ser la costumbre en Bizancio, aunque algunas veces se le escapa el tú a la Reina.
Vulca de Veyes. Artista etrusco famoso por sus esculturas.

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Índice

Árbol Genealógico de Amalasunta             Pg 3
La fortaleza del lago                                 Pg. 4
Teodora                                                    Pg. 44
El sueño de Amalasunta                             Pg. 49
Tusciae rex                                               Pg. 67
La corte de Ravena                                    Pg. 85
La dama del lago                                        Pg. 101
Bizancio                                                     Pg. 134
Atalarico                                                   Pg. 149
Hispania                                                     Pg. 179
Sorpresa en Ravena                                   Pg. 195
Todos contra la Reina                                Pg. 209
30 de abril de 535                                     Pg. 232
Epílogo                                                       Pg. 269
Glosario                                                      Pg. 272
Índice                                                         Pg. 274

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